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María Belón: sobreviviente de un tsunami

María Belón

Por Francisco Ortiz / La Barra Espaciadora

Junto a Quique, mi esposo, y mis hijos Simón (5), Tomás (8) y Lucas (10) habíamos decidido pasar Navidad y fin de año en una de las playas más bellas de Tailandia, Khao Lak, ubicada al norte de la costa de Phuket. Llegamos al Orchid Beach Resort el miércoles 22 de diciembre del 2004. Nos había costado mucho encontrar reserva por los festejos de fin de año y porque el resort había sido inaugurado dos días antes de nuestra llegada. Incluso vimos una de esas noches celebrar a los dueños del hotel con champán junto a la piscina.

La Navidad la pasamos muy bien, cenamos y al final, junto con el resto de huéspedes, fuimos a la playa para lanzar al cielo unos pequeños globos de aire caliente. La playa, la piscina, el fútbol y el pimpón habían copado todo nuestro tiempo hasta ese 26 de diciembre, día en que nuestras vidas cambiarían para siempre.

Globos al aire
Globos al aire

Era domingo y habíamos terminado de desayunar temprano. Quique, Simón y Tomás se habían metido a la piscina. Jugaban con una pelota amarilla que el día anterior le habíamos dado al más pequeño como regalo navideño. Yo, en cambio, me había acomodado en una de las sillas plásticas blancas junto a la piscina; tenía la intención de terminar una novela que tenía inconclusa: La Sombra del Viento. Lucas estaba cerca, podía escuchar su voz.

Un cuarto de hora antes de las diez de la mañana la tierra comenzó a temblar. El único sonido que se alcanzaba a escuchar era como el de una locomotora vieja. En esos segundos levanté la mirada y vi que el horizonte ya no existía, era solo un muro negro gigantesco de agua que se abalanzaba. Apenas alcancé a gritar a Quique para que tomara a los niños y vi cómo Lucas se zambullía en la piscina. De ahí en adelante todas las imágenes fueron oscuras. Creo que jamás podré reproducir fielmente el bramar de la tierra y el mar; era como si dos colosos chocaran sus cuerpos violentamente en una batalla de vida o muerte. La ola que nos golpeó era todo el mar sobre nosotros.

Primer impacto
Primer impacto

Fueron los segundos más terroríficos que jamás imaginé vivir. Todo estaba oscuro, el agua era viscosa y mientras me arrastraba, sentía que mi cuerpo chocaba contra las paredes del hotel, las rompía y traspasaba. Una herida, dos, cien; solo sangre y cuerpos sin vida flotaban junto a mí. Parecía todo como una película en cámara lenta. Conservo frisadas en mi memoria cientos de imágenes de muerte, incluida la de la luz al final del túnel. Yo la seguí, pues mis fuerzas ya no podían oponer resistencia.

La peor pesadilla fue al levantar la cabeza y sentir que estaba viva. Abrí los ojos y vi cómo por uno de mis costados pasaba velozmente una de las azoteas del hotel. Inmediatamente mi mente se transportó como un relámpago hacia los rostros de Quique y de mis hijos. Si yo estoy viva, ellos también -me consolaba-. ¡Fuerza María, tienes que vivir!

La bulla era ensordecedora, pero el sol brillaba en el cielo como si nada pasara en la tierra. Comencé a sentir de a poco los primeros síntomas de dolor. Los troncos, metales y demás escombros habían jironado mi cuerpo.

Aferrada a un tronco grueso de una de las pocas palmeras que permanecían de pie, hizo aparición una cabeza pequeñita, era la de Lucas, el mayor de mis hijos. Le grité con todas mis fuerzas y él inmediatamente se dio vuelta. Nunca olvidaré su grito al verme viva. Las batallas que libramos contra el agua para poder juntarnos fueron feroces… parecía por momentos que nuestros dedos ya se tocaban, pero con la misma fuerza con la que nos acercábamos, el maldito océano nos catapultaba aún más lejos. Al final, un colchón flotante fue nuestro refugio. Mientras flotábamos, mi pequeño no paraba de gritar: «¡Mamá todos nos vamos a morir!». Sacando fuerzas, sabe Dios de dónde, le dije: «¡Lucas, tú y yo no nos vamos a morir!». Por debajo, por nuestras piernas, sentíamos cómo nos golpeaba la propia muerte; por arriba, en cambio, solo las copas de los árboles nos hacían compañía.

La ola golpeando
La ola golpeando

Cuando el tsunami decidió retirarse hubo otro momento de pánico. Así como entró el agua a tierra tenía que regresar a su sitio: furiosa, demente, asesina. A varios de los sobrevivientes que alcanzábamos a ver, el mar se los tragó en reversa. Ese tiempo fue para nosotros infinito. Lucas y yo estábamos abrazados a otra palmera. Le decía que se sujetara como si fuera una hojita más, a ver si así logramos engañar al mar. Luego de varias horas, el nivel del agua bajó y yo pude tocar con mis pies el suelo. Fue solo en ese momento cuando comenzamos a caminar selva adentro, hacia donde yo creía estaba el poblado más cercano.

Luego de la ola
Luego de la ola

«¡Mamá, estás sangrando, tienes un hueco en tu pierna!», gritó tras de mí Lucas, horrorizado. La herida era muy grave. Al parecer la rama me había atravesado la pierna. Solo sentía la tibieza de mi sangre al correr hacia mi talón. A Lucas la herida le provocó náuseas pero se controló con valentía. Mi ropa estaba destrozada y uno de mis senos había quedado expuesto; improvisé enseguida un remiendo y seguimos caminando.

«¡Dios mío, sigo viva!», pensaba. Por miedo a que algo nuevo volviera a pasar, nos encaramamos en la copa de otro árbol. Hasta hoy no entiendo cómo logré subirme a él, jamás de niña habría podido hacer algo así, el árbol era enorme y yo estaba destrozada, muy malherida. Horas después escuchamos a lo lejos: «¡Help, help!». Era un niño pequeñito.

Desde arriba no lograba identificar de dónde provenía el angustioso lamento. Lucas me suplicó que no me bajara del árbol, pero lo único que supe decirle fue: «Imagina que fuera tu hermano Simón el que está ahí pidiendo ayuda y que nadie lo ayudara». Por el tono de voz, parecía, precisamente, que era un niño muy chiquito, de la edad de mi Simón. Luego supimos que no. Era Daniel y estaba atrapado entre ramas, a los pies de una palmera, enredado y herido entre escombros y vegetación muerta. Lucas me ayudó a rescatarlo y nuevamente subimos al árbol. Esta vez casi no lo logré, mi pierna ya no respondía, pero con la ayuda de los dos pequeños logré subir nuevamente. Daniel me acariciaba la cara y el mayor dolor que yo sentía en ese momento era que moriría frente a mi hijo, que él iba a quedar solo. «¡Mamá, prométeme que no te vas a morir! ¡Prométeme que vas a estar bien!», me rogaba. Yo sabía que haría todo lo posible, pero decidí explicarle lo que debía hacer si es que yo moría. Era así o moriríamos los tres. Le expliqué hacia dónde quedaba el mar y hacia dónde creía yo que estaba la aldea.

«Si me llega a pasar algo, toma de la mano a Daniel y vayan juntos caminando hacia la aldea», le ordené a Lucas, mientras arañaba con todas mis fuerzas una rama para aguantar el dolor.

Luego de varias horas en el árbol, un ángel tailandés llegó a nosotros. Un hombre viejo, de barba y pelo blanco, me cargó hasta el primer hospital en el camino. No recuerdo mucho de ese viaje. La pérdida de sangre me había sumido en la inconsciencia casi total. Entre sueños recuerdo que me subieron sobre una vieja puerta de madera azul y sobre ella me transportaron.

Los días en el hospital tampoco fueron nada fáciles: la cantidad de heridos regados en pasillos y salas superaba infinitamente sus capacidades. Durante los dos primeros días debieron operarme dos veces, primero del abdomen y luego de la pierna. Yo soy médica y temía que me diera gangrena en la pierna. Mi hijo pasó sentado junto a mí. Se me partía el alma al verlo ahí, herido y angustiado por mí, así que se me ocurrió que sería buena idea que ayudara a otras personas que podrían necesitarlo. Mi pequeño Lucas, de un día a otro, se volvió todo un hombre. Lo terrible fue que durante uno de sus viajes de auxilio, me movieron de lugar y confundieron los partes médicos. Cuando Lucas llegó, mi puesto lo ocupaba otra persona y él pensó que yo había muerto. Pero otro ángel tailandés asomó, esta vez encarnado en una enfermera que se acercó a mi hijo y al ver su desesperación, lo ayudó a buscarme. Al final logramos encontrarnos.

Dos días después ocurrió el milagro mayor. Entre las cortinas que separaban las camas vi una silueta familiar… ¡Era Quique, junto a Simón y a Tomás! ¡No habían muerto! ¡Yo no lo podía creer! Al fin, luego de tantos días de dolor y tristeza, estábamos juntos y otra vez Lucas fue el héroe, él fue quien vio a su padre recorrer los pasillos del hospital. Con Quique cerca, pensé que podía morir tranquila, mis hijos no quedarían solos. Cuando quise despedirme de él y pedirle que cuidara bien a los niños, me respondió: ¡Mira, yo no he venido hasta aquí para esto, así que por favor cállate! Días después nos encontrábamos en un avión ambulancia rumbo a Singapur.

-Quique, esto se ha acabado…

Molesto, él nuevamente me recordó que no se había acabado nada. Le miré a los ojos y le pedí que se diera vuelta y que viera el suero que me habían puesto.

-Mira, Quique, ¡esto es lo que se ha acabado!-. Por primera vez en semanas logramos reír. Desde entonces jamás nos decimos hasta luego, solo adiós.

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El tsunami del 2004, cuyo epicentro fue en Sumatra, cobró la vida de 230.000 personas de 14 países. El desnivel repentino de los fondos marinos desplazó enormes volúmenes de agua, dando lugar al tsunami más fuerte y devastador que la historia tenga registro, sus olas alcanzaron una altura de entre 24 y 30 metros. La Sociedad Tsunami informó que la energía total de las ondas del tsunami fue equivalente a cerca de cinco megatones de TNT. Esto es más del doble de la energía total de explosivos utilizada durante toda la Segunda Guerra Mundial (incluyendo las dos bombas atómicas).

María estuvo en Ecuador la semana pasada… este es un pequeño homenaje a su valentía.

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