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Testimonios manabas después de un terremoto

La prueba mayor para un ser humano es cuando debe levantarse. Los pueblos afectados por el terremoto del pasado 16 de abril son la muestra de que la dignidad y el optimismo valen más que la fuerza física y que cualquier decisión desde el poder. En esta primera entrega hablan algunas voces manabas. ¡Así es Manabí!

Ramón Mendoza, el dueño de La Casa de los Cachos.

Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar

La Casa de los Cachos

En la vía que va desde Portoviejo, la capital manabita, hasta el pueblo de Charapotó, está el poblado de San Eloy, perteneciente al cantón Rocafuerte. Ahí se levanta La Casa de los Cachos o El club de los cachudos. Algunos han oído hablar del lugar en los noticieros amarillistas o han leído algo sobre este sitio en esos tabloides que exudan sangre. Los manabitas han convertido a La Casa de los Cachos en una atracción para quien recorre Manabí.

Ramón Mendoza se salvó de la muerte el 16 de abril. El techo de La Casa de los Cachos cayó sobre su cama y la aplastó. “Imagínese si hubiera sido más tarde, dormido me hubiera agarrao”.

Dos semanas después, él levanta la mano y la hace surcar entre la oscuridad de una noche de viernes. Se asoma por la vereda de enfrente, saluda y cruza la vía al trote. Si hay una razón por la que Ramón es querido por los lugareños es porque en Manabí –tierra de machos para muchos de sus hijos– dejarlo todo por vanagloriarse de ser cachudo tiene un mérito incalculable. Ramón, no contento con eso, decidió fundar esta especie de templo donde juntar a otros cachudos como él.

–Verdaderamente, a la señora que yo tuve la encontré con mi amigo… –me cuenta, mientras juguetea con dos cascos cornudos entre sus dedos. Sonríe a medias. Es como si estuviera contando su propia broma.

–¿Cuándo ocurrió eso? –le increpo, luego de que se alarga relatando las innumerables veces que lo han entrevistado para que cuente su historia.

–Hace unos 20 años. Ahora ella vive como de aquí a un kilómetro…

–¿Quién, su exmujer?

–¡Sí! No la tuvo ni un mes el hombre…

–¿Ya no volvieron nunca más ustedes?

–No, no, no, ya desde entonces me quedé solito, ya tuve miedo. ¡Ya ahí para qué! He pasado mi vida solo. Mejor así.

La fachada de La Casa de los Cachos –una estructura de caña y madera– ha quedado intacta después del sismo. Solo adentro quedan regados algunos pedazos de concreto y hojas de cinc que alguna vez fueron paredes, techo y tumbados. En esa fachada los visitantes inscriben sus mensajes recordando a las infieles. Pero uno de ellos prescinde de eso y mejor opta por el proselitismo: “Ramoncito Presidente”.

Con 59 años, Ramón Mendoza tuvo que volver a casa de su madre, una mujer de 87 que acomodó un rincón para que durmiera su hijo, el club de los cachudos espera su pronta reapertura.

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La merienda interrumpida

En Jama, José Estenio Medina prepara el terreno para la reconstrucción de su taller de carpintería, Los Tres Josés.
En Jama, José Estenio Medina prepara el terreno para la reconstrucción de su taller de carpintería, Los Tres Josés.

El taller de carpintería Los Tres Josés se vino abajo la tarde del terremoto. Con el rostro lleno de polvillo de madera, José Estenio Medina balancea el cabezal de un rastrillo rojo entre las manos. Han pasado catorce días desde que la tierra se sacudió y él no recuerda algo parecido en sus sesenta años de vida. Ahora, junto a su hijo José Andrés –un tímido muchacho de 18 años–, está levantando los restos. Los reúne. Separa lo que aún sirve y desecha lo que ya no tiene compostura. Por ahí se ve la máquina serradora que por fortuna solo ha quedado algo doblada, “pero hay que arreglarla, pues”.

Confundiéndose con el rugido del motor de una volqueta cargada de escombros, Estenio agarra confianza, deja a un lado su labor y se queda de pie sobre maderos quebrados y latas de laca ya vacías: “Estábamos esperando que la doña nos iba a servir la merienda –relata, rayando garabatos en al aire con el rastrillo, sacudiéndose el pelo–. Yo estaba en la punta de una mesa. El chiquillo de tres años estaba del otro lado. Estábamos ahí conversando cuando en eso viene y todas las paredes caen hacia adentro. Cuando comenzó tin-tin-tin las ventanas. Los vidrios primero se rompieron y de ahí, el niño pequeño acostumbra a comer en la silla, y más arriba otra sillita para poder alcanzar en la mesa, ¡y ese día no! La mesa le daba por aquí, asííí –Esenio marca una lenta línea invisible a la altura de su mentón–, asííí… y cuando comenzó el movimiento él lo que hace es ¡ruuuggg! –hace como si se deslizara debajo de la mesa que ya no está ahí, que ya ha de ser basura– y el otro muchacho se queda privado…”. La “doña” es su suegra, la mujer que no alcanzó a llegar debajo de la mesa que salvó a los demás. Un ladrillo rozó su cabeza y le abrió una herida por donde la sangre se dio a la fuga. Cuando el movimiento paró, Estenio se quitó la camisa y le cubrió… “Uno a uno los fui sacando a todos…”.

Con la alerta del tsunami que llegó al día siguiente a Jama –aun cuando las autoridades lo habían descartado–, miles de sobrevivientes salieron despavoridos a buscar loma. El cementerio del pueblo, que es el punto más alto y más cercano, enseguida recibió a un montón de desesperados manabitas que se abrigaron bajo una garúa fría, buscando qué comer, sin la merienda que había sido interrumpida.

“Por lo pronto, vamos a hacer una ramada ahí para ir construyendo el taller poco a poco –Estenio señala el solar contiguo, que ya ha sido barrido–. Ya mi mujer dice que no quiere saber nada de una casa de dos plantas, solo una villa, dice, pero de madera”. Mientras tanto, el tercer José (José René) ha albergado a la familia en su terreno que está monte adentro. Allá no ha llegado la ayuda humanitaria en las mismas proporciones que a los principales albergues y centros de acopio de la zona devastada. “Si se retiraron al campo no recibieron ayuda –explica–… Pero allá estamos felices”.

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Un oficio necesario

Bernardo Torres, veterinario retirado y dueño de una funeraria, quiere quedarse en Pedernales junto a su familia.
Bernardo Torres, veterinario retirado y dueño de una funeraria, quiere quedarse en Pedernales junto a su familia.

Hace 35 años, Bernardo Torres llegó a Pedernales desde su natal Calceta. Tenía 26 años. Su joven esposa, María Dolores G., había ganado un puesto de maestra de escuela y él –un médico veterinario con un amplio futuro enfrente– decidió renunciar a su cargo en el Instituto de Higiene Leopoldo Izquieta Pérez y acompañarla. En Pedernales fue el primero en su oficio, así que juntos pudieron formar familia y hacerse de una casa en donde han vivido desde entonces. Ya entrado el siglo XXI, Bernardo, aquejado por la diabetes y la hipertensión, se sometió a diálisis y decidió dejar la veterinaria y dedicarse a algo que conocía desde niño. “El negocio de la funeraria se podría decir que es herencia, porque mi padre tenía también la funeraria en Calceta y con eso nos crió también”. En Manabí, la funeraria es el negocio encargado de vender ataúdes, no como en la mayoría de ciudades serranas de Ecuador, donde una funeraria es, más bien, la sala de velaciones.

La Funeraria Torres, junto con otra más, a dos cuadras y media, eran los únicos negocios abiertos en Pedernales dos días después del terremoto. Con los años colgando de su rostro y una tristeza que no quería dejarse ver, Bernardo reconoció que esos dos días vendió cajas mortuorias por 150 dólares. Algunas de ellas sirvieron a ciertas familias a las que les urgía llevar los cuerpos de sus seres queridos hacia otras ciudades para darles sepultura. “Eso cuestan las normales, sin servicios (funerarios)”, decía Bernardo, levantando un poco el tono de voz para hacerse oír entre las sirenas que aún chillaban afuera. Horas después de la catástrofe, empezó a vender ataúdes como nunca antes. En dos días, había vendido ya más de cincuenta, 40 de ellos eran cajas copa y algo más de diez eran ataúdes lineales con herraje. Los primeros costaban antes del sismo entre 250 y 300 dólares y los lineales alcanzaban los 500 dólares. Pero, “a todas les fui rebajando los 200 dólares que se cobra por funeraria, por salir a las casas”.

La tarde del terremoto, Bernardo estaba en el piso de arriba de su casa, con su esposa, una de sus hijas y dos nietos. Durante el primer sacudón no salieron, pero con el segundo saltaron hasta quedar bajo el umbral de una puerta, vieron caer una pared y pudieron oír los gritos de la gente corriendo por las calles. “Ha sido el momento más terrible de mi vida en 61 años que tengo”, confesaba Bernardo, mirando a su familia, que departía nerviosa en el porche de la casa.

Su vivienda soportó, y aunque solo dos paredes del tercer piso se desplomaron, él se retiró temporalmente a la casa de un hijo, “que está a 58 metros sobre el nivel del mar”. Desde entonces, los miembros de la familia hacen turnos para cuidar la casa allá abajo, en una Pedernales demolida. “Con el resto del pueblo, siento una gran pena… tristeza… Sin embargo, yo sigo quedándome, aquí porque estas cosas suceden en cualquier parte del mundo, y vaya donde me vaya tengo el riesgo de que me vuelva a suceder esto. Lo que hay que tener es fuerza y voluntad para volver a levantarnos como cuando llegamos”.