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Bitácora de un viaje en hongos

La discusión sobre el uso de sustancias que permiten percepciones distintas de la mente se ha circunscrito al consumo medicinal de la marihuana. Sin embargo, muchas otras sustancias y elementos de la naturaleza han sido usados ancestralmente como canales de visión, reflexión e introspección, en suma, como mecanismos para propiciarnos viajes espirituales. Este texto de Francisco Ortiz relata su experiencia con hongos alucinógenos.

Por Francisco Ortiz Arroba / @panchoora

«Me ha llegado el delirio», pensé ante la evidencia. Me desperté con un principio de terror. Seguí tumbado, con el corazón latiendo de prisa, intentando descubrir qué me había asustado.
William Burroughs

Luego de una dulce letanía pronunciada por mi sanador, sentí como si algo explotara dentro de mí. Era una especie de hongo nuclear esparciendo sus ondas entre llamas, humo y escombros. Ese calor –por momentos maldito– hizo que lloviera sobre mis poros una nube gris. Bebí toda el agua que estaba a mi alcance y comencé a ver hermosos a todos los seres en la habitación. Sentí que los amaba con una devoción un tanto impúdica.

Decidimos realizar la ceremonia de sanación en la habitación que da al patio. Ella y yo nos acostamos sobre dos pequeñas camas con sábanas rosa. Nuestros guías se tendieron en un sofá-cama improvisado para cuidarnos durante el viaje. Solo dos velas encendidas dentro de la chimenea iluminaban las paredes del cuarto. Las cortinas de fieltro azul y las sombras de un árbol de pimienta bailaban con cadencia en el patio de adelante de la casa.

Para comenzar el ritual nuestros guías nos pidieron que les contáramos por qué estábamos ahí, cuál era nuestro propósito o qué buscábamos curar. Esto lo debíamos tener muy claro para no perdernos en medio del viaje. Pedimos permiso a los cuatro elementos y a los puntos cardinales para que nos permitieran cruzar sus portones. El chamán, de cabellera larga y castaña, colocó un puñado de resina de copal sobre unos carbones encendidos. Una columna de humo muy fragante apareció y en ella nos bañamos como si fuese el agua de una cascada, pero al revés. Junto a dos pilches llenos con guayusa, dos píldoras con un polvo blanquecino estaban dispuestas para cada uno. Antes de beberlas nos explicaron un poco más sobre el efecto que sentiríamos: “Estarán activos, felices, sensitivos y conectados entre ustedes y con el universo”, nos dijeron.

La primera medicina que ingerimos fue MDMA. A esta sustancia, conocida vulgarmente como éxtasis, varios estudios médicos de universidades de prestigio le atribuyen dones curativos que ya se están aplicando en la psicoterapia, especialmente para tratar el estrés postraumático, la depresión, problemas matrimoniales y la ansiedad. El M –como también se llama- produce una descarga de serotonina, dopamina y oxitocina en el área del cerebro donde se procesa el miedo. Esta medicina fue elaborada en 1912 por la farmacéutica alemana Merck, pero Alexander Shulgin –conocido como el abuelo del éxtasis– comenzó a experimentar con ella en 1976. Nueve años más tarde fue prohibida para la venta con el argumento de que destruía la materia gris del cerebro, teoría que ha sido desmentida con el pasar de los años mediante varios estudios que han demostrado que el éxtasis en estado puro no genera daños cerebrales. Al contrario, se está experimentando ya con pacientes víctimas de depresión, ansiedad, dolor crónico, desórdenes de imagen corporal y especialmente con personas que padecen trastornos de estrés postraumático.

El agua de guayusa resbaló finalmente por la garganta y nos acostamos a esperar a que las virtudes sanadoras de la medicina hicieran su efecto. Mientras las cortinas continuaban su bailoteo, el resoplar del viento veraniego nos arrulló. Más de una hora había pasado y no sentíamos ningún efecto.

El chamán, junto a su pareja y a la vez ayudante, se acercaron a ver cómo nos iba. Les respondimos que bien pero que aún no sentíamos nada. Un poco más de medicina fue pasada con guayusa. Entonces fue que ocurrió la explosión nuclear. El polvillo de mis recuerdos se elevaron tan alto como el viento quiso, allá, justo donde los espíritus vomitan sus secretos. Fue asombroso verme a través de los poros. En ese momento tuve la sensación de que esos colores que veía eran los mismos colores de la primera mañana en que llegué a este mundo.

Por un momento regresé la mirada hacia mi pareja, pero ella vivía un trance distinto. No paraba de exclamar: “¡Wow!”. Agitaba sus brazos en una suerte de aleteo o en una danza. Era una mariposa para mí. Más tarde me contaría que ella se vio pariéndose a sí misma. Me explicó que sentía contracciones pero que simultáneamente viajaba por su útero. Abrió su vulva con la cabeza y por fin nació. Para ese instante yo ya había estirado mi mano y entre mis dedos entrelacé los suyos. Ahora los dos volábamos juntos en medio de las penumbras que nos dejaba la refracción de la luz de las velas casi totalmente derretidas dentro de la chimenea.

Las sustancias psicoactivas han sido durante siglos elementos centrales de diferentes culturas en todo el mundo. Plantas con propiedades alucinógenas como el peyote, la ayahuasca y los hongos han tenido y tienen un uso ritual y medicinal dentro de las prácticas mágico-religiosas de las comunidades originarias y de sus herederas, y han facilitado procesos de sanación espiritual, psicológica y física.

Cuando consumes sustancias psicodélicas, tu conciencia se amplía en estado de vigilia. Los recuerdos del pasado -que pueden ser traumáticos o no- son removidos del inconsciente. Las introspecciones sobre la vida presente te permiten tomar cierta distancia sobre lo que te está sucediendo aquí y ahora, y puedes verlo en perspectiva. Te enfrentas con tus miedos más secretos.

No sé cuánto tiempo permanecimos abrazados hasta que un dolor de cabeza me comenzó a atontar. Sentí como si en la parte más alta de mi espalda me hubiesen clavado un peso inmenso. Parecía como si alguien me pisoteara con saña. Me costó explicar lo que estaba sintiendo porque mi lengua estaba pesada y torpe. Me aplicaron un poco de agua florida -loción de pétalos de flores- en las manos para que lavara mi cara mientras me daban un masaje en la espalda para atenuar el colosal peso. El chamán me repetía que la medicina siempre actúa justamente donde estamos mal, donde realmente lo necesitamos.

Sentía acalambrado todo. Cada movimiento me costaba mucho. Era como si un poder sobrenatural estrujara mi espalda. Cerré los ojos para relajarme y en ese momento comenzaron a aparecer miles de imágenes, algunas relacionadas con mi vida más íntima, momentos en que la vida me puso a prueba y me tocó asumir ese papel de súper-yo que no soy. En medio de balbuceos le conté a mi hermano chamán los espejismos que veía –algo parecido a los sueños de Ebenezer Scrooge, el personaje de Charles Dickens–. Era posible que el peso que sentía haya sido a causa de esas historias pasadas y que, pese a que ya las creía superadas, su efecto continuaba haciéndome daño. Era como si nunca les hubiese puesto un punto final o como si ciertos círculos nunca se hubiesen cerrado.

El masaje sobre mi espalda continuó. Las manos de un ángel fueron aflojando cada una de mis vértebras mientras yo trabajaba en darle un fin a cada historia. Las tomaba una a una y las soplaba entre los dedos. Estas volaban libres, como pájaros en cielo abierto: ahí van, una, dos, tres, diez…

El calor nunca pasó. Al contrario, las marcas de sudor habían oscurecido todos los pliegues de mi camiseta. Volví la mirada hacia la cama donde mi compañera continuaba jugando con sus sombras. La tomé por la cintura y no sé por cuánto tiempo me perdí en ella. Las sábanas ardían como brasas y nuestros cuerpos se chamuscaban juntos. Le pedí salir para ver si el frío de esa noche empedrada de estrellas aplacaba nuestra calentura.

A esa hora –calculo serían las once de la noche- habíamos cambiado el confort de un colchón de plumón por el pasto húmedo nocturno, y las sábanas rosa, por el manto luminoso de un cielo de verano. Ese firmamento sin nubes, pero con una luna llena del tamaño de un melón, nos mostró durante una hora más lo infinito. En medio de esos espejismos tomé mi cordón de plata e hice con él un atado de estrellas fugaces.

Nuestros guías aprovecharon el tiempo fuera para prepararnos un té de hongos -o niños sagrados, como llaman ellos a estos pequeños hijos divinos de la tierra-. Teníamos un poco de miedo de que, luego de la euforia que habíamos vivido en la primera parte del ritual, los hongos nos llevaran por caminos mucho más oscuros y que removieran cosas aún más profundas. Sin embargo los dos estábamos decididos.

Toda experiencia previa con otras sustancias fue trivial. Sentí miedo al tragar el té. Temía que los efectos fueran muy intensos y que terminara perdido en algún rincón telarañoso de mi propia memoria. El extraño sabor, más parecido al de una crema de champiñones que a infusión, no ayudaba. ¿Visión caleidoscópica? Rostros deformados como velas. Suelos de gelatina hedionda. Olor a copal y bilis amarga. ¡Miedo, hijo-de-puta! ¡¡¡MIEDO!!!

El viaje es un lugar de tránsito. El viaje es, quizás, el choque de la creencia personal con las creencias del lugar al que uno llega. La proximidad y la distancia como fronteras hacen del viaje un símil de la literatura. Viajar es, de cierta forma, caminar narrativamente por sitios no vistos, por experiencias distantes. Es por eso que el viajar a través sustancias sicodélicas ha sido una obsesión para muchos escritores. Uno de ellos es William Burroughs, el reconocido novelista, ensayista y crítico social estadounidense, parte de la generación Beat. Burroughs recorrió en 1953 algunos países de Sudamérica en búsqueda de un elixir mágico y dejó unas cartas que escribió para Allen Ginsberg. Son las Cartas del Yagé.

Por alguna extraña razón la necesidad de ver mi cara en un espejo fue urgente. Pero, ¿quién es ese cabrón? ¡Soy yo! Da miedo esa cara, la mirada de asesino, ¡mierda, sí que asusta! ¡Qué calor! Sudo como un cerdo. ¡Qué asco! Me lavo la cara pero no basta. Me desnudo.

Abrí la llave de la regadera y entré con una angustia enorme. ¡Debía limpiarme! Dado que todos los sentidos se agudizan extraordinariamente bajo los efectos de la psilocibina, mis más profundos miedos se intensificaron, haciendo que me restregara el cuerpo con mucha violencia. El agua que caía era negra, el piso de la ducha se hundía bajo mis pies como melcocha. Gracias a las explicaciones iniciales de nuestros guías decidí no resistirme a los efectos sagrados de los niños, sino atender y analizar toda sensación y percepción que pudiera llegar a sentir.

Salí del baño y en cinco minutos más ya me había relajado. Experimentaba miles de sensaciones nuevas y desconocidas. El reflejo en el espejo ya no era el de aquel espectro. ¡Era yo! Ambos personajes soy yo. A los dos debo amar, solo que al asesino no le debo permitir salir. Al menos ese es el plan.

La intensificación del miedo ante las ideas bizarras que llegaron a mi mente me hizo pasar un mal rato.

Sin la menor vergüenza volví casi desnudo al cuarto y me tapé con un pareo negro que estaba a la mano. Entre sueños me acuerdo que nuestros sanadores trabajaban en algo con mi pareja. No entendía nada. Solo alcancé a contarles lo que me había ocurrido en el baño. “Es mejor que ya duerman”, nos dijeron. Habían pasado más de ocho horas.

Si uno no repasa y escribe la experiencia ese mismo día o un día después, algunas de las cosas vividas se olvidarán, como en un sueño.

Durante la semana posterior al ritual, continué viajando. Todas esas noches fui víctima de un ataque de ansiedad o de cierto pánico, y no pude dormir. Me ahogaba en mi propia cama. No podía llenar mis pulmones con el suficiente aire y un claustrofóbico sentimiento me mantenía en vela. Solo la conversación con mi compañera, una oración y el entender realmente lo que somos hacía que me calmara. Al fin entendí que lo único que me daría paz en esta vida sería abandonar mis miedos y buscar ser, en verdad, feliz. Tratar de ser el mejor ser humano. Me lo repito cada mañana cuando miro mi reflejo en el espejo.