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Víctor, el maquillista de la muerte*

Óscar Pineda acompañó a Víctor Herrera en su rutina laboral maquillando cadáveres. Un oficio poco extendido se ha convertido en una necesidad para ciertas familias, y en parte de las prácticas funerarias de despedida para sus seres queridos.

Por Oscar Pineda / @OscarPinedaEC

Él espera a la muerte como pocos. El soplo del ángel asesino arrecia y –vaya paradoja- le ayuda. Pero no es por su fallecimiento que aguarda Víctor Herrera. Es que, en la práctica, un cuerpo inerte le provee el pan de cada día. Víctor escucha su teléfono móvil.  Contesta. Acuerda una cita. Al cabo de un rato acude a dar la última acicalada a alguien que no respira más.

Víctor se ligó al oficio por herencia, pues su padre se dedicó a brindar servicios funerarios y él –luego de no hallar trabajo en la mecánica automotriz–, se pasó a su lado. Su labor consistía en transportar, acomodar y  entregar los féretros, pero hace ocho años, el negocio dio un giro: los clientes pedían ciertas mejoras en el cuerpo de sus muertos, así que él viajó primero a Bogotá y luego a Maracaibo, y se especializó en el arte de maquillar cadáveres. Para ser más precisos, Víctor es tanatopráctico. Su misión es retocar a los difuntos para atenuar su aspecto sombrío. Lo requieren los deudos que quieren ver por última vez a su familiar con un rostro digno, como si durmiera, pero para siempre.

De vez en cuando suelta una lágrima, se deja conmover, aunque no haya conocido al difunto ni a sus deudos. Le pasa a menudo cuando el muerto es un niño. Como cuando tuvo que maquillar el cadáver de ese pequeño de cuatro años que murió ahogado en el tanque de agua, luego de que su madre lo descuidara por unos minutos. 

Es que por su cabeza pasan mil historias. Un día corrió a casa para abrazar a uno de sus cuatro hijos con una urgencia inusitada. Minutos antes había maquillado a un joven de quince años que se había ahorcado. Al momento de acicalarlo, el cuerpo aún llevaba el uniforme del colegio donde estudiaba. Se había quitado la vida luego de tener problemas en la clase de Matemática que le resultaron insoportables.

Dicen que ningún muerto es feo ni malo. Pero Víctor recuerda un caso especial para corroborar el dicho: cuando le tocó hermosear a una joven colombiana. “¡Era 90-60-90! –exclama, entre risas– Una mujer muy hermosa que la había matado su esposo. Por celos, me imagino”. Ese fue un día particularmente agitado. Sus compañeros de la funeraria le rogaron estar en el velatorio. «¡Uyyy, fueron sus amigas, que realmente eran unas reinas!» –comenta, como dándose una licencia para el humor, una licencia que bien sabe que puede resultar incómoda y hasta descortés para muchos. Entonces, se remite al oficio y recomienda: «Para una mujer joven los colores pueden ser más fuertes, en cambio, para las mujeres mayores los tonos son menos encendidos”. 

Parece un chiste cruel, una pieza de humor negro, pero ocurre: junto con este quiteño de 44 años, otros maquilladores de muertos –o tanatólogos– bromean cuando hay poco trabajo: “Vecino, ha estado bajo el mes –comenta uno de ellos–. ¡La gente no quiere morirse o los médicos están trabajando mejor!».

El auto de Víctor es también su oficina. Antes trabajaba con Funeraria Nacional, Los Lirios, Las Orquídeas, pero ahora que ya tiene prestigio trabaja por cuenta propia, sin horarios fijos. Claro, la muerte no avisa antes de lanzar la hoz. Por las mañanas, va a dejar a sus hijos en el colegio y a su esposa en uno de los locales de la Funeraria Nacional, donde ella se ocupa como asistente de velatorios.

Dentro de su oficina móvil, Víctor recibe una llamada. Una mujer y la muerte se habían encontrado en Ibarra, al norte de Quito. Pero la noche anterior habían trasladado su cuerpo a los velatorios del Instituto de Seguridad Social de las Fuerzas Armadas, junto al cementerio del centro de la capital. Al día siguiente, Víctor debía ir…

El sitio luce vacío a las siete de la mañana. Cuatro paredes  desnudas y silenciosas albergan a un féretro y a un cristo crucificado. Una fría garúa se ve caer a través de los ventanales y las cortinas de los salones del cementerio de El Batán. A esa hora, el norte de Quito no es lo que una hora después será: una montonera de autos, buses, un coro ruidoso y babélico.

Ya en el funeral de la anciana solo se ve a un guardia. De pie, afuera del salón del velatorio, este hombre dispuesto a enfrentar a los vivos contiene sus ganas de ir al baño para no llevarse la sorpresa de ver una resurrección inesperada y tener que vérselas con un muerto. Víctor, silencioso, llega a este templo de las paradojas y contempla por un instante el ataúd que contiene el cuerpo de la anciana. Nada se sabe de ella. ¿Fue amada o no? ¿Tuvo una buena muerte? ¿Sufrió antes de dar el último aliento? «Quizá sea la madre de algún militar», intuye Víctor, relacionando el hecho de que el cuerpo esté en las salas del Instituto de Seguridad Social de las Fuerzas Armadas.  Mientras divaga, se cubre con una bata de cirujano. Se calza las manos con doble guante de látex y respira hondo, protegido con una mascarilla. Abre el ataúd. Dentro de él deposita un bisturí, algunas cuchillas pequeñas, papel absorbente y un tanque con formol del que surgen unas pequeñas sondas, extensas y delgadas, que introducirá enseguida por una abertura que hará en la arteria femoral. Aquel cuerpo que horas antes latía es ahora una masa endurecida. Hay que insertar motas de algodón en la boca y en la nariz para evitar que los fluidos se escapen.

Víctor conoce de cerca la fragilidad de la vida y la certeza de la muerte. Él es de los que se toman el trabajo con calma. Cuando aplica formol al cuerpo de esta anciana piensa en cuán convencido está de que ella ya vivió lo suficiente. En un movimiento rápido deja entreabierta la boca de la mujer. La mandíbula inerte suelta un crujido y él la vuelve a cerrar, esta vez para siempre. 

Sobre la pierna derecha, Víctor hace un corte profundo a pocos centímetros de la rodilla. Hunde los dedos entre la carne hasta encontrar los conductos de sangre y deja que fluya –en lugar del líquido rojo ya quieto– una corriente de formol. Luego cose rápidamente, sin el cuidado de un cirujano plástico. 

Unta sobre su mano izquierda base líquida y con ella va borrando arrugas y pecas. Toma una brocha diminuta e ilumina levemente unos labios que el tiempo –y no solo la muerte–ha opacado. Rocía sablón –un líquido desinfectante– sobre el rostro con restos de cinta adhesiva y mientras lo hace, otra vez intuye: «Seguro murió luego de estar en tratamiento médico, quizá en su casa o quizá en una sala de hospital». El tanatólogo observa fijamente el rostro de la anciana. Cree que necesita un peinado, así que, de su cajita de herramientas, toma un frasco de fijador de cabello, suavemente lo esparce sobre las canas y con una peineta las acomoda. “Y pensar que ella nada se lleva –comenta otro guardia del panteón, contemplando el cadáver ya transformado, embellecido, como si durmiera–. ¡Cómo es la vida, ¿no?!». Víctor la mira nuevamente y con un gesto casi imperceptible aprueba su tarea, guarda sus instrumentos y se marcha.


*Este texto fue producido el 13 de abril del 2012, durante el taller de crónica impartido por el maestro Alberto Salcedo Ramos, en Ciespal, Quito, y ha sido retomado cuatro años después por la redacción de La Barra Espaciadora, para trabajarlo y publicarlo en su versión final.