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Desnudos y bodegones, en pareja

Por Elena Vásconez

El techo inclinado y los ángulos agudos definen la atmósfera. Dentro del tarrito metálico, sobre la mesa, hay pinceles, lápices, carboncillos y espátulas. La mezcla de tonos está fresca. No hace mucho, en el lugar, se ha consumado un juego verbal: delinear, transformar, entregar. Largas horas de concentración y espíritu creativo. Probar, redefinir, volver los trazos una y otra vez. Si no es como lo imaginan, hay que rehacer antes de que la luz natural se pierda. Lo duro es iniciar. Preguntarse por dónde empezar y cuánto del agitado mundo interno puede y debe compartirse. Por amor, por ética.

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En el sitio más acogedor y mágico de su casa, el taller situado en el ático, Jaime y Elizabeth se acoplan artística, humana y amorosamente. Son como la mano que traza la línea y el deseo que la empuja. Él: un desnudo profundo en carboncillo. Ella: la viveza de una buganvilla. Él: ecuánime, metódico y buen conversador. Ella: perceptiva, segura, reflexiva y atenta. Ambos detienen el tiempo. Por ahí, en el librero, algunos textos sobre la historia del arte, novelas y biografías, así como un fondo musical que dice –más o menos– “soy cantor, soy embustero, me gusta el juego y el vino, tengo alma de marinero”, completan el cuadro, en bajo volumen. Nos conocemos de siempre pero esta es la primera vez que, dejando de lado el ruido de los vecinos y el ajetreo del barrio, nos sentamos a conversar, a sabernos en serio.

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La niñez de Jaime es el fondo de una pintura: el retrato de San Blas, el pequeño pueblo donde nació y creció, y la emergencia de su talento. Cuando niño, amaba subir a la cima de las montañas para jugar, para mirar el paisaje y sentir sobre la cara el golpe del viento, la libertad. Sus madres de crianza, la abuela y la tía, le enseñaron a hacer llevaderas las carencias y la falta de recursos. Sostenido en las enseñanzas de ese matriarcado amoroso trazó sus propias pinceladas.

123 187Atravesando el paisaje serrano y a pocas horas de San Blas, vivía Elizabeth. En el centro norte de Quito, en el barrio de la Colón. Creció con sus padres y sus hermanas. Las escondidas, el salto de la soga o el florón copaban las horas de juego. Su padre, antes de partir, había soñado con el destino que elegirían sus tres hijas cuando grandes, y el tiempo le dio la razón. Elizabeth, por ejemplo, optó por la pintura.


Jaime Calderón (1961, San Blas, Ibarra) ha perfeccionado su técnica pasando de la línea al color. Elizabeth Taipe (1958, Quito) ha descubierto en el bodegón el sentido de la fecundidad.


 

Para ella, que ha expuesto en varios países y que siempre deseó viajar, la fe y el constante incentivo de su padre son recuerdos inquebrantables. Sin embargo, fue su madre, doña Irenita, pilar fundamental en la concreción de su andar artístico. “Cuando él se fue, nos quedamos las hijas solas con mi mami. A ella le debemos todo lo que somos. Con su trabajo nos sacó adelante a las tres”. En una ocasión, la madre recibió un regalo: era el cuadro de un árbol de la vida cuyo tronco, ramas y flores constituían el reflejo de una historia escrita por mujeres. “Le dije que escogiera un cuadro. Escogió el de un árbol con el sol y la luna, con unas casitas y un tomate de árbol. Le abracé y de nuevo le dije: aquí está todo lo que hago, todo lo que soy. En el fondo fue un gracias menos nostálgico y más colorido. Así es ella”.

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Jaime estudió en el Colegio de Artes Daniel Reyes, de San Antonio de Ibarra. Durante la adolescencia, se orientó más bien por el diseño gráfico, hasta que vino a Quito a estudiar bellas artes en la Universidad Central del Ecuador. Ese fue su camino hacia la independencia: dejar el pueblito de la infancia e ir a una ciudad cuyo cielo gris con sus relámpagos, minutos antes de desplomarse en fuerte tempestad, le provocaban temor y ganas de salir corriendo.

123 180Una tarde que subía por San Juan, en un basurero, se encontró cara a cara con quien sería su referente. De entre la basura, recogió algunos catálogos y los limpió. El encantamiento fue instantáneo. Era el puño y letra de Egon Schiele, el pintor austriaco que siguió los pasos del gran Gustav Klimt. El desnudo encarnado en esa obra fue para Jaime como la voz de Dios. La brújula que enrumbó, para siempre, su existencia hacia las mágicas líneas del cuerpo femenino. De ahí en adelante se dedicó a plasmar la cadencia de la mujer y nunca más renunció a retratarla.

Elizabeth, que estudió en el Colegio Gran Colombia, prefirió siempre opciones prácticas. Lo que podía hacerse con las manos le fascinaba. Para ella, los dibujantes que trabajaban en el taller de rotulación y letreros de su padre eran seres de otro reino. Se detenía a observar su labor durante horas. Quería preguntar, tomar el lápiz y hacerlo también. Aunque le encantaba copiar historietas, su vocación se volvió certeza cuando una tarde, por pedido de su padre, esbozó, para el rótulo de una camisería, el gráfico de una mano y una corbata. Ese fue el día más feliz. “Una ocasión, yo misma hice el rótulo de un negocio y siempre que pasaba por ahí lo veía orgullosa. Mi padre me impulsó, confió en mí y me ayudó a descubrir el valor que tenían mis manos. Supe con claridad lo que quería hacer”.

Terminado el colegio, Elizabeth se matriculó en la Facultad de Artes de la Universidad Central, donde coincidió con Jaime.

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Jaime se toma su tiempo. Piensa en la intención, en la forma recién hecha, en la firma con su nombre al final de cada cuadro. Mientras organiza sus trazos nocturnos –un reciente serial de rostros a esfero–, reconoce que, en la figura humana y en la belleza femenina, ha encontrado el espejo cóncavo donde se manifiesta su emotividad. En ese espejo cóncavo él se mira a sí mismo. Los destellos de otro tiempo se muestran a detalle, como si se les acercara una lupa. “Yo quiero representar en mi obra esos momentos de la infancia, esas nostalgias. Un regreso a esa época de carencia, de pocos recursos. Por eso, incluso las modelos con quienes trabajo son mujeres que provienen de esas mismas historias. Cada una es un mundo. Solo falta poner el fondo, porque el personaje está”.


Jaime y Elizabeth han expuesto en Asia, Europa y América Latina y han recibido destacados premios por su trabajo.


El arte, para él, cuestiona y presenta sin recelo la vida diaria. Es un aporte que transforma la conciencia y el espíritu. “Nunca me conformé con el primer trazo. Siempre luché para que cada dibujo fuera mejor que el de ayer. Al comienzo eran en una sola línea. Luego los fui llenando de sombras y luces hasta que probé con el color”. Poco a poco, la perfección de su arte fue una prueba de confianza. Pero, además, como se dibuja o pinta desde lo que se ha vivido, su motivación creadora se dirigió hacia el mensaje, hacia el desafío de provocar preguntas en la sociedad, mostrando, por ejemplo, a la chica que va por la calle buscando trabajo con la carpeta bajo el brazo. “Con el arte uno debe preguntarse ¿quién soy? ¿Qué hago yo? ”  

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La frescura de las frutas y el color encendido de unos tomates recién cosechados están implícitos en la obra de Elizabeth. Granadillas, oritos o peras: las texturas carnosas del cuadro hacen que en cada mordisco se agradezca a la madre tierra por el alimento. De la reproducción de unos cartuchos blancos sobre una pared de ladrillo, emana cierto aroma dulzón penetrante que se mezcla con el aire del taller donde ella da vida a los hijos de su arte. La sensación de armonía y calma es entregada en el esmero. “Me encanta sentir la fruta tal cual. Dibujarle minuciosamente y pintarle hasta que se asemeje a lo natural”. Toma el lápiz entre el índice y el pulgar sosteniéndolo cuidadosamente con la punta de las yemas. Se concentra. “Comparo la fecundidad de la tierra y sus frutos con mi femineidad, porque en cada cosa que hago estoy dando. Cada cuadro es como un hijo que ha nacido de mis entrañas. Eso representa la creación y el entendimiento de la naturaleza, de la tierra, que es generosa”. Cuando va al mercado, Elizabeth se nutre de aquello que los sentidos le dan. Mira cada fruta, observa su color, prueba, saborea y huele para luego retratar. Dar con generosidad es para ella una virtud tomada de la tierra. Busca compartir con el observador la grandeza de lo natural, lo fecundo, los colores cálidos que definen su ser mujer. Los ojos no son suficientes para mirar.

Ahora, Jaime se aferra más al desnudo, poniendo empeño en el mejoramiento de la técnica y en la profundidad. Elizabeth dice que, una vez culminado su trabajo en bodegón, quisiera dedicarse a la representación de paisajes. En ellos expresará, a plenitud y sin que los recuerdos duelan, la historia de una pintora que amaba incondicionalmente a su padre por sobre las distancias físicas.

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