Inicio Crónica Raúl, el cubano que fue expulsado de Ecuador

Raúl, el cubano que fue expulsado de Ecuador

Un año después de que el Estado ecuatoriano expulsara a 126 cubanos de su territorio, mediante mecanismos que violentaron su derecho a la movilidad e incluso a defender su decisión de quedarse, Cristina Burneo Salazar nos presenta a Raúl, uno de los cubanos que quedaron, mutilados en su intimidad por una orden sin contemplaciones.

Denegado el Habeas Corpus, los cubanos detenidos son trasladados al centro de internamiento para su posterior deportacion. Junio del 2016. Foto: Edu León.

Por Cristina Burneo Salazar

A Raúl, la policía le metió una golpiza mientras permanecía encerrado en el Hotel Carrión. Tenía comprometido el ojo. Le retiraron su celular al encarcelarlo y jamás se lo devolvieron. Nunca habló con un abogado y no se le permitió explicar su situación en Ecuador. “Nos tiraron a todos en un cuarto como sardinas.” Raúl fue uno de los ciudadanos cubanos apresados por la Policía Nacional en julio de 2016 en el campamento del parque El Arbolito, en Quito. Por ser cubano, fue encarcelado e incomunicado en un operativo ordenado por el Ministerio del Interior y coordinado con Migración. Raúl fue desaparecido en este país. Volvió a aparecer en Cuba.

Hace un año, una comunidad cubana se había conformado en un campamento en el parque La Carolina y luego en El Arbolito, a partir de un pedido de visa humanitaria a la Embajada de México. En respuesta, el gobierno ecuatoriano orquestó una redada con un despliegue de fuerzas policiales que no suelen hacer contra criminales de cuello blanco y que coordinan mucho mejor cuando se criminaliza a los más vulnerables. El 12 de julio se llevó a cabo una audiencia contra más de cien ciudadanos cubanos en el Tribunal de Garantías Penales. Se les negó los pedidos de habeas corpus y no se permitió apelar a las órdenes de deportación, que se emitían con desorden y confundiendo nombres. También costó mucho que se les permitiera comer y tomar agua.

El tránsito migratorio en todo el continente y a escala global ha hecho que los estados refuercen sus fronteras al punto de “hacer morir”, como ha descrito Achilles Mbembe la violencia legal estatal. Barcos de migrantes a merced de naufragios, caminatas fronterizas donde la gente muere por deshidratación, muertes por asfixia en camiones de coyoteros, estos son itinerarios que los estados conocen bien y frente a los cuales han optado por conservar una noción tradicional de soberanía interior para dejar los “problemas” por fuera. Y adentro, vamos a fabricar al enemigo como amenaza para poder atacarlo, escribe Mbembe. Cada vez que decimos “que se vayan” o “vienen a quitarnos nuestros trabajos”, nos subordinamos a esa noción de soberanía. Así, empujamos a los migrantes a esos caminos que los estados eligen no ver más allá del control fronterizo y sellamos con ello nuestra complicidad con sus políticas de odio.

Durante la expulsión cubana, hubo una mujer privada de su medicación para la presión alta. Una joven estuvo en riesgo permanente de aborto. Más de una persona sufrió ataques de pánico. En el Hotel Carrión no se permitió atención médica. El riesgo de muerte no es figurado en una situación de esta naturaleza ni desaparece la responsabilidad del estado ecuatoriano cuando las personas ilegamente expulsadas llegan a Cuba y enfrentan hambre, violencia y el ser abandonadas socialmente como “parias”.

El operativo en Quito estuvo a cargo de Diego Fuentes, entonces viceministro del Interior, Nelly Reina, funcionaria de Migración, y mientras era canciller Guillaume Long. La sociedad quiteña no reaccionó. Tampoco se pronunciaron debidamente la Defensoría del Pueblo ni la Defensoría Pública. Era un silencio hostil y desolador que no ha cesado hoy, cuando las comunidades venezolana, colombiana, haitiana son igual de vulnerables ante la xenofobia del Estado que se expresa en leyes que -no lo vemos- nos afectan a todos por su carácter cada vez más punitivo y autoritario.

Raúl no estaba protestando en el campamento. Fue al llevar comida para solidarizarse. Su gorra azul quedó tirada en el suelo cuando se lo llevaron. Vivía en Quito y trabajaba durante más de doce horas diarias en una cafetería por 300 dólares por mes, sin seguridad social. En un itinerario que a muchos les cuesta la vida, él ya había pasado por Brasil, Panamá y Perú.

Foto: Edu León.

Al salir de Cuba, Raúl descubrió que tenía un acento. Esa “lengua fantasma”, como lo ha llamado Alain Fleischer, en donde un simple “hola” nos puede delatar. Raúl descubrió que era extranjero y que su viaje sería arduo, de vida o muerte. Aún nuestros oídos se vuelven hostiles al escuchar nuestra lengua en otras variantes: retrocedemos, sonreímos socapadamente o fingimos no entender para forzar al otro a exponerse aún más. Una simple palabra modulada de otra manera puede abrir un abismo con el mundo.

Quien me narra la historia de Raúl es Oscar Andrés, un estudiante con una voracidad particular por los libros y por la vida. Con una valentía que desarma, Oscar me da el privilegio de su testimonio para rememorar lo que sucedió hace un año. Raúl era su amante. Son dos muchachos que se encuentran y en ese encuentro construyen algo quizá fugaz, pero tan significativo e importante como esas comunidades efímeras del campamento y del Tribunal de Garantías Penales. En esa fugacidad se construye la memoria.

“Conocí a Raúl en El Divino. No sabía ni su nombre. Finalmente me lancé”. Todo lo que cuesta, pienso yo, que dos muchachos que quieren conocerse en una situación así puedan ser felices. Uno, migrante en un país que no solo se enorgullece de ser xenófobo, sino que escuda su ignorancia tras el odio homófobo. El otro, en resistencia permanente contra esa misma homofobia. Todo lo que tiene que suceder para que dos personas puedan encontrarse, y todo lo que confabula para separarlas, que a veces es más poderoso.

“Raúl no me dijo su nombre cuando lo conocí. Lo escribió junto con su celular en un papelito y lo guardó en el libro que yo estaba leyendo. Ese gesto para mí fue muy simbólico. Luego me atreví a enviarle una solicitud de amistad por Facebook. Después de un tiempo estuve en su casa, pero le costaba confiar. No supe cuál era la situación de Raúl aquí. Me daba vergüenza preguntarle, evitábamos el tema. Para él era difícil hablar de los problemas que había tenido en otros países. Aprendió a desconfiar de todos. Siempre tenía mucho miedo. Él era el primero en salir de su familia. Todos estaban en Cuba. Lo vi llorar. Mientras él estaba aquí falleció su abuela.”

Enfrentar la muerte de familiares y personas amadas es uno de los miedos más profundos de los migrantes. Lo deberíamos saber nosotros, que somos más de dos millones fuera, que estamos en Queens, en Valencia, en Milán, y que hoy tenemos que irnos de España y de Italia hacia otros países europeos, cuyas lenguas no hablamos porque la crisis no da para más. Deberíamos saberlo, pero elegimos ignorarlo.

Oscar y Raúl tenían un pequeño ritual. Los encuentros de los jueves. Se veían y luego caminaban juntos hasta la parada Manuela Cañizares de la Ecovía. “Raúl fue la primera persona que me besó en público. Ninguno de mis novios lo había hecho antes. Tras uno de esos besos, una señora nos gritó: ‘¡Aquí no pueden hacer eso, váyanse a su país!’ Nos atacaron. Fue muy violento.”

Ser extranjero, tener miedo, ser sexualmente discriminado y laboralmente explotado. ¿Habrá mayor indefensión? ¿Seguiremos repitiendo “que se vayan”?

“Vi a Raúl por última vez uno de esos jueves. El sábado siguiente me llamó. Decidió ir a dejarle comida a la gente del campamento, tenía lo que había sobrado en la cafetería. Fue lo último que supe de él. Me enteré del desalojo por las noticias. Algo me golpeó en el cuerpo. Sabía que algo le había pasado. Cuando llegamos mi amigo Jonathan y yo era demasiado tarde, no quedaba nadie.”

Foto: Hugo Alberto Pavón.

Oscar vivió en la muerte súbita de su historia una cadena de pérdidas. Esto se reproduce cientos, miles de veces cada vez que una persona es desaparecida por un estado para ser expulsada. “Uno no sabe qué se busca en medio de ese caos. Yo no sabía qué buscaba en el campamento vacío. Pensé que Raúl saldría del baño en cualquier momento, que contestaría el celular. Nunca más me contestó ni supe más de él. Encontré su gorra tirada en el parque, al lado de la vereda, no lo podía creer. No se la sacaba jamás, siempre la llevaba puesta. Es todo lo que tengo de él.”

Así como Oscar vivió una angustia interminable por Raúl, así la vivieron decenas de parejas, amigos y familiares de las personas expulsadas, muchas estuvieron, literalmente, desaparecidas. “Nunca supe a ciencia cierta si Raúl estaba en el Hotel Carrión. ¿En dónde se empieza a buscar? Desde ese último jueves jamás lo volví a ver en Ecuador. Apenas en octubre supe de él. Se había creado una nueva cuenta de Facebook y se comunicó conmigo. La cuenta antigua ya no funcionaba, pero recuerdo que lo último que había subido era una foto en el Teleférico con sus nuevos amigos ecuatorianos.” Ahí quedaron la cuenta, la foto, la vida de Raúl en Ecuador y, como la cuenta de Facebook, se esfumaron violentamente.

“En Cuba, Raúl tuvo fuerte vigilancia por largo tiempo. Muchas personas del grupo que fue expulsado de Ecuador fueron directamente a la cárcel allá y muchas de ellas siguen presas. Con el tiempo, a algunas las dejaron seguir con su vida. Raúl quiere volver a salir a Estados Unidos. Su sueño es ser cirujano. Y lo va a volver a intentar.”

Supimos también que varios en ese grupo fueron golpeados por la policía cubana al ser devueltos. Alguien nos contó que una persona de provincia fue abandonada a su suerte en plena carretera, sin dinero ni agua. Sabemos también que hubo quien sí llegó a Estados Unidos. Con cada pequeño fragmento que reconstruyamos vamos a recuperar la memoria de uno de los operativos de migración más violentos del que se tenga memoria en este país para que no se repita. Raúl lo va a volver a intentar, al igual que miles de migrantes intentarán vivir en Ecuador, igual que nosotros, que vamos a seguir migrando a otros lugares. Esto no se detiene, así que dejemos de fabricarnos al enemigo para justificar nuestra crisis, que ya estaba aquí cuando ellos llegaron y que no va a desaparecer si ellos se van.