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Piedra sobre piedra. Relatos desde Nepal

Entrada al Hyatt Regency Hotel. Imagen cedida por Neha Rathi.
Entrada al Hyatt Regency Hotel. Imagen cedida por Neha Rathi.

RELATO DOS

Un silencioso pánico

Por Neha Rathi – 28 de abril de 2015 – 22:14

(Colección y traducción de historias por Andrea Almeida Villamil / @aavillamil*)

Estuve en Nepal asistiendo a un taller de tres días. La sesión de la jornada trataba sobre el matrimonio infantil. De pronto, el terremoto nos golpeó. Minutos antes había tomado una pausa para ir al baño, y apenas halé la puerta para abrirla, se fueron las luces y la tierra empezó a temblar. Era un movimiento fuerte, de los que te lanzan al piso. Intenté caminar en medio de la absoluta oscuridad y llegué como pude al corredor, donde esperaba encontrar a mis colegas. Uno de ellos estaba resguardándose junto a una pared. Me agarré de él, quien a su vez se sujetaba de otro. Ellos pensaron que era un ataque terrorista, que estaban bombardeando el edificio. Pero, pronto supieron que se trataba de un gran terremoto.

Dejé todo atrás y en ese preciso segundo empecé a correr por mi vida, temiendo que el edificio colapsara. Con toda la energía que reuní, grité fuerte y me dirigí a la puerta que daba al jardín. Empezaron a caer piedras y bloques de cemento. Mi mente sabía que había que correr para salvarse. En medio de la incertidumbre y el pánico, mi cuerpo solo lo hizo. Son segundos nebulosos en mi memoria. Recuerdo haber gritado tan fuerte como pude y correr a la salida. Mis colegas me dicen que grité “¡corran, corran!”, y que eso los ayudó a asimilar lo que estaba pasando, que los impulsé a correr hacia la salida. Finalmente, reunidos en el jardín, nos masajeábamos el estómago con las palmas… tratando de encontrar calma, balance. Los temblores, las réplicas continuaron durante mucho tiempo. Los huéspedes del hotel corrían por las inmediaciones. Nos quedamos sin internet y sin líneas telefónicas.

Enseguida nos pidieron que abandonáramos el jardín, porque estaba demasiado cerca del edificio. El personal del hotel estaba herido, especialmente el equipo de la cocina. Habían sufrido cortaduras y sangraban profusamente. Nos dirigieron hacia las canchas de tenis y permanecimos ahí. Acampamos bajo cielo abierto durante seis horas. Los trabajadores del hotel nos trajeron todo lo que pudieron encontrar para comer y agua. Los heridos eran también atendidos. Aunque los temblores continuaban, de alguna manera nos sentíamos a salvo. En un momento, el personal nos trajo pasteles: toda la repostería y comida preparada que pudieron encontrar. Habíamos pasado ya mucho tiempo afuera.

Cerca de las seis empezó a hacer frío. Parecía que iba a llover. El administrador anunció que nos trasladaríamos al lobby del hotel. Ahí, entonces, pudimos evaluar la verdadera situación. Muchas paredes y techos estaban agrietados. En algunas partes, el piso estaba fisurado. Las baldosas se salieron de su lugar. El equipo del hotel trató de mover algunos escombros, demostrando ser de gran ayuda y tener una gran paciencia. Pero aún no nos percatábamos de la dimensión del daño allá, en el exterior. Solo podíamos especular.

Al inicio, oímos que 300 personas habían fallecido en la ciudad, que la Torre Dhararha y que la Plaza Bhaktapur Durbar  -ambos sitios que programaba visitar al siguiente día- estaban destruidas. Nos comunicaron que podíamos ir a nuestras habitaciones -aunque no era recomendable- para tomar nuestros objetos personales y que regresáramos de inmediato. Necesitaba mi cargador de celular, así que subí las gradas y empaqué lo esencial en mi mochila; luego, corrí. Fue un error ir sola a la habitación. Las escaleras, los corredores, todos tenían daños y había grandes grietas en las paredes. Era una escena espeluznante que se acentuaba con los movimientos que ocurrían cada hora. Una vez de regreso, traté frenéticamente de llamar a casa. Al fin, hubo señal de internet. Pude enviar algunos mensajes y postear en Facebook que me encontraba a salvo. La gente del hotel sirvió comida en la mesa. Hicimos fila para tomar platos de papel. Seríamos aproximadamente 400 personas, todos hambrientos, cansados y en fila para recibir nuestra porción.

Por segunda ocasión volvimos a nuestras habitaciones. Esta vez fuimos en grupo con mis colegas, para tomar mantas, almohadas, el resto del equipaje. Claro, también se vació el minibar. Usamos las cobijas como colchón y como mantas. Sería difícil dormir esa noche. Los temblores seguían. Algunos fuertes, otros leves, pero con cada sacudón sentíamos que lo peor estaba aún por venir. Traté de dormir, pero me fue imposible. Un intenso mareo nos acompañó todo el tiempo. No se puede tomar una siesta cuando tienes que estar listo para correr en cualquier momento.

Cerca de la medianoche, algunos decidimos trasladarnos de nuevo hacia los jardines. Dormir en el césped sería una mejor opción, pues así eliminaríamos la ansiedad de tener que salir corriendo. Pero tampoco pudimos descansar ahí. Una serie de fuertes temblores empezó a sacudirnos. Me era difícil identificar si de verdad ocurrían o si era mi mente la que me tendía una trampa. Cuando los pájaros se alborotaban y los perros aullaban, tenía mi señal de temblor. Pronto, empezó a llover así que debimos retornar (con maletas, almohadas y cobijas) al lobby. Estaba tan lejos. Estábamos tan cansados. Y todo esto ocurría mientras trataba de llamar o enviar un mensaje a casa. La red no estaba disponible. Empezaron a llegar noticias del número de víctimas, reportes de que se esperaban más terremotos. De vez en cuando, el internet funcionaba por cinco minutos, tiempo valioso para enviar mensajes. Descubrí que mis amigos y familia habían creado un grupo en Whatsapp y estaban compartiendo reportes sobre mi estado. Tratábamos de dormir, también de permanecer alerta. El lobby temblaba. Los niños lloraban y sus padres se angustiaban. Con cada réplica, nos levantábamos y corríamos para llegar a la salida, para enseguida darnos cuenta de que ya había pasado el movimiento y retornar a nuestros lugares. ¡Pánico! La mente y el cuerpo lo pueden soportar, pero queda ese profundo temor que provoca la incertidumbre.

La mañana siguiente nos la pasamos tratando de encontrar formas de llegar al aeropuerto para tomar nuestros vuelos. No había servicio de taxis. Por fortuna encontramos uno. Las predicciones de un nuevo terremoto nos acompañaban. Para esperar, todos salimos a los jardines. A las 12:30, con otras cuatro personas, salimos por fin rumbo al aeropuerto. El recorrido fue caótico, accidentado, un completo desastre, pero llegamos.

Una fila que avanzaba a paso de tortuga para el check in nos esperaba. Estábamos en la mitad, cuando el segundo gran temblor tuvo lugar. Algunos de los miembros del personal de las aerolíneas dejaron sus puestos abandonados y escaparon. ¡Me aterroricé! Mi corazón latía demasiado fuerte. Era obvio que si las paredes y el techo colapsaban, quedaríamos atrapados. Si la multitud empezaba a correr hacia la salida, estaríamos en el medio de una estampida. En ambos escenarios -estaba segura- no habría forma de escapar. Estaba con tres compañeros, dos de EEUU y uno de India. Tratamos de permanecer juntos, sujetando nuestro equipaje, bamboleándonos con el edificio. Segundos más tarde, se fue la luz. Algunos pasajeros entraron también en pánico y corrieron hacia la salida. Mi corazón seguía asustado y latía más rápido. Otra vez esa idea: no había manera de escapar del pequeño aeropuerto. Cuando se siente la muerte cerca, las prioridades se aclaran. Llamé a casa, pero no pude conectarme, a pesar de mis numerosos intentos. Dejé un mensaje en las notas de mi celular: “I love you all”. Un silencioso pánico. La invasión de la tristeza. Decir a todos, especialmente a mi familia, que los amo. En esos pocos segundos sentí que todo estaba por terminar. Pero, los temblores disminuyeron. Finalmente, pude hablar con mi hermana y con mi madre. Un pasajero europeo, que estaba en la fila paralela, miraba a la distancia cómo yo intentaba ocultar las lágrimas tras mis lentes. Con sus gestos me decía que todo iba a estar bien. Con mi cabeza, yo asentía. Le sonreí de vuelta.

Finalmente, nos entregaron nuestros pases de abordar. Pasamos la seguridad. Pero todos los vuelos habían sido suspendidos en el aeropuerto de Katmandú, que no estaba operando ese día. Miles de pasajeros estaban varados. Salimos por las puertas de abordaje y había más gente ahí, sentada en el piso, esperando. Hambrientos y confundidos. La sala de espera estaba tan llena que nos sentamos en la pista. En ese momento vimos un avión de la Fuerza Aérea de la India, que había aterrizado hacía poco. ¿Podríamos abordar este avión? ¿Nos permitirían hacerlo a quienes teníamos el check in en aerolíneas comerciales? Los oficiales le aseguraron a mi colega que todos subiríamos a ese avión. Me sentí aliviada.

Esperamos en la larga fila por ¡otras siete horas! Abordamos el avión a las 7:30. Se dio preferencia a los heridos, a los ancianos y a los niños. Luego, subimos mujeres y hombres. Sentados en el piso de la nave, estábamos 325 personas. Los oficiales trataron de acomodar a tantos como pudieron. Después de las instrucciones, y una hora con treinta minutos más tarde… llegamos a Delhi. Mi equipaje sigue en Nepal.

Tengo la continua impresión de que la tierra tiembla. Estoy deshidratada. Mi esperanza es que Nepal pueda restaurar su normalidad, que cada vez más y más desconocidos se atrevan a ayudar, que nos demos confort unos a otros.

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*Andrea Almeida Villamil (Quito, 1980). Editora. Correctora de Estilo. Traductora. Tiene a la Mujer con los 5 elefantes en la mira. Licenciada Multilingüe en Relaciones Internacionales, con una Diplomatura en Periodismo del Desarrollo. Estudiante de Psicología Clínica. Se declara amante de las lenguas y de los juegos de palabras.