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Habitamos nuestras ruinas

Foto: Christopher Payne

Un escenario en ruinas es donde transcurre la última novela del escritor Santiago Páez, Antiguas ceremonias. Esta es una primera aproximación a la obra.


Por Sandra Araya / @Sanrrangelica

Aquella denominación despectiva que sonaba hasta hace unos años como una verdad indefectible se ha caído, por fin. Ya no existe un grupito de ‘happy few’ que lee y que, por tanto, es superior al resto. Bueno, habrá siempre algunos que se la crean, pero ya en cuestiones de complejos personales no me meto yo. Solo hablo de lo que veo, de lo que leo, de lo que veo que lee la gente.

Negar que la gente lee es una estupidez a estas alturas. Sí, hay estadísticas que dicen que el del Ecuador no es un pueblo lector y sin embargo, me pregunto entonces: ¿qué harán todos aquellos que abarrotan las librerías en épocas navideñas (además de que siempre hay alguien que se llevó el libro que tú querías), aquellos que acuden a bibliotecas (sí, las hay), aquellos que se suscriben a campañas de lectura? ¿Qué harán, incluso, aquellos que se roban de vez en cuando un libro de casas ajenas? No creo, francamente, que alguno de estos personajes gaste dinero o energías en obtener un papel higiénico costoso y que puede ser nocivo para la piel.

Se lee. Y eso no nos hace mejores ni peores, ni más bonitos ni feos. Nos hace humanos. Nos hace seres que buscan decodificar el mundo, entenderlo, aprehenderlo, a toda costa, para poseerlo (vaya idea). Desentendernos, de cierta forma, del resto de la naturaleza. Dejar de ser animales (vaya idea).


Se lee. Y eso no nos hace mejores ni peores, ni más bonitos ni feos. Nos hace humanos. Nos hace seres que buscan decodificar el mundo, entenderlo, aprehenderlo, a toda costa, para poseerlo (vaya idea).


 

Y sin embargo, hay quienes, dentro de este oficio de la literatura (divertido, pero peligroso, mal visto, incluso), prefieren apostar por una tesis que nos aleje de lo humano: seríamos más felices si aceptáramos que somos animales, y que más allá de comer, copular y dormir, poco puede ofrecernos el mundo para obtener la dicha. Más o menos por ahí transita la nueva novela de Santiago Páez, Antiguas ceremonias, editada por Paradiso Editores.

A Santiago no le gustan las presentaciones de libros, con muchos asistentes, con luces; a él le gusta conversar con un grupo reducido de personas, explicarles de qué van sus libros, bromear con ellos, tal como hacía (y como seguramente sigue haciendo) en la época en que yo era estudiante en sus clases. Y reconoce que esta nueva obra es más optimista que las otras, como Los archivos de Hilarión, Crónicas del Breve Reino o Ecuatox.

“¿Utopía o distopía?”, preguntó alguien por ahí. “Esta es una novela atópica”, respondió Santiago. En un lugar inexistente, unas ruinas (las ruinas siempre son una posibilidad), un grupo de militares —¿exiliados, resucitados, disidentes?— encuentra una comunidad que ha preferido conformarse con su forma primaria de existencia, son mamíferos gregarios que viven sin pensar más allá del alimento y la cópula, la vida sencilla.

Por supuesto, una imagen de semejante mansedumbre está matizada por un personaje oscuro que, a decir de Santiago, le costó darle vida. Él representa lo odioso, lo repugnante, aquello que, sí, admitámoslo, también nos hace humanos de una forma atroz. La crueldad como síntoma del poder y la inteligencia. Un hombre. Todo un hombre.


Él representa lo odioso, lo repugnante, aquello que, sí, admitámoslo, también nos hace humanos de una forma atroz. La crueldad como síntoma del poder y la inteligencia.


 

Además, un ángel también por estas páginas. Así, tenemos un escenario poblado por mamíferos, seres humanos (horror), y un ángel (lo innominado, lo inteligible), un espacio que representa a nuestra especie, pues hemos construido ciudades que terminan en ruinas, por nuestra mano, por nuestra propia obsesión de destruirnos.

Construir, para el hombre, implica avanzar, apoderarse del mundo y moldearlo a su criterio, a su santa gana. Destruir, para el hombre, implica avanzar, apoderarse del mundo y moldearlo a su criterio, a su santa gana. Las ruinas no son sino ciudades sin habitantes, laberintos abandonados que alguna vez construimos con el fin de perdernos y encontrarnos entre nuestros terrores y esperanzas. Así funcionamos: construimos con esperanza y destruimos por terror. Y lo hacemos una y otra vez, como en un ritual, de forma obsesiva y compulsiva, para repetir, reordenar el mundo, asir un instante, lo que llamamos vulgarmente realidad.

Y por esos mismos motivos creamos, escribimos, incluso, por eso mismo también leemos, para asir un espacio de realidad que podemos controlar a través del lenguaje. ¿No era más fácil quedarse como mamíferos? Claro, pero entonces el mundo no sería tan divertido. Así lo cree Santiago. Así lo creo yo también. Divertido y horrible. En las ruinas que habitamos desde ya, en lo que escribimos, habitan los monstruos, los ángeles. Los hombres. Hasta que no quede uno solo. (Próximamente, una reseña más completa del libro. Esto es lo que pude extraer de mi conversación con Santiago. Aún falta completar el rito de leer, de escribir. De asir para crear palabras muertas, ruinas, ad infinitum).


Sandra Araya (Quito, 1980) estudió Comunicación y Literatura en la PUCE. Transita por oficios varios: correctora de estilo, profesora universitaria, fabricante de discos interactivos, organizadora de bibliotecas. Abrió, heroicamente, una pequeña editorial llamada Doble Rostro, que ya cuenta con cuatro títulos. Ha publicado cuentos en las revistas El Búho, Aceite de perro, Big Sur y Ómnibus. También está incluida en la antología Ecuador Cuenta, cuya edición fue coordinada por el crítico Julio Ortega. En 2010 ganó la Bienal Pablo Palacio. Fue editora del suplemento cultural cartóNPiedra en los últimos meses. Tiene una columna en el blog de Ochoymedio Ecuador sobre películas de terror y suspenso, su placer confeso y culpable. En 2014, el sello Antropófago publicó su novela Orange y ahora ya ha puesto punto final a su segunda obra.