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Birdman o la importancia de existir

Por Javier Alonso / @javier12mayo

Birdman tiene la virtud de permitir al espectador encontrarse a sí mismo. En especial en el protagonista Riggan Thomson, interpretado por Michael Keaton, quien hace aquí el papel de su carrera: alguien normal al que le llegó el éxito de forma inesperada y fácil, interpretando un papel de superhéroe en una película comercial y vacía, de guión simplón y muchos efectos especiales, de las tantas que podemos ver en cartelera. Un actor de mediana edad, frustrado pero honesto, valiente, capaz de reconocer sus errores, sus miedos y sus deseos. Un hombre que ha muerto de éxito, pero que quiere resucitar de sus cenizas.

Para ello monta una obra de teatro como actor y productor, en un intento de mostrar su faceta más creativa y auténtica, y así redimirse. Su afán es alcanzar el ansiado prestigio que nunca logró en su vida como actor afamado, pero encasillado en un personaje de acción del que se avergüenza. Curiosamente, resulta ser alguien fácil de admirar, pero más por su calidad humana que por el eco que finalmente deja en la memoria del público, objeto medular de su obsesión. Él quiere ser amado y reconocido por todos para encontrar un sentido a su existencia. Riggan representa a un hombre que quiere existir.

¿Qué significa existir? Existir en un sentido pleno y total de la palabra… ¿Significa ser reconocido, permanecer en la memoria de los otros? ¿O acaso es ser honesto y mantenerse fiel a unos ideales, ya sea que el resto del mundo no los comprenda? Riggan quiere encontrar la forma de ser fiel a sí mismo y a la vez que los demás reconozcan su talento. Pero, ¿cómo se puede conciliar ambas cosas, si es que es posible? Ahí es donde afloran todas sus contradicciones, donde se tiene que enfrentar a la dificultad de llegar a la gente sin superpoderes, sin efectos especiales ni artificios, algo de lo que descubre que no puede desprenderse tan fácilmente. Para volar de verdad tiene que soltar un lastre muy difícil, el lastre de su pasado.

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Su opuesto es Mike Shiner, interpretado por Edwar Norton, un actor que se suma al sueño teatral de Riggan, pero que resulta ser un tipo egoísta, excéntrico e irritante, y que pese a tener el prestigio que tanto ansía el propio Riggan, no necesita el amor ni el respeto de los demás: su ego es lo suficientemente grande como para vivir conforme, sin que le importe la opinión de nadie. Shiner hace vibrar al público cuando está en el escenario y a la vez es una ruina en su vida personal. Sólo llega a aflorar su lado sensible cuando se encuentra con Sam, la hija de Riggan, encarnada por Emma Stone, una adolescente de mirada triste, que encarna la crisis existencial que muchos hemos vivido a esa edad, cuando uno no sabe lo que quiere de la vida, pero tampoco se ha topado con el fracaso ni la frustración. En contraste está su padre, que ya sabe que ha vivido su momento, y hace lo imposible por volver a sentir el éxito como la primera vez, lo que le lleva a vivir en una perpetua ansiedad.

La forma como se mezcla la realidad con la fantasía, como se funde la imaginación del protagonista con la dura realidad de una producción teatral, el tira y afloja con el resto del equipo, su vida sentimental y sus problemas económicos, son reflejo de la vida misma, de cómo nos evadimos de lo que nos sucede. Al final, cuando uno ha triunfado, cuando lo ha conseguido y lo ha perdido todo, cuando ya no ve metas y sus sueños ya no tienen sentido, sólo queda lanzarse al vacío de la propia fantasía. La imaginación nos salva de no caer en la desesperación.

La frontera entre lo real y lo onírico es difusa, y ante la locura de lo cotidiano uno puede simplemente volar.
La frontera entre lo real y lo onírico es difusa, y ante la locura de lo cotidiano uno puede simplemente volar.