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Ecuador, el absurdo y otros amigos imaginarios  

Esta es la historia de un país que desapareció en 1995, luego de mentirse siempre. Marcelo Chiriboga fue la burla cruel de José Donoso y Carlos Fuentes acerca de una nación en desventaja. Pero ahora, Marcelo Chiriboga es la metáfora de una identidad imaginaria que se parece mucho a una leyenda. Un secreto en la caja, de Javier Izquierdo, es el truco perfecto para enfrentar nuestros reflejos en una época en la que la apuesta por el proyecto nación ya suena a broma repetida, rancia y de mal gusto.

Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar

“Después de la derrota del 41, el Ecuador y sus políticos perdieron una oportunidad histórica: la de mostrarle al mundo un camino de paz”. Marcelo Chiriboga

“¡Esos pinches ecuatorianos tienen una capacidad especial para el olvido! ¡Un pedo bien –acá– amnésico, guey!”. Julio César Langara. Periodista

Hablar de un individuo para hablar de una sociedad entera y de su tiempo es una tarea monumental. Javier Izquierdo lo sabe y por eso escogió a la figura más alta de la literatura ecuatoriana de todos los tiempos, el riobambeño Marcelo Chiriboga, como su pretexto para abordar la historia de un país desaparecido, en su documental Un secreto en la caja.

Basado en una entrevista que en 1977 hiciera el periodista Joaquín Soler Serrano a Chiriboga, en España, el director quiteño recorre la historia de un país con complejos de inferioridad que se remontan a su fecha de nacimiento. Ecuador, esa república que surgió casi por casualidad en 1830, vivió la niñez de una criatura resabiada y alevosa que aborrece aceptar que algo ha hecho mal. Ese paisito siempre fue la paradoja del que no ha sido bien dotado pero alardea de tenerlo más grande solo porque sabe que nadie le va a obligar realmente a mostrar nada. “Nosotros, Joaquín, los ecuatorianos, somos un país de resentidos”, dice el ignorado representante ecuatoriano del boom latinoamericano, en la televisora española.

En el barrio que es América Latina desde el siglo XIX, todos los vecinos han tenido que aprender a la fuerza a parecerse a ese otro barrio aniñado que está cruzando el charco. Desde que ocurrieron las distintas independencias y la creación de nuevos países, unos mejor que otros fueron aprendiendo los gestos, las mañas y los modales europeos para parecer, ellos también, naciones modernas. Hagamos música nacional, dijeron, y cada uno inventó su propia música para demostrar al mundo que era la mejor. Hagamos un himno nacional, dijeron, y mandaron a componer canciones europeas a compositores europeos para decir que su canción patria es la mejor del planeta, “solo después de la Marsellesa”. Hagamos literatura nacional, dijeron, y escribieron pliegos interminables antes de que, por sincronía cósmica, a lo mejor, un puñado de escritores de distintos países publicara las que han sido consideradas las obras más representativas de las letras de la región. Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo; Aura (1962), de Carlos Fuentes; La ciudad y los perros (1962), de Vargas Llosa, o Cien años de soledad (1967), de García Márquez… ¡Una explosión!, diría Chiriboga, cuya olvidada novela La línea imaginaria (1968) denuncia el absurdo de las fronteras y de la guerra y anuncia la desintegración de una nación como un ejemplo que bien puede ser aplicado al modelo de la nación en el mundo moderno. En esta obra, el ejército nacional aparece convertido en una suerte de circo ambulante para entretener a un montón de amnésicos.

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Afiche promocional.

Javier Izquierdo revela, en Un secreto en la caja, la mala fortuna de un escritor ecuatoriano que estuvo signado por la invisibilidad y que desde esa exclusión había –no obstante– ofrecido claves para corregir los destinos –éticos más que políticos– de un pequeño país sin lectores y con ciertos aires de grandeza. En ese afán casi obsesivo por ser naciones modernas, independientes, soberanas y desarrolladas, había que defender los territorios nacionales, como en el barrio de enfrente lo hacían: a punta de bala. Así que, mientras Europa era escenario de la Segunda Guerra Mundial, en el barrio de acá se daban de puñetes los ejércitos de Ecuador y Perú. Fue la famosa guerra del 41, en la que el hermano mayor de Chiriboga, Antonio, murió “como un héroe de la patria”. Ese hecho, más que cualquier otro, determinó en el escritor riobambeño su vocación por escribir historias que pusieran sobre la mesa de discusión el absurdo de la nación, su inminente fracaso y el sinsentido de mandar al frente de batalla a un grupo de jóvenes como carne de cañón y cuando mueren, resarcir el dolor de sus familiares declarándolos héroes nacionales.

Obviamente, estos discursos antinacionalistas fueron criticados por el poder político de la altiva República del Ecuador. Toda la obra chiriboguiana sufrió censuras que llegaron a desvanecerla en la frágil memoria de los escasos lectores ecuatorianos. Incluso los mismos artífices de la actividad cultural en el pequeño país andino lo anularon del imaginario hasta desaparecerlo. Javier Izquierdo se encarga de develar que el escritor Jorge Enrique Adoum llegó a negar la existencia de Marcelo Chiriboga. Pero no deja por fuera la severa crítica que como respuesta siempre hizo Chiriboga a la intelectualidad nacionalista e indigenista ecuatoriana. “Ellos son unos ignorantes y como ignorantes que son pueden hacer lo que quieran porque no saben lo que hacen”, le dijo Chiriboga a Soler, en esa valiosa entrevista en España, refiriéndose a Adoum, al pintor Oswaldo Guayasamín y a Benjamín Carrión. Viene a cuento el discurso con el que Carrión fundó la primera institución de la cultura nacional, la Casa de la Cultura, en 1944, luego de que el territorio ecuatoriano fuera mutilado casi en un 50 %, porque ratifica ese complejo de inferioridad por el tamaño físico del país, complejo que le llevó a acuñar el lema “Pequeños en territorio pero grandes en cultura”.

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Fotograma del documental que muestra la desaparición de Ecuador.

La idea de Chiriboga para escribir esta, su primera novela, provino también de la película Die Brücke, de Bernhard Wicki (1959), que cuenta la historia de un puñado de soldados alemanes casi adolescentes a quienes se les asigna la defensa de un puente. Ellos no saben que la guerra ha terminado, pero el absurdo de la orden superior y los dilemas de la valentía, la hombría y la heroicidad les obligan a vivir episodios sangrientos con el pretexto de defender a su nación, porque “defender un centímetro de terreno es defender a Alemania”. Berlín era una fuente prolífica de inspiración para el autor de Diario de un infiltrado (1963) y de La caja sin secreto (1978). “Berlín de los sueños –la llama– donde se cruzan las líneas imaginarias de nuestras fronteras”.

La vida y la obra de Marcelo Chiriboga estuvieron marcadas por la mala suerte. Luego de la guerra del 41, en la que perdiera a su hermano, el terremoto que destruyó Ambato en 1949 también arrasó con la hacienda de su familia, así que tuvo que trasladarse a Quito. En 1962 se unió a la emergente guerrilla del Toachi, pero poco después cayó preso durante unos meses, y al salir libre, en 1963, se exilió en Europa. Su libro de cuentos Jardín de piedra, escrito durante su encierro, ganó el premio Casa de las Américas, en Cuba, y nadie lo supo. El gobierno de la dictadura en Ecuador prohibió que se distribuyera en su país. En 1968 publicó La línea imaginaria pero dos años más tarde, el presidente ecuatoriano José María Velasco Ibarra prohibió su circulación en Ecuador. En 1981, se desató un nuevo conflicto en la población fronteriza de Paquisha, entonces, La línea imaginaria se convirtió, sorprendentemente, en un texto obligatorio para la formación cívica de los colegiales, lo que molestó tanto a su autor que le obligó a comprar él mismo todos los ejemplares y evitar que circulara más. Él mismo, con esa decisión, ayudó a que su figura se invisibilizara hasta el punto de su desaparición.

Marcelo Chiriboga fue la burla cruel de José Donoso y Carlos Fuentes acerca de una nación en desventaja. Pero ahora, Marcelo Chiriboga es la metáfora de una identidad imaginaria que se parece mucho a una leyenda. Sus obras son la incómoda verdad de un pueblo que no se quiere ver al espejo porque se avergüenza de sí mismo. Un secreto en la caja, de Javier Izquierdo, es el truco perfecto para enfrentar nuestros reflejos en una época en la que la apuesta por el proyecto nación ya suena a broma repetida, rancia y de mal gusto.

Han pasado casi sesenta años del boom y esas historias nacionales que se reconstruyeron a su manera en las obras de los escritores latinoamericanos hoy ocupan un lugar privilegiado en la memoria de nuestras ficciones como continente. América Latina es hoy reconocida como la tierra de Macondo, de lo real maravilloso y de la magia de lo surreal, pero el fracaso de las naciones, lo ridículo de las líneas imaginarias que dividen y la comedia de la muerte por honor nos convencen de que habitamos la tierra de los absurdos y del olvido.

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Fotograma del documental.

1 COMENTARIO

  1. Es una excelente mamada de gallo. Es una clase de cómo hacer un buen documental, que mantenga al expectador subyugado con una fascinante historia «real» hasta que…. revienta la farsa con la desaparición del Ecuador. Ahí está el error. Queda sobrando ese estrellamiento contra la realidad. Se atentó -de gana- contra la magia.
    Apuntes más: sobre actuación del «mexicano».
    Ordoñes desubicado.
    La hermana imprime la magia.
    Bauman demasiado quiteño pues.

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