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Las cumbias y nuestro machismo bailable

La música es un inmenso archivo de mensajes. Muchos de ellos pasan desapercibidos detrás de un ritmo cadencioso. La cumbia, por ejemplo, es un ritmo que atraviesa la cultura del ser latinoamericano al punto de que se reduce, en muchos casos, a su carácter bailable. Pero, ¿hemos reparado en lo que nos dicen algunas de sus letras?

Por Paul Hermann

No hay nada que uno haya odiado tanto cuando niño como las fiestas de los adultos en los ochenta. Sobre todo esas fiestas que les daba por organizar los sábados de tarde, que habían empezado como almuerzos, habían continuado como sobremesas y que amenazaban con convertirse en una interminable, aburrida e incómoda noche sobre floreado edredón ajeno, con borrachos cariñosos y con cumbias.

Lo que les gustaba a los tíos eran las cumbias, género del folclor colombiano que surgió en la época colonial con flautas indígenas y tambores africanos, pero que provocó un auténtico revuelo a inicios de los ochenta, con el acordeón y los textos de autores como el inolvidable Lisandro Meza, ese que no sacaba su carro último modelo porque le fallaban los frenos, ese que no se casó porque su idilio, sal y agua se volvió.

Bastaba que una sola de sus cumbias o “morenas alegra-fiestas” sonara, para que un comedido retirara la mesa del centro de la sala, enrollara la alfombra y sacara a bailar –antes de que se escapara sin despedirse– a la tía aguafiestas. Imitar la forma de bailar de los tíos era un arte más complejo de lo que se podría creer. Había que poner la espalda recta, sacar el pecho, imprimir rigidez al cuello, doblar los brazos y ejecutar una suerte de marcha lenta. Las cumbias de esa época suenan –seamos honestos– como si alguien pusiese un disco de 45, a 33 revoluciones.

Pero no es de danza de lo que he venido a hablarles sino de las misóginas letras de ciertas cumbias de Lisandro Meza y Rodolfo Aicardi, autores de la edad de oro del ritmo colombiano, quienes sin proponérselo han contribuido a naturalizar el machismo, los roles de género y la violencia contra la mujer.

Hace pocos meses, antes de que iniciase una clase de Género de maestría, les dije a mis compañeras que soñaba con graduarme para hacer una fiesta en la que sonaran cumbias como esa de don Lisandro que dice:

Gracias le doy a mi mama / por haberme parido macho. /

Me dicen que soy machista / porque yo hago este canto, /

machistas son las mujeres / porque les gustan los machos.

Lo dije bailando, y en son de broma, por supuesto. Una broma un poco ingenua y acaso ignominiosa llamada a romper la rigidez con que hablábamos sobre cuestiones teóricas. Mi broma instaba a reparar en lo machista de esa cumbia, que no solo apela a la supuesta superioridad natural del macho, sino que incluso responsabiliza a las mujeres del machismo. ¡Perla del pensamiento cínico y del discurso cantinflesco! Decir que las mujeres son machistas porque les gustan los machos es como decir que feministas son los hombres porque les gustan las féminas, que el marxista es marxista porque disfruta de Groucho Marx o que al chavista le gusta El Chavo.

Ritmos como el reguetón, algún rap o algún merengue también son machistas, y uno tiene, ante ellos, los radares puestos. Pero, las cumbias vienen naturalizando roles de género y perpetuando la violencia contra la mujer con el aval de los mayores desde hace décadas, a veces incluso con la impunidad que da el título de patrimonio cultural. Los textos machistas de la cumbia han sido especialmente perniciosos porque han estado asociados a la fiesta, a la celebración y a la catarsis social, y así han pasado desapercibidos. Salvo excepciones, las personas no reparan en los contenidos sexistas de las canciones cuando disfrutan de ellas.

Quién no ha bailado Mujer por computadora, otra joya del pensamiento patriarcal de Rodolfo Aicardi, músico colombiano que a inicios de la década de los ochenta le pedía a su computadora le ayudara a encontrar una chica que lo adorara:

si hallas a una gorda eso no importa / si encuentras una flaca en buena hora /

(…) una mujer amable y aguantadora / una mujer estable y rendidora.

Fíjense que exigía que la mujer no solo fuese complaciente, sino que además se ajustara a la estética Barbie que tanta anorexia y bulimia ha causado.

También en los ochenta La Sonora Dinamita presentó esta joya del pensamiento patriarcal que justifica –sobre la base del cristianismo– el machismo de un “negro sabrosón”, que amenaza a una mujer con cambiarla de seguir con sus «cantaletas».

Maruja, tú tienes que comprender / que yo no nací para una mujer, /

si los mandamientos dicen / que al hombre le tocan siete /

y yo solo tengo tres, / y entonces, ¿por qué te enfureces?

Y hay que recordar los machistas ‘cañonazos bailables’, que llegaron hasta los noventa, cuando la misma Sonora Dinamita enarbolaba un canto al ‘cucu’, eufemismo para referirse a las nalgas de una mujer. El machista de esta canción plantea que el deseo que le provoca la mujer al ponerse pantalones hace que sienta ganas de tocarlo, de probarlo:

Si te pones pantalón / y te tocas por detrás /

se me suelta el corazón / y te quiero más y más. /

No me canso de mirar, / pero quisiera tocar, /

anda y no seas malita / yo quiero una tocadita.

Los videoclips de las cumbias (que no reproduciremos aquí, por obvias razones) son otra joya del patriarcado tropical: no porque muestren voluptuosas mujeres –canon estético del deseo masculino- sino porque la cámara se concentra en sus senos, en sus caderas, en sus piernas apenas cubiertas por pequeños shorts o minifaldas y, por supuesto, en sus movimientos. Estos videos explicitan el sentido eminentemente sexual más que erotizar el cuerpo de la mujer.

No me atrevería a llamarme feminista (supongo que el macho que los hombres llevamos dentro me convierte por momentos en el hombre verde), pero desde mi persecución permanente a ese macho que a veces se me desata, lucho día a día por erradicar toda forma de violencia contra la mujer.

Y ahora, ¿qué bailamos?