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Enmiendas: infierno y fiesta con Carlos Vives

La Barra Espaciadora / @EspaciadoraBar

Amaneció el jueves y la esquina suroriental del parque El Arbolito, en Quito, se convirtió en la recreación del absurdo. Todo el mundo sabía que las enmiendas a la Constitución Política propuestas por el Ejecutivo iban a ser aprobadas por los asambleístas oficialistas. Y todo el mundo es todo el mundo: hasta los opositores más recalcitrantes lo sabían.

A ver, vamos por partes.

Los protagonistas:

Uno. Los revolucionarios. Cientos de simpatizantes de Alianza PAIS llegaron hasta la Asamblea para respaldar la aprobación de las enmiendas.

Dos. Los manifestantes que se oponen al Gobierno. Cientos quisieron llegar a la Asamblea pero les obligaron a quedarse en las inmediaciones del parque El Arbolito, desde donde protestaron en contra de las enmiendas.

Tres. Los policías. Miles de uniformados se encargaron de replegar a los manifestantes y separar a los unos y a los otros.

Cuatro. Los legisladores de los movimientos y partidos de oposición CREO, Avanza y Sociedad Patriótica, despotricando mucho y solucionando nada. Se pararon frente a las cámaras para salir en la tele.

Cinco. La prensa. Decenas de periodistas informando lo que ya se sabía: que las enmiendas se aprobarían o se aprobarían y que había –más por mandato de la Ley de Comunicación que por la evidencia de las calles– gente a favor y gente en contra.

Seis. El Gobierno. Todo el aparataje estatal al servicio de Alianza PAIS.

Siete. Carlos Vives en medio de todo el alboroto. Aprendiendo a identificar más las semejanzas que las diferencias entre los que alzan la espada de Bolívar y los que esconden su membrete más vergonzoso: el de la irresponsabilidad y el oportunismo.

Él lo vio todo. Nunca salió corriendo ni lanzó piedras ni se le ocurrió acusar a nadie de venderse por un sánduche o de acatar los mandatos atemorizantes de sus patronos. Ahí estuvo, felizmente ignorado, con su rostro amable, con una sonrisa eterna, tan clara y diáfana como su omnipresencia –o, quizás más preciso, como su ausencia… Frente a sus ojos, ese jueves pasaron indígenas, trabajadores y ciudadanos de esos que solo tienen un chance de elegir entre el desayuno, el almuerzo o la merienda cada día. Todos con la consigna preparada de decirNo a las enmiendas a la Constitución propuestas por el Gobierno ecuatoriano. Él divisó, a unos doscientos metros, una muralla de policías que durante trece horas apenas abrieron la boca para tomar aire y responder a la orden de impedir el paso de cualquier manifestante o sospechoso de oponerse al Gobierno. Su sonrisa, tan bien delineada, tan en el sitio justo como para que no se confundiera con la amargura que hacía sombra en el asfalto, jamás se desdibujó. Sus oídos, que han escuchado tantos aplausos y gemidos en los escenarios del mundo, oyeron esta vez cómo un puñado de asambleístas de oposición hacían gestiones a la brava para que su carne de cañón se encontrara en una esquina con la carne de cañón del adversario correísta.

De seguro le duele el mundo, la pobreza, la injusticia, el desempleo, los recortes presupuestarios, la incomprensión de la gente. También es seguro que va al baño, se enferma, necesita de vez en cuando un trago y llora como un desgraciado cuando le vienen los malos días. Y, sin embargo, desde la altura de la valla publicitaria, Carlos Vives vio y oyó un espectáculo de marionetas que se juraban amor y odio en un libreto prefabricado: los titiriteros ganan cinco mil dólares al mes y votos en cada elección y los trapos animados –en el mejor de los casos– logran a veces compartir un plato de sopa para soportar la función. Al otro lado de los tejados, al pie del edificio de la Asamblea, ocurría un show similar. Pero era la otra cara de la moneda. El libreto allí había dispuesto una fiesta. Los hilos tensaban marionetas triunfantes.

***

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Desde las cinco de la mañana hasta las seis de la tarde del 3 de diciembre del 2015, todos estos se la jugaron. Algunos se dieron palo, otros bailaron junto al edificio donde los asambleístas discutían lo indiscutible, otros más fueron detenidos por la Policía por alterar más que el orden público, por intentar inocentemente (¿?) darle vuelta a una sentencia recontraconocida: que las enmiendas, pase lo que pase, se iban a aprobar.

Todos madrugaron y asumieron sus roles a cabalidad desde que salió el sol. Desafiaron al sentido común y hasta pusieron en riesgo sus vidas. Fue algo así como inventarse (o reinventarse, como dicen los sociólogos) para hallarle sentido al día y justificar su existencia política, asegurar ese pedacito de poder y de influencia con el que tanto soñamos cuando nos damos cuenta de la fugacidad con que transcurre el tiempo.

En resumen, tomaron posiciones e hicieron lo que tenían que hacer. Para eso estaban ahí. El bando A descalificando y buscando pleito al bando B que al mismo tiempo, con mucho ingenio, replicaba la misma dosis, pero en una cápsula distinta. Los policías garantizando un orden establecido y arremetiendo al final de la jornada para detener a los revoltosos que se les cruzaron por el camino. Fiesta e infierno para llenar una disputa con un resultado que, después de tanta bronca, no sorprendió a nadie: 100 votos a favor de las enmiendas, 8 en contra y 1 abstención.

¿Es que un resultado ya conocido de antemano determina a los procesos?, ¿o los anula e invalida?, ¿es que el derecho al pataleo resulta ilegítimo cuando las decisiones del poder son inamovibles?, y, ¿no que todo el mundo ya sabía lo que iba a pasar?

Desde su omnipresencia, el bello rostro de Carlos Vives se desfigura. Se convierte en la mueca diabólica de la ausencia. ¿Cuál ausencia? Si entre todos los protagonistas del despelote de la Asamblea suman cinco mil personas, por matemática simple los dos millones y pico que viven en Quito y que no llegaron ni quisieron llegar a la Asamblea estuvieron en otro baile.

La vida cotidiana que huele a canelazo y pasea en chivas por las fiestas de la ciudad o la que siente un alivio en el bolsillo con el mensual y el decimotercero se ríe en la sonrisa de Carlos Vives, que esta noche pondrá a bailar en la avenida De los Shyris a miles, muchos más que los que andaban correteándose en El Arbolito.


La vida cotidiana que huele a canelazo y pasea en chivas por las fiestas de la ciudad o la que siente un alivio en el bolsillo con el mensual y el decimotercero se ríe en la sonrisa de Carlos Vives


Es aquella vieja historia de que las decisiones que recaen sobre todos las toman unos pocos. Carlos Vives es el rostro de los testigos de un destino sin compromiso.

La valla publicitaria que está instalada en el parque El Arbolito es un monumento a la omnipresencia de esa ausencia de democracia, de participación real en los asuntos colectivos, de ciudadanos que asumen su responsabilidad consigo mismos. Su rostro en plena bronca por las enmiendas nos recuerda que si la política la deciden unos pocos, es porque los ausentes también son testigos. Mudos testigos sonrientes.

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