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El juego de una visa a EEUU

Nadie en el mundo goza de la libertad total para ir de un país a otro, aunque los gobiernos se jacten de que promueven la libre movilidad humana. La mayoría de habitantes del planeta sabemos que eso es mentira. Pero viajar a EEUU ha sido siempre una de las mayores odiseas del mundo moderno. Gabriela Yépez nos cuenta su propia experiencia al intentar una visa desde Quito hacia la nación que se hace llamar 'tierra de libertad'.

Por Gabriela Yépez Díaz

Mientras esperaba en la fila veía a las personas que salían de la embajada estadounidense. A manera de juego, trataba de descubrir por sus gestos si les habían otorgado la visa; de adivinar si los oficiales del gobierno norteamericano en Ecuador habían admitido que pisaran sus tierras.

Resulta difícil creer que alguien tenga que hacernos una entrevista y, según lo que digamos o callemos, juzgar si somos potenciales migrantes ilegales o simples turistas. En perspectiva, eso es un atentado contra nuestros derechos milenarios de desplazamiento a voluntad por el planeta que se supone es de todos.

Primero, salió una familia. Madre y padre estaban detrás de sus dos niñas, quienes a juzgar por sus faldas largas asistían a un colegio religioso. La más pequeña caminaba dando cortos brincos; la más grande regresaba a ver a su padre y avanzaba con una gran sonrisa —a la que le faltaban un par de dientes—. No tuve dudas: habían obtenido la visa.

Luego, salió un joven alto con una camisa a rayas rojas y azules, que hacía pensar en la bandera de Estados Unidos… Pensé que esa camisa no fue elegida al azar. Su rostro no mostraba ninguna expresión, así que me costó adivinar.

Más adelante en la fila, vi a una pareja joven. La mujer, con un rostro serio y los brazos cruzados, caminaba de prisa y el hombre intentaba alcanzarla sin éxito. Ella parecía molesta. ¿Diría él algo incorrecto?

Decidí terminar con el juego pues dentro de poco estaría yo misma en esa situación. ¿Con qué rostro estaré? ¿Saldré dando brincos? ¿O, con los brazos cruzados?

Para la cita es requisito asistir con una hora de anticipación y con el pasaporte en la mano, tomar un turno y unirse a la fila. El guardia entrega una canasta donde se debe dejar el celular, las monedas, las llaves y los objetos metálicos. En la primera puerta, uno pasa por un detector de metales. Al lado izquierdo del detector hay cuadros de expresidentes. Yo solo reconocí a Barack Obama. El siguiente paso es la toma de huellas digitales. Y enseguida, otra fila para enfrentarse con la hora de la verdad.

Inicié otro juego: oír las entrevistas, cotejar respuestas y, según el resultado (aprobación o rechazo), aprenderlas o eliminarlas.

La sala de entrevistas parece un banco —por las ventanillas y la larga espera— y también parece una sala de emergencias —por las sillas enfiladas y las caras de angustia—. Se respira tensión. La misma tensión que sentía cuando esperaba a que el profesor pasara la nota final de la materia en riesgo, o la de las primeras entrevistas de trabajo.

Hasta que la pantalla marcara mi turno, repasaba lo que diría: “Viajo por turismo a Miami”, “viajo con mi familia”, “sí, he viajado antes”. Vi pasar todo un desfile. En el cuarto, todos podíamos oír la sentencia: “aprobado” o “negado”. Como en el colegio, cuando el profesor me disparaba una ráfaga de preguntas y, frente a los compañeros, finalmente me felicitaba… o me reprobaba.

Pasó una pareja con un niño pequeño en brazos. Les preguntaron a qué se dedicaban, dónde trabajaban y cuánto tiempo. El hombre respondía diligentemente: en el Municipio, por 10 años. Es un empleado público, con varios años de trabajo, va de paseo con su familia, pensé; seguro se las dan. Dos segundos después, se escuchó una voz gruesa: ¡su visa ha sido negada! En sus rostros se asomó el estado de shock.

Siguió una señora de unos cincuenta años, elegante, con su cabello cepillado, bien maquillada. Le preguntaron si había viajado antes y ella nombró alrededor de diez lugares. De inmediato, se escuchó: su visa ha sido aprobada. Yo había viajado tan solo a un lugar fuera de Ecuador. ¿Les bastará con eso?

Otra pareja joven pasó, con una niña pequeña luciendo un lindo vestido rosa. Nuevamente la pregunta:

-¿Ha viajado antes?
-Sí, a Ipiales.

Tras unos minutos se escuchó una voz de mujer, con ese español contaminado por el acento estadounidense:

-Sus visas han sido negadas.

A una chica con unas grandes argollas que decían Gucci, colgando de sus orejas, uñas de color verde fosforescente:

-¿A dónde va?
-A Dallas, quiero conocer el museo de John F. Kennedy con mis amigos. Hemos estado planeando este viaje por mucho tiempo.

Visa negada.

No estoy segura del porqué, pero puede ser que respondió más de lo que debía.

Una mujer de cabello blanco, con su hija, solicitaban la renovación.

-¿Cuánto tiempo de estadía tuvieron en su último viaje a Estados Unidos? -preguntó la oficial.
-Seis meses.
-¿Cómo hizo para mantenerse económicamente durante ese largo tiempo?
-Vendí mi auto y con eso sostuve los gastos.

La oficial les pidió que se sentaran y esperaran un momento.

Pasaron parejas, madres con hijos, familias enteras, muchachos solos, adultos solos. Aprobados y reprobados.

A una chica, la oficial le dijo que tenía registrado un altercado en el que intervino la policía. Le pidió que le contara sobre el suceso. La sala se volvió tan silenciosa que todos los presentes escuchamos su historia:

-En una tienda de ropa me acusaron de haber robado una blusa, yo no les quise mostrar mi bolso porque yo no la había tomado y me parecía una falta de respeto tener que demostrarles que no lo hice.

Lo mismo nos ocurría a todos en ese momento, pero esta vez en las oficinas de la embajada de EEUU. La diferencia era que ahora debíamos abrir nuestras vidas para demostrar que no éramos potenciales migrantes ilegales.

La señora de cabello blanco y su hija lo lograron; las llamaron a ventanilla y les comunicaron que sus visas serían renovadas. Yo seguía repasando los tips que me dieron familiares, amigos y conocidos, y mis respuestas: No estés nerviosa (lastimosamente, ya lo estaba). Mira al entrevistador a los ojos (¿adónde más podría verle?). Responde con seguridad. Responde solo lo que te preguntan (pensé en la chica Gucci). Hazle saber que aún no te gradúas de la universidad y estás haciendo tu tesis para que sepan que algo te liga a Ecuador. Menciona que trabajas, otro punto que te liga al país.

Después de las quejas de una pareja de ancianos, que no habían pasado aún —pues los turnos no funcionan en orden sino que saltan—, llegó mi turno. Saludé y miré a los ojos a la oficial (me tocó la que hablaba español con acento estadounidense).

—¿Motivo del viaje?
—Turismo
—¿Cuándo desea viajar?
—Para finales de diciembre.
—¿Ha viajado antes?
—Sí, a Argentina.
—¿Por cuánto tiempo?
—Un mes y medio, por un voluntariado que realicé —expliqué.
—¿Trabaja?
—Sí
—¿Cuánto tiempo?
—5 meses
—¿Quién pagará sus gastos?
—Mi hermano

…su visa ha sido negada. Puede volver a intentarlo.

Sentí como si estuviera frente a uno de esos juegos de maquinita: perdiste, pero ingresa más monedas y vuelve a intentar. Mi objetivo de demostrarle a un oficial del gobierno estadounidense que mi intención no era quedarme a vivir en EE UU falló.

Me pregunto: ¿cuántos como yo se arriesgan a pasar este escrutinio a diario? ¿Cuántos ganadores hay? ¿Cuántos perdedores? ¿Cuántas ganancias de por medio?

La visa es un juego que se inició en 1790, cuando se la otorgaba exclusivamente a los ciudadanos libres y blancos, «de buena actitud moral». Casi dos siglos después, las restricciones solamente han cambiado en la forma, pero en el fondo algo continúa igual y no sabemos si algún día esta ruleta terminará.