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El terremoto, un castigo de Dios

Los niños son una parte de la población cuya vulnerabilidad natural se incrementó con el terremoto del pasado 16 de abril. Este relato con tono de crónica de Adriana Jarrín refleja una de las secuelas más notorias en la psiquis de los niños de Manabí y Esmeraldas: el temor. La religión y la atribución de la tragedia a un poder divino es uno de los factores que agudiza esta sensación en los menores de la zona.

Foto: Adriana Jarrín.

Por Adriana Jarrín

“Usted sí lloró, marica, si usted llora por todo. ¡Ese día todos lloramos!”. Daniel tiene la mirada perdida y 13 años. Su voz serena y pausada se confunde con el chasquido del plástico azul de las carpas improvisadas en la plaza del barrio María Auxiliadora, en Bahía de Caráquez. El viento en la plaza del pueblo las agita mientras los niños y niñas juegan entre gritos de algarabía. Los perros ladran y husmean entre escombros los restos de comida esparcidos por el suelo.

Aquel día se escondió el sol, se apagaron las luces, se hizo el silencio y se escuchó rugir a la tierra. Como una bola incandescente, el pecado recorrió las entrañas del pueblo y con estrepitosa rabia destruyó calles, casas, parques, escuelas. Felipe –un año menor que Daniel– sintió un cosquilleo que ascendía por sus piernas. En un primer momento creyó que el alcohol que bebía su padre, ya borracho frente al televisor, le había contaminado. Pasados unos segundos, cuando las paredes empezaron a caer, pensó: ¡El fin del mundo ha llegado! Sorteando la nieve de polvo que se formó a su alrededor, escondió la cabeza y rodó como una llanta escaleras abajo. Intentó cruzar el comedor para alcanzar la puerta, pero una mano que emergió de la profundidad de la grieta que atravesaba su casa le impidió salir. Atrapado en medio de una lluvia de ladrillos, muebles, platos, escuchó los gritos y llantos que provenían desde afuera. A unas cuadras, Daniel, de rodillas junto a su madre y sus hermanos, oraba. La madre pedía clemencia para sus hijos. Daniel y sus hermanos pedían clemencia para su perrito Nicky, que se había quedado en casa mientras ellos asistían a la fiesta del barrio. Ni globos ni serpentinas sobrevivieron al embate. Solo esa sensación de gelatina en las piernas que permaneció hasta muchos minutos, horas y días después. Un terremoto de 7,8 según los noticieros. Un castigo de Dios, según la gente de fuera y de dentro del pueblo. Hablaban de ese mismo Dios justiciero y misericordioso que despertó al abuelo del barrio y le dijo: Juan, levántate, antes de que el techo se desplomara sobre su cama.

El mar, ante semejante espectáculo, se acurrucó en su lecho y encogió los pies dejando una vasta playa cargada de piedras, caracoles y conchas que –con los ojos bien abiertos– observaban expectantes. La muchedumbre, al ver que el mar se retiraba, huyó loma arriba sospechando que este volvería en forma de una ola impetuosa que terminaría por devorar a todos. Las casas, que como aretes adornaban la ladera, empezaron a caer cuesta abajo y se confundieron con las lágrimas de perla que una Virgen lloraba con compasión y desconsuelo. El silencio se hizo nuevamente y pasaron las horas en medio de la oscuridad más profunda. Aquella noche hasta los duendes –que en la madrugada tiran de los pies de los pequeños pecadores– se escondieron.

Por fin despertó el día, brilló el sol con su esplendor de siempre, el mar de puntillas había reconquistado a la playa con su vaivén. Era un amanecer cualquiera, excepto por el hedor que se había instaurado ahí donde debía levitar la brisa marina. Se iniciaron las primeras incursiones de rescate. Los cuerpos humanos y los juguetes destartalados yacían inertes entre los escombros. La gente ensombrecida empezó a desbaratar las casas con el mismo ahínco con el que alguna vez las había construido. Buscaban algún resto de vida, de recuerdos, de sueños.

“¡Esa moto que ve ahí vivió el terremoto!”, señala Felipe con el dedo. Doña Erica, su madre, había salido propulsada del ciclomotor a consecuencia del movimiento, surfeando las olas que se formaban en la carretera. Inútilmente intentó volver hasta la casa donde le esperaba su hijo.

El diálogo que mantengo con Felipe y Daniel se interrumpe. De súbito, ambos salen corriendo. ¡Ha llegado el camión del agua! En algunos sitios afectados por el terremoto, el agua significa salvación. El agua simula una religión.

Me quedo sola, sentada en medio de la plaza, observando a la gente que se agolpa alrededor del camión, con baldes y recipientes para recoger pequeñas dosis de agua para sobrevivir. ¡Esta tarde habrá ducha! Los niños y niñas de este lugar acogen la experiencia del terremoto y sus consecuencias con singular sabiduría: libres de angustias transcurren a través del tiempo y de la vida aunque el miedo se ha acomodado en sus pechos, en silencio, en forma de imágenes.

El camión de agua se retira ya ligero. Poco a poco retorna la intensa actividad a esta plaza de Bahía. El olor a arroz recién preparado y plátanos fritos inunda el ambiente. En la orilla del mar, un par de pequeños trozos de ladrillo retozan y se balancean al ritmo de la marea. Felipe y Daniel ya no lloran como hace seis meses. Ellos juegan a sobrevivir.