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Ancianos: entre el vacío legal y el abandono

Ancianos que quedaron solos, que perdieron la cordura o que simplemente no tuvieron descendencia, son víctimas de vacíos legales que atentan contra sus últimos años de vida digna. La falta de atención a la Ley del Anciano en Ecuador provoca casos de abandono y maltratos que deben indignar a cualquier sociedad que se precie de velar por los derechos de los más vulnerables.

Los ancianos estorban en una sociedad dominada por la prisa y la practicidad. ¿Merecen ese trato quienes ya no producen pero nos han entregado su vida? Foto: Camila Witt.

Por Camila Witt Witt

María es un vacío legal. Así lo han determinado varios abogados consultados acerca de una salida para que su familia cercana, es decir sus sobrinos, o el padre Estado, velen por su supervivencia y por su manutención. Al parecer, como lo cuenta Beatriz Ortega, abogada de profesión, su caso se le escapó a la Ley del Anciano y a un mundo de otras leyes y códigos que entorpecen lo que establece la Carta Magna de Ecuador: Garantía de los derechos de todos por igual.

Como si su vida estuviese escrita en Los renglones torcidos de Dios, de Torcuato Luca de Tena, a sus casi ochenta años no encuentra una forma legal para reclamar a sus parientes la atención y cuidados que requiere un adulto mayor. Su ingreso mensual son 80 dólares que recibe por el arriendo del único cuarto habitable que queda en su casa. Es decir, para sus familiares, ella debería vivir con menos de la cuarta parte de un Salario Básico Unificado en Ecuador.

Nunca se casó, tampoco tuvo hijos y, para rematar, es propietaria de la tercera parte de la vieja casona donde vive, ubicada en el barrio La Mariscal, en Quito. Estas dos situaciones llevan a que la Ley no le permita exigir una pensión alimenticia porque esta solo se la puede exigir a los padres, hermanos, hijos o nietos. Tampoco le sirve para solicitar una Pensión No Contributiva[1] porque no vive en situación de extrema pobreza o vulnerabilidad, pues tiene un patrimonio.

“La clave es la solidaridad”, dice Ángel Medina, sociólogo especialista en temas de protección para los ancianos. Según cuenta, la familia y la sociedad deben intervenir cuando se sabe de una situación de abuso y desprotección a una persona de la tercera edad. Sin embargo, desde su experiencia sabe que esa solidaridad con los ancianos casi nunca llega, y cuando ocurre se trata de una especie de bono lavaconciencias, que llega acompañado de recriminaciones, maltrato psicológico y carencias afectivas.

“Ninguna norma puede ser efectiva si los mismos beneficiarios no exigen sus derechos”, dice, convencido. Y es que sabe que esta Ley, en buena parte, se promulgó por la militancia de los jubilados que en los años ochenta y noventa exigían al Estado que los mire como a seres humanos con derechos y necesidades especiales. Sin embargo, en ciertos casos, como el de María, es imposible pensar en que el empoderamiento de la Ley y de sus derechos pueda servir de algo.

Pese a esto, Medina reconoce que la Ley del Anciano fue una Ley de avanzada en esa época, a la que hoy habría que actualizar e incluir ciertas situaciones que se le escaparon. Reconoce que, además de esas historias que no pueden ampararse en la Ley, como el caso de María, el verdadero problema es que no está establecido un mecanismo regulación y control que obligue, tanto al Estado como a los familiares, a cuidar de sus ancianos.

María no conoce que en Ecuador alrededor de un millón cien mil habitantes son de la tercera edad. No sabe que, como ella, el 70 % de estos no cuentan con seguridad social ni pensión de jubilación. Para vergüenza de un país que se llena la boca hablando de igualdad y de derechos, María no es un caso aislado. A tan solo 20 kilómetros de su casa, vive don Leo, quien por más de 50 años trabajó como operario en una fábrica textil.

En Ecuador, alrededor de un millón cien mil habitantes son de la tercera edad. El 70 % de estos no cuenta con seguridad social ni pensión de jubilación.

Se reserva el nombre de sus patronos excusándose en su mala memoria y en los “achaques de los viejos”, y es que no quiere evidenciar a estas personas que se dieron modos para evadir, desde el inicio, sus responsabilidades con la Seguridad Social. Se retiró del trabajo tras sufrir un accidente cerebrovascular que lo limitó en muchas de sus capacidades motoras y mentales. Ahora, él y su esposa viven de lo que su hija les da de buena –y a veces mala- voluntad.

Don Leo, hasta hace poco, no sabía que existe una Ley que obliga a los hijos a velar por sus padres. Cuando le hablan de pensión alimenticia se confunde. Piensa que es un derecho únicamente de los hijos. Además, no podría hacerle eso a su hija. Se conforma con lo que recibe. “No soy soberbio ni exigente”, dice. No le importa lo que diga la Ley, él jamás podría emprender una acción legal contra su hija.

Según el Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES), los deberes que tienen los familiares, y los que tiene el Estado respecto de los adultos mayores, son complementarios. La familia, cuando existe, actúa como protectora del anciano, “lo que implica una atención integral en el ámbito de la alimentación, salud, vestido, vivienda, derecho a gozar de un ambiente sano y de una adecuada comunicación e interacción con los demás integrantes del grupo familiar”.

Mientras que la responsabilidad del Estado es “implementar programas y proyectos en beneficio de las personas adultas mayores en estado de vulneración de derechos como en situación de pobreza, extrema pobreza y sin referente familiares. Y también implementar estrategias y acciones para impulsar la construcción y desarrollo de capacidades con el objeto de facilitar su integración social”.

Cuando la Ley nació y estas políticas públicas aun no existían, María y Don Leo no pasaban los 55 años y probablemente no pensaban en cómo iban a pasar su vejez. Ahora, poco les sorprende del mundo. Saben que hay gente buena y también mala. Saben que los intereses personales siempre sacrifican los derechos de los otros. Saben que el significado de familia, cuando ellos eran jóvenes, no era lo que es hoy.

María no entiende por qué, si ella nació en cuna de oro, en el seno de una familia acaudalada de Loja, ahora tiene que esperar la caridad y la misericordia de sus parientes más cercanos hasta para pagar los servicios básicos. Aunque nunca ha pasado hambre, incluso desde que ya no tiene ingresos propios, está segura de que eso se debe más a la bondad de uno que otro sobrino y no al amor filial que compromete.

No siempre fue así. Aunque no con lujos, María vivía tranquila junto con su hermana, de los arriendos que cobraban por los cuartos de esa casona donde vive hace 40 años. Sin embargo, cuando su hermana murió (hace 12 años), su “mala cabeza para la plata” y la intervención abusiva de un par de parientes no le permitieron invertir en mantenimiento y llevaron a que el deterioro del inmueble sea tal, que la casa hoy en día está prácticamente inhabitable, situación que se agravó más tras los constantes sismos que ha sufrido el país desde abril pasado.

“Los viejos terminamos siendo un estorbo”, dice, mientras seca los charcos de agua que se reflejan en el piso de madera. “Después de los terremotos, las tejas se movieron. Ahora cae agua por todo lado. Hubo que sacar el cielo falso porque se iba a caer. Mi sobrino, el que vivía conmigo, se tuvo que ir porque el Municipio dijo que ya no podía vivir nadie aquí, pero yo no me voy. Me querían llevar a Loja, pero yo allá no vuelvo. Yo me acabo con mi casa”, dice.

Se angustia porque desde la dolarización en el año 2000, cuando ella tenía más de 60 años, nunca logró entender cuánto valía un dólar ni qué se puede comprar con eso. No entiende por qué los 80 dólares, “que son bastante”, no alcanzan. Sus sobrinos, hace un par de meses, se comprometieron a entregar una especie de bono para su subsistencia de 20 dólares mensuales por familia. Con esto tendría, al mes, unos 380 dólares. Sin embargo, pasan los meses y, cuando más, seis de sus familiares entregan este monto puntualmente. “No mandan la plata y tampoco vienen a verme nunca. Solo un par pasan conmigo siempre”, cuenta esta mujer que tampoco puede entender cómo en un país que se vanagloria tanto de proteger a los ancianos no existan leyes que obliguen a los parientes a hacerse cargo de sus ancianos, mientras sí garantiza, a través del Código Civil, que -al no tener padres, hermanos, esposo, hijos o nietos- los sobrinos estén habilitados legalmente para heredar su patrimonio.

“Yo tenía bastante dinero, tierras, casas que me dejó papá… A mis hermanos también les dejó. Todo se lo acabaron”, dice María mientras recuerda su Loja natal, de donde salió apenas cumplió la mayoría de edad para no soportar las habladurías de los pueblos chicos. “Yo me vine –a Quito- con el pretexto de cuidar a una tía, pero lo que quería era no volver. No podía tener amigos, me inventaban cuentos, no me gustaba vivir así”, dice. Cuidó a su tía hasta que falleció. Esa buena acción se la pagaron con los derechos y acciones del inmueble.

Don Leo coincide con María. “Los viejos solo estorbamos”, dice, mientras recuerda cuando su única hija era cariñosa y se preocupaba por él. “No me falta qué comer, lo que me mata es la soledad”. Hace unos 10 años vive encerrado en un pequeño departamento en el norte de Quito, donde su única actividad es ver la televisión nacional. Su hija le paga un almuerzo de dos dólares en un salón que queda frente al edificio. Cada mañana, esa misma hija pasa por su esposa, a las 05:00, y la lleva a casa para que se encargue del cuidado de los nietos: un niño de cinco años y una bebé de 18 meses. “A mí me dejan aquí porque mi mujer pelea mucho conmigo. Antes yo era activo. Trabajé toda mi vida y con eso pagué los estudios de mi hija. Mi mujer la ayuda porque no le gusta dejar a los niños con empleadas. Yo paso solo, a veces hasta hablo solo”. Hace pocos años, su situación llamó la atención de algunos vecinos que intervinieron incluso llamando a las autoridades públicas.

Entonces se enteró de que tenía derechos como anciano y de que su familia no estaba cumpliendo con ellos. “La solución fue mandarme a un asilo de ancianos. No me gustó estar ahí. Yo tengo mi casa y tengo familia. Creo que no es justo lo que nos hacen ni a mí ni a mi mujer, que también está vieja”.

“A mí me dejan aquí porque mi mujer pelea mucho conmigo. Antes yo era activo. Trabajé toda mi vida y con eso pagué los estudios de mi hija. Mi mujer la ayuda porque no le gusta dejar a los niños con empleadas. Yo paso solo, a veces hasta hablo solo” (Don Leo).

Don Leo tiene razón. Sin embargo, al no ser una persona que viva en situación de extrema pobreza y al tener familia directa, la intervención del Estado poco o nada puede lograr por él. “A veces me da miedo reclamar porque sé que me mandan al asilo. Eso me dicen siempre cuando pido más atención”.

Mientras en Ecuador se debaten y aprueban leyes rimbombantes (revolucionarias, de avanzada, trascendentes y necesarias), a Don Leo y a María les tocará esperar, si es que viven para eso, una reforma a la Ley del Anciano o una regulación más estricta que les permita, en el un caso dejar de ser un vacío legal y en el otro, más que dinero, exigir a su familia un buen trato, comprensión y amor.


 

[1] La pensión no contributiva es la pensión establecida a través del Decreto Ejecutivo N. 1395 de 2 de Enero del 2013, cuyos beneficiarios son las personas adultas mayores que se encuentran en condición de vulnerabilidad y no estén afiliadas a un sistema de seguridad público. Las personas adultas mayores que no se encuentran en estado de vulnerabilidad o que estén afiliadas a un sistema de seguridad social público, no pueden ser beneficiarias de esta. Fuente: MIES