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La canción popular es un género literario

Robert Zimmerman -Bob Dylan- vuelve a agitar al mundo. El reciente premio Nobel de Literatura concedido al cantautor estadounidense ha desatado un debate que bullía entre músicos y escritores. El lazo que une a la canción popular con la poesía precede a cualquier premio y a cualquier análisis. Cabe la oportunidad de recordar el lugar donde reside la música en el uso de la lengua.

Por Javier López Narváez

“Poder sintetizar
en las cinco o seis líneas de un bolero,
todo lo que un bolero encierra
es una verdadera proeza literaria”

Gabriel García Márquez, 1985

“Literatura:
1. f. Arte de la expresión verbal
…7. f. Conjunto de obras musicales escritas…”

Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española

La semana pasada, la Academia Sueca sorprendió al mundo con un anuncio de excepción: por primera vez en 115 años se otorgó el Premio Nobel de Literatura a un aedo contemporáneo, heredero de la tradición homérica de narrar cantando. Para un escritor de la talla de Robert Zimmerman (Bob Dylan), el galardón no es más que una redundancia; el reconocimiento tardío de la sustancia poética de su obra, reconocimiento que ya se dejaba entrever en 1990 cuando fue investido Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por el Ministerio de Cultura francés, y que siempre estuvo como un fantasma rondando a varios de los otros logros del artista estadounidense, tales como el Premio Príncipe de Asturias 2007 y el Pulitzer 2008.

Otorgar el máximo reconocimiento literario a un hombre cuya obra, en su mayor parte, no se concibió para ser leída sino para ser escuchada, no es más que la confirmación de algo que todos sabemos desde la escuela primaria, pero que al parecer ha sido olvidado por una gran parte de nuestros hombres y mujeres de letras: que el origen de toda literatura fue oral, y que la unidad natural poesía/música que durante milenios entendieron nuestros antepasados se partió en dos cuando nos revelamos incapaces de desarrollar sistemas de escritura tan eficaces para registrar los sonidos abstractos como aquellos que registran los sonidos lingüisticos. No fue sino hasta el siglo X de nuestra era que el monje Guido de Arezzo sembró la semilla de la notación musical moderna, y hubo que esperar todavía tres siglos más para que Occidente contara con el pentagrama como grilla imperfecta de escritura musical estándar; mientras que para escribir el habla todavía seguimos usando el alfabeto latino, cuya primera versión apareció en el siglo VII a.C.

Comprender esta diferencia centenaria nos deja ver, primero, que mientras más completa sea la belleza natural del universo, más difícil será para nuestra especie atraparla en garabatos de tinta sobre papel. Pero también nos revela que en las críticas a la decisión de la Academia Sueca subyace un elitismo artístico cultivado durante los 1700 años que mediaron entre la aparición de uno y otro sistema de escritura; elitismo sin duda reforzado por el mito judeo-cristiano que durante siglos ha repetido que “en el principio fue el verbo”, cuando la realidad insiste en que al principio fue la música, pues la práctica de percutir en busca de ritmo es tan antigua como el ser humano, y no se ha sabido de ningún viajero solitario que no fuera capaz de silbar o de cantar para componerse una melodía de alivio.

De modo que no es nueva la discusión sobre la valía literaria de la canción popular. Basta recordar la disertación de Daniel Samper Pizano y Juan Gossaín con la que ingresaron a la Academia de la Lengua Colombiana, en la que no solo recordaban el origen musical de la poesía, sino que advertían que las antiguas dificultades “para fijar la música por escrito o en grabación han hecho que muchos historiadores olviden la noción de que esos poemas llevaban un acompañamiento musical”. No en vano, el estudioso francés Henri-Irenée Marrou ironizaba: «Admiro la tranquilidad de conciencia de esos graves eruditos que han consagrado largos años y gruesos volúmenes a la poesía lírica de los trovadores sin otorgar atención a su música».

Años antes, en 1985, otro Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, le dijo al cubano Armando López en una entrevista para la revista Opina que detrás de la música comercial “…hay hombres que no son conocidos como poetas, como es Manuel Alejandro, y sus canciones son extraordinarias piezas poéticas que se oyen en todas partes, algunas las canta Julio Iglesias, otras Raphael, otras Rocío Jurado, y el público exclama: ¡qué linda la canción de Raphael! En realidad detrás de esas canciones hay un poeta, un Manuel Alejandro, un Pérez Botijo, los cuales se los sueltas a cualquier intelectual y no tiene la menor idea de quiénes son”. Ante la insistencia del periodista sobre la calidad de las canciones, afirma con seguridad: “De la calidad de sus letras no hay ninguna duda y sobre eso yo creo que tengo la suficiente autoridad para decirlo…”.

Y aún antes de García Márquez, Borges recordaba las palabras de Walter Pater, quien escribió que todas las artes aspiran a la condición de la música.

No deja de ser curioso que pese a llevar décadas hablando del tema, y sobre todo, pese a que Bob Dylan ha estado durante años en la lista de nominados al Nobel –junto a nombres como el del japonés Haruki Murakami– los detractores de la decisión esgrimen, palabras más, palabras menos, el argumento simplón de que no se puede dar tal reconocimiento literario a un músico. La afirmación no solo desconoce la historia oral-musical de la literatura universal, sino que además olvida una verdad que por sencilla parece estar pasando desapercibida: la Academia Sueca no le otorgó el premio al músico, sino al rapsoda y al escritor de canciones, como lo demuestran no solo el comunicado oficial que reconoce en Dylan el “haber creado nuevas expresiones poéticas en el marco de la tradición musical americana”, sino también las declaraciones de la Secretaria Permanente de la Academia Sueca, Sara Danius, quien reconoce en el ganador de este año a un gran poeta de la tradición de habla inglesa, y recomienda acercarse a su obra a partir de la lectura de las letras del álbum Blonde on Blone, lanzado en 1966.

Entiendo que el equívoco se sustenta en un desconocimiento general de las mecánicas internas de las artes musicales; pues se ha generalizado una idea errónea de “la música” como equivalente de una práctica unidimiensional dentro de la cual es lo mismo escribir el texto de una canción, componer una pieza musical, interpretar un instrumento, cantar y pararse sobre un escenario; cuando en realidad se trata de un conjunto múltiple de prácticas artísticas, que hacen de la música tal vez la más completa de todas las artes. En ella identifico al menos 4 dimensiones (cuyas particularidades abordaré en otros textos más específicos): la dimensión sonora, que engloba a la interpretación y la composición; la dimensión escénica; la dimensión de producción colectiva y la dimensión literaria, que ha merecido este año la atención de la Academia Sueca.

Más allá del nombre de Dylan, el Nobel de Literatura 2016 es la reivindicación del oficio de escribir canciones, pues para nadie es un secreto que la estructura de la industria musical tiende a poner en primer plano a quienes las interpretan, y borra del imaginario colectivo a quienes las escribimos. Por eso la mayoría piensa en Bob Dylan en términos de “músico”, y no de “escritor”; pero ya otros escritores de la misma talla están alzado su voz en defensa del gremio. Tal es el caso del panameño Rubén Blades, quien ha retado a sus seguidores, a través de su cuenta de Facebook, a que lean la letra de su canción Gente despertando bajo dictaduras, luego escuchen la música, y luego la confronten con algún académico literario para determinar si califica como cuento corto.

Por mi parte, siempre supe que llegaría el día en que el Nobel de Literatura se lo darían a un escritor de canciones, y solo extraño que el gremio de autores y compositores no se haya pronunciado. No entiendo el silencio, a nivel internacional de la Confederación Internacional de Sociedades de Autores y Compositores (CISAC), y a nivel nacional el de la Sociedad de Autores y Compositores del Ecuador (SAYCE), ante un hecho histórico que debe llenar de alegría a los escritores musicales solo por el hecho de haberle devuelto a este oficio el estatus homérico que tiene desde el origen de los tiempos.

En última instancia, el Nobel de Robert Zimmerman debería poner de moda a la figura del escritor de canciones, y debería servir para subir la vara de lo que se espera de la letra de una canción, en cualquier idioma, hoy que, después de años de estarlas tocando, Bob Dylan logró por fin que se abrieran las puertas del cielo.

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