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 La ruta de la ceniza o la melancolía productiva

La ruta de la ceniza es el primer libro de poesía de Gabriela Vargas Aguirre y esta reseña lo presenta con detalle.

Imagen tomada de El Universo.

Por María Auxiliadora Balladares

La ruta de la ceniza, el primer poemario de la escritora Gabriela Vargas Aguirre (Guayaquil, 1984), es, entre muchas otras cosas, un libro sobre la transición en donde la pregunta central gira en torno a cómo lidiar con la memoria de la madre, cuya muerte revela la naturaleza contradictoria de su relación con quien permanece, con quien vive para referir lo que fue su vida. El libro reconstruye las varias intensidades y etapas del duelo: la madre es cercana y, sin embargo, ajena. Su influencia sobre la hablante lírica es leve y es honda al mismo tiempo y ella forja el poema en busca del duelo.

En La ruta de la ceniza, el lector se encontrará con dos alientos que precipitan la palabra poética: la relación con la madre muerta, a la que nos hemos referido, y la conciencia de un frágil cuerpo que se desintegra, que es el propio cuerpo de la yo poética. Cuerpo en los límites, cuerpo poroso que absorbe los deseos de la madre y que, sin embargo, no se corresponde con ese deseo: ahí nace la insatisfacción fundante que convoca a la permanente reescritura del poema (bien se podría decir que este es un libro que plantea variaciones sobre un mismo tema). El verdadero trabajo de la hablante lírica se vislumbra en el acto de desaparecer como estirpe de la madre, romper filas, reescribir incesante su propio cuerpo e insertarse en la economía del deseo desde ese cuerpo en devenir, tal como lo revela uno de los versos más hermosos del libro: “el hombre se inicia en un poema cuando se sienta sobre el mar y lo reescribe” (90).

Mencioné que la pregunta central de este libro plantea cómo lidiar con la memoria de un ser que ya no es. Freud, en su ensayo Duelo y melancolía, nos ha ofrecido algunas respuestas a esta pregunta. Para el psicoanalista vienés, el duelo es la reacción por la pérdida de una persona amada o de una abstracción que es parte de uno. El “trabajo del duelo” implica siempre un abandono de las cosas del mundo por la energía que ese duelo requiere. Sostiene Freud que la necesidad del duelo radica en que este es necesario para desprenderse de los vínculos libidinales con el objeto y así poder establecer esos vínculos con otros objetos. Si es que en el duelo ocurren ese distanciamiento y desprecio del mundo; en la melancolía, por transferencia, ocurre un desprecio hacia el yo (o el ego). Ese desprecio hacia el ego se da a causa del abandono del que nos sentimos víctimas.

Hay dos tipos de melancolía: la depresiva, en la que no hemos podido desprendernos del objeto, y aquella en la que el objeto perdido deviene personalidad del ego, es decir, el yo imita al objeto perdido. Todos imitamos lo que nos hace falta. Judith Butler sostiene que hacemos mímesis de nuestros cuidadores primarios porque son las primeras personas que perdemos. Walter Benjamin, por su lado, despreció las expresiones depresivas de la melancolía y se refirió, en contraposición, a una melancolía productiva, es decir, a una forma de la pérdida a partir de la cual es posible el cambio histórico.[1] Partiendo de estos conceptos, quiero establecer este primer acercamiento a La ruta de la ceniza como un libro del duelo y de la melancolía en el que la yo poética entabla una vinculación con la madre a partir de la imitación y posteriormente de la ruptura.

El duelo se plantea, en el poemario de Gabriela, en cuatro momentos diferentes que constituyen las cuatro partes del libro. En la primera, Marcas de nacimiento, el lector se encontrará con una rememoración de las experiencias vividas con el objeto del afecto, es decir con la madre perdida. Dice el poema Flashback 1: “Estando sentada la madre cuida la muerte de sus plantas, teje algún nombre que deja en el olvido el mestizaje contundente en sus hijos de pie tosco y ojos de venado” (21). La madre se dibuja como guardiana de la muerte. Es desde la más temprana edad de sus hijos quien les va a recordar que “Toda casa, toda casta, todo nombre, algún día debe perecer” (21). Como El guardián del hielo, de José Watanabe, a quien el sol le recuerda que debe amar rápido porque el hielo rápidamente fuga ante sus rayos calurosos, así la madre, mujer de construcciones e identidades complejas, irreales o mentirosas si seguimos lo que sostiene el poema de Gabriela Vargas, explicará a los hijos la vida, con su propio cuerpo frágil y danzante, con su cuerpo repleto de alacranes, con su cuerpo enfermo. Esta primera parte es la de los antecedentes, es decir, es la parte que refiere la enfermedad y la convalecencia de la madre.

La segunda parte, titulada Funerales, es la de la muerte misma y la experiencia ante el cuerpo exánime. Dice la voz lírica en el poema del mismo título: “Tengo los brazos cosidos a la espalda / debo tenerlos para llevarte a través de los sueños a descansar como un ojo cerrado / He de preparar un cuerpo muerto y una gota deforme parte en dos mi frente” (56). La hija con los brazos cosidos a la espalda debe preparar el cuerpo para el funeral. Esa imagen de realización imposible en términos físicos nos permite entender que si bien el funeral ocurre, la yo poética no se ha desprendido de la madre. En los funerales, la inexistencia física de la madre deviene real, sin embargo, no hay distanciamiento. La hija permanece atada a ella. Es un rito de paso, ciertamente, aunque improductivo.

La tercera parte, La desviación del centro, nos presenta a una yo poética en melancolía depresiva. El poema No he vuelto a escribir reza: “No he vuelto a escribir. De todas formas traigo esta gran bestia / que son oraciones que aparecen cuando camino y que se guardan / que parece que tuvieran que decirse con urgencia, pero no / no son dichas, solo soy yo y el silencio / solo estoy yo y el frío y el silencio / solo estoy yo con mis recuerdos y el pasado que al crecer se vuelve algo muy malo / algo para no decirse, algo para ocultarle a mis mayores” (69).

Escritora sin escritura; ego sin el objeto de su afecto; lenguaje urgente pero sin forma: la yo poética está sola, se aparta del mundo porque se desprecia. Aquello que puede decir lo debe callar, ocultárselo a sus mayores. Somete a su propio cuerpo a los efectos de Diazepam 10 mg y entonces, “La dormidera avanza como un tropel de aves sin memoria” (75). Esa forma del desprecio hacia ella misma va fragilizando su cuerpo y lo ubica en el límite.

En la última parte, Rito de paso [un pacto con Dios], la melancolía depresiva abre paso a una forma productiva de lo melancólico y es ahí donde el poema se convierte en la realización, la concreción de ese impulso productivo: “La poesía es ingobernable. Los ojos pueden posarse en cualquier punto arbitrario del mar. El mar seguirá siendo mar, Los ojos nunca verán lo mismo” (87). La yo poética, que no ha dejado de ser hija, que aún recuerda a la madre y la vive o la padece en su cuerpo, se revela como poeta y entonces su duelo íntimo pasa a ser escritura, pasa a ser el mayor gesto político de todos, pasa a ser una forma de comunidad, la más intensa e impredecible forma de la comunidad que es el poema.

Los textos de La ruta de la ceniza se han forjado en lo que Kristeva llama la chóra: “receptáculo arcaico, móvil, inestable, anterior al Uno, al padre e incluso a la sílaba, designado metafóricamente como nutricio y maternal” (18). Habría que seguir escribiendo sobre estos versos largos y de ritmo pausado, sobre su lenguaje cargado de imágenes que dejan ver las intersecciones y asimismo las distancias insalvables entre el dominio de lo sagrado y el de lo profano, sobre la honestidad de la autofiguración –no por decir una verdad, sino por saber transmitir el espacio que ella, la poeta, ocupa precisamente en la chóra–. Que un libro de poesía, además el primero publicado por su autora, nos abra tantos posibles caminos para la lectura, dice mucho sobre el potencial de Gabriela Vargas Aguirre. Celebro la publicación de este libro enorme.


[1] Las referencias teóricas en este párrafo y el anterior han sido tomadas de Jonathan Flatley. Affective Mapping: Melancholia and the Politics of Modernism. Cambridge, Mass: Harvard University Press, 2008. Este texto constituyó la presentación del libro y fue leído en Casa Mitómana, de Quito.