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Los temblores o los ojos de Medusa

Desde el 16 de abril pasado, los ecuatorianos no somos los mismos. Como diría el mexicano Juan Villoro, luego de vivir el terremoto de Chile, es como si hubiéramos incorporado un sismógrafo en nuestro cuerpo. Los poetas han vertido tinta acerca de sus experiencias con la actividad sísimica del planeta. Paul Hermann, en su #PatenteDeCorso recuerda a algunos vates telúricos y habla de nuestros temblores recientes.

Foto: Diego Cazar Baquero

#PatenteDeCorso

Por Paul Hermann 

El terremoto de Manabí y Esmeraldas lo partió todo, incluido el modo en que ahora sentimos los temblores. Es como si nuestros oídos hubiesen sustituido sus tímpanos por estetoscopios con los cuales escuchar los latidos de la tierra; como si el miedo hubiese hecho metástasis; como si nos hubiesen espinado la calma.

Los movimientos y la tierra devastada han exprimido la savia más profunda de los poetas: Neruda, poeta telúrico a fin de cuentas, describió el terremoto de Chile de 1960 con metáforas ecuestres, uno de sus temas recurrentes: “Otra vez, otra vez el caballo iracundo patea el planeta (….) otra vez la herradura en el rostro”.

Violeta Parra padeció el mismo terremoto en un hotel de Puerto Montt. Lo describió a su manera, es decir, con una décima: “Estaba en el dormitorio / de un alto segundo piso / cuando principia el granizo / de aquel feroz purgatorio; / espejos y lavatorios / descienden por las paredes. / ‘Señor, ¿acaso no puedes / calmarte por un segundo?’ / Y me responde iracundo: ‘Pa’l tiburón son las redes’”.

El héroe libertario cubano José Martí fue testigo del terremoto que en 1886 destruyó Charleston (Carolina del Sur), y narró los sucesos muy a su manera, esto es, estableciendo un nexo entre la destrucción y las desigualdades sociales: “Y ¡hoy los ferrocarriles que llegan a sus puertas se detienen a medio camino sobre sus rieles retorcidos, partidos, hundidos, levantados; las torres están por tierra; la población ha pasado una semana de rodillas; los negros y sus antiguos señores han dormido bajo la misma lona, y comido del mismo pan de lástima, frente a las ruinas de sus casas, a las paredes caídas, a las rejas lanzadas de su base de piedra, a las columnas rotas!”

El temblor nos desordena los latidos y nos descompone el estómago, nos endurece las arterias y nos humedece las manos, nos quiebra la voz. Nos asomamos a él como un acrófobo al precipicio; como un claustrófobo al túnel; como un aracnófobo a una tarántula.

Hace unos días estuve en un almuerzo. Al terminar hicimos sobremesa bebiendo café y conversando. Como a la gente, dice Stephen King, le gusta que la asusten,  una mujer se aventó dos que tres historias de fantasmas que le pusieron los pelos de punta al más templado, pero solo sentimos verdadero terror cuando empezamos a contar las historias de locura y de muerte que vivieron los habitantes de Manabí y Esmeraldas.

Todo es truculencia cuando se habla de los retortijones de las tripas de la tierra.

Un temblor es un aleph, o el lugar al que Borges definía como todos los lugares del orbe visto desde todos los ángulos, con una aclaración: el temblor es todos los  lugares horrorosos, vistos desde todos los ángulos. El temblor es la cara de la Medusa, aquella que nos vuelve piedra.

Los temblores son como Pavlov y nosotros como sus perros. Apenas nos agitan la jaula sentimos como si tuviésemos un puñado de arena en la boca. La diferencia es que para recompensarnos, la tierra no nos avienta un hueso;  simplemente deja de temblar, mientras las sirenas de los autos siguen cortando la calma.

El temblor es lo indecible, el temblor es lo impensable, el caos puro. El temblor es tener que enfrentarse, a puñetazos y en media calle, a un gigante armado con un cuchillo, con la diferencia de que en esta riña nadie vendrá a salvarnos.

El temblor no es la ceguera blanca de la que hablaba Saramago; es la ceguera negra, la promovida por las tinieblas. El temblor es el mordisco de un murciélago rabioso. Es, a medianoche, un bombardeo.

La lluvia se filtra por las fisuras de los temblores. Los gritos se escurren por la hendijas de los temblores. Los cuerpos resbalan, ruedan, descalzos por las escaleras de los temblores.

Los temblores zumban, resuenan, ejecutan una siniestra sinfonía de estructuras; estas se sacuden, a compás de cuatro cuartos, o dos cuartos, al tempo del death metal.

El temblor es el socio violento de la ley de la gravedad; la vendetta de la naturaleza; el rastro de plumas que deja un pájaro despavorido; estruendo de pasos;  desfile de ropa de cama por la avenida; olor a miedo.

No hay brújula en el temblor. No hay reloj en el temblor. No hay GPS ni inclinómetro ni instrumento alguno. Un temblor es una asfixia; un no poder salir a flote en medio de una ola interminable; un caerse de la escalera. Un temblor es eterno. Mientras dura podemos hacer retrospectiva de la película de nuestra vida.

En el temblor el hombre calla y el perro aúlla. En medio del calor, el hombre se congela, se quiebra como estalactita, y los objetos tiritan.  

Hace tiempo que la canción de Cerati El temblor, se convirtió en un lugar común.

Unos dicen que los presienten porque la atmósfera se pone densa. Hay quienes aseguran que escuchan crujir la tierra y otros que perciben algo así como un zumbido. Hay ateos que rezan y católicos que maldicen; hay gente con sangre fría que resuelve retar a las leyes de la física quedándose bajo techo, y miedosos a quienes que les castañetean los dientes ante el más ligero movimiento.

Hay graciosos que se toman las cosas con humor y apenas los barómetros dejan de temblar, hacen memes: muestran a alguien que se ha acostado con casco, traje antiflama, una botella de agua y una linterna, pero que dice estar “casual”, esperando las réplicas.

Hay quienes llaman por teléfono a sus seres queridos y otros que exorcizan sus demonios escribiendo mensajes en sus cuentas de Facebook.

Nos hemos vuelto adictos a las agüitas de viejas, al café que nos mantiene alertas: en sus marcas, listos… Hemos aprendido a vivir con una maleta en la puerta; a vestirnos más rápido que los reclutas; a acampar en el jardín, bajo las estrellas. Hemos dejado de bañarnos por temor a que un sacudón de cuatro o más grados nos sorprenda jabonados, con champú en las dilatadas pupilas.

Nos hemos puesto tribales; alguien, en tono de humor, pedía que se sacrificara al presidente para que los dioses de la tierra se calmaran.

Nos hemos vuelto desconfiados; creemos que los sismos se deben -en estos tiempos de proselitismo político- a que se están explotando inmisericordemente las minas del norte de la capital para reconstruir Manabí y asegurar los votos de sus pobladores.

Y todos nos hemos vuelto paranoicos; basta que alguien mueva el sofá o la cama para que nos pongamos lívidos, arrojemos el canguil por los aires. He visto a cajeras de banco perder las cuentan a causa del camión que hace vibrar los vidrios, y los nervios.

Nos preguntamos cómo se destruirán las casas, dónde podríamos pararnos para que el paradójico coloso de concreto que construimos para vivir no nos cause la muerte.

La poeta mexicana Mirta Yáñez exorcizó el dolor del terremoto que su país sufrió en 1985 con versos que remiten a los elementos naturales: “la ciudad desfallece / bajo el quinto sol, / no la castiga el agua, / ni el tigre, / ni la furia del viento, / ni tan siquiera el fuego ardiendo / en el plumaje sagrado / del crepúsculo, / sino el socavón / de sus entrañas”.

José Emilio Pacheco, el autor que nos ayudó a comprender que ya somos todo aquello que odiábamos cuando teníamos veinte años, también poetizó sobre el terremoto desde un punto de vista más social y humanista: “Pero no hay juego. / Solo personas que se mueren, / gente que ha muerto, / seres humanos / que si salieran vivos / del tormento entre escombros / habrían dejado entre el montón / de ruinas / brazos y piernas”.


Paul Hermann (Quito, 1973) estudió Comunicación Social en la Universidad Central y Estudios de la Cultura con Mención en Literatura Hispanoamericana en la Universidad Andina Simón Bolívar, en Quito. Ha sido editor de las revistas La Casa y Casa Palabras. Editó la sección Cultura de diario El Telégrafo. Ha colaborado con publicaciones comoCartónPiedra y Gkillcity. catedrático universitario y autor de los libros de cuentos: Puntos de Fuga (2001) y Cazador de Brujas (2008); la novela: El Danubio Azul (2012), y el libro de entrevistas: Patente de Corso (2012). Cuentos de su autoría forman parte de diversas antologías. Ha participado en las ferias de libro de Ceará, Brasil (2009); Caracas (2010), y Quito (2013).