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Lila Downs, la mexicana que me devolvió a Colombia en Quito

Foto: Omar Arregui Gallegos
Foto: Omar Arregui Gallegos

Por Sofía Carvajal Ríos / @sofiacarvajal

El sábado, vi a Lila Downs en Quito y todavía tengo la noche adentro: una especie de coraje fiestero para sostenerle la mirada a la realidad… aunque nada “amaneció mejor, mejor”. Es domingo por la mañana y he decidido retomar esa vieja y perversa costumbre de despertar y leer los periódicos de mi país: Colombia. Una rápida revisión de sus titulares parece una estrofa de La patria madrina: “ya miré el infierno, ya miré las noticias: fosas, muertos, daño, madre naturaleza, ambición, poder”.

A esa mexicana –hija de una mujer indígena cantante de cabaret y de un cineasta gringo–, la conocí con La línea y la fantástica descripción que hace de la situación de la frontera mexicana, esa raya imaginaria que causa tanto dolor. Todavía recuerdo aquel momento: vivía en Bogotá y no podía dejar de escuchar el álbum entero.

El ritual

Esta vez la vi por fin, con su imponencia de brazos gruesos, espalda ancha, ojos de noche en luna llena, negra melena domesticada por dos extensas trenzas. Y me voy a permitir hablar de esa noche como si estuviera ahí, porque sigo ahí. Su sonrisa florida es el centro de la energía de imán de su canto: “gota, gota, gota, gotita de mezcal” que se enlaza con ese conjuro que es su baile de piernas fuertes y pecho en alto. Ella ha terminado su primera canción ofreciendo mezcal a la tierra y luego bebiendo un trago. ¡Ya todos somos parte del ritual! Es hora, entonces, de invocar a la palabra con todo su poder liberador: Humito de copal, que Lila –al igual que lo hace en su álbum Balas y chocolate– dedica a los periodistas y a su labor. Ella toca esa guacharaca mientras se mueve de un lado a otro, como nosotros. Esa ha sido la antesala de su versión de la canción venezolana La burra. La alegría ya es incontenible y su performance sobre el escenario domina la cumbre del cerro Itchimbía, en el Centro Histórico quiteño.

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Foto: Omar Arregui Gallegos

Aparece como susurro en la noche La martiniana, esos versos del pueblo Juchitán que Lila canta con tanto amor y dedicación: “Niña, cuando yo muera / no llores sobre mi tumba / cántame un lindo son / ay, mamá / cántame la sandunga… no me llores, no / porque si me lloras, yo peno / en cambio, si tú me cantas, yo siempre vivo y nunca muero”. Hacemos parte de lo sublime que es comprender al canto en la vida y a la muerte como parte de ella.

¡Hasta que nos llegaron las rancheras! “¡Maldito corazón, me alegro que ahora sufras!”. ¡Con qué sentimiento canta Quito estos versos! Es que de los mexicanos aprendimos que “el que no sabe de amores no sabe lo que es martirio”. ¡Y Lila sí que lo sabe! Luego vino La farsante, esa legendaria canción inmortalizada por Juan Gabriel, quien además la canta con ella en su último álbum. ¡Así que –como ella– hay que llevar sombrero, señoras y señores! La triada de rancheras no podía cerrar con otro que no fuera don José Alfredo Jiménez, por eso suena Vámonos, mientras Lila muestra su sonrisa, itinerante y orgullosa de la música popular mexicana.

Qué bien vendría un tequila aquí, ¿no? Y eso que yo de rancheras no es que sepa mucho, pero si me ponen a Javier Solís, recuerdo a mi mamá, cantando un domingo por la mañana Cataclismo o En tu pelo. Sí, un domingo como este. Entonces recuerdo que México “está cerquita” de Colombia… ¡Ay, tan parecidos! “Estamos pasando tiempos difíciles”, dice Lila, refiriéndose a su México lindo y querido, y yo solo puedo pensar en mi Colombia y en el día en que dejé la costumbre de revisar las noticias de mi país al despertar. Con “¡vivos se los llevaron y vivos los queremos!”, termina La patria madrina, y sabemos que está hablando de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y de tantos otros. Viene a mi mente su bella interpretación de Razón de vivir, junto a Mercedes Sosa porque hay algo en sus ojos “para recalcar que estoy viva en medio de tantos muertos”. Me puedo reconocer en su mirada. Si en algo nos parecemos los colombianos a los mexicanos es en que, a pesar de nuestras tragedias, podemos seguir cantando, bailando y cosechando. “¿A quién le gusta el chocolate?”, pregunta Lila, para anunciar Balas y chocolate, un reconocimiento del cacao como parte de la historia común de países como México, Guatemala y Ecuador que, de paso, saca a relucir su formación como antropóloga. Después, dedica una bella versión de Currucucucú paloma, a las tejedoras manabitas de Ecuador, y el silencio se vuelve nuestro mejor agradecimiento por su amor hecho voz. Ella, mientras tanto, abraza una manta tejida y cubre su cabeza. ¡Parece que ya pronto va volar! Y vuela…

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El tímido pedido de “¡otra, otra!” parece estar consciente de que ella volverá a cantar. Sonrisa, alas, brazos, espalda y voz están de vuelta con Zapata se queda. ¡A bailar otra vez, con ese canto que celebra a Emiliano Zapata y su legado de libertad y fortaleza para México, para Latinoamérica! Luego nos acarició el corazón con Naila hecha bolerito pa’ que se aquiete el frío en Quito: “vuelve a mí / ya no busques otros senderos/ te perdono porque sin tu amor / se me parte el corazón”.

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Foto: Omar Arregui Gallegos

Lila reivindica la poesía campesina de su país y Viene la muerte echando rasero, llena de energía el Itchimbía y es esa burla a la muerte, ese reconocimiento de frágil humanidad ante el mismo fin que nos espera a todos, lo que se convierte en canto liberador. Ese que Amparo Ochoa inmortalizó en México y aquí está ahora, recordándonos que a la Parca no se le escapa ningún pasajero.

Finalmente llega su inolvidable Cumbia del mole y recuerdo el poder de la cotidianidad, la posibilidad de hacer que los días sean mejores con las manos trabajadoras de quienes siembran, preparan chocolate caliente o muelen el maíz para la comida. Recuerdo las manos honestas de mi abuela, dándole forma y cariño a las arepas que comemos y sonrío mientras veo a Lila menear su cadera y sonreír a Paul -que está en el saxo-, su compañero de vida, de música. El ritual se ha cerrado: agradecimiento y alegría.

Ese homenaje alucinante a México que es su música, su puesta en escena, su ofrenda de color y energía, el reconocimiento de los pueblos indígenas y su sabiduría. Tiene algo de Chavela, algo de Frida, todo de México. Es esa permanente búsqueda de identidad, esa invitación alada a una Latinoamérica unida en sus raíces para un futuro diferente. Esa representación de las mujeres y de su fortaleza. Esa manera de hacer del arte un modo de lucha y de esperanza.

No dejar de bailar y de sonreír. No olvidar jamás nuestras duras realidades, sufrir por amor y seguir caminando. Todo hace catarsis en mí, y luego todo se vuelve medicina y alimento para ese “acto de fe” que es ser colombiana. Ya es medianoche mientras termino de escribir y pienso que mañana no voy a leer los titulares de las guerras que vivimos en Colombia, antes de que el café empiece a inundar mi sala con su aroma. No porque le dé la espalda a la realidad. Es que quiero usar mi derecho a vivirla desde otro lugar.

Recuerdo cuando Lila –con los ojos brillantes– nos dijo “es un honor cantarles…”. ¡El honor es mío! Gran honor de que México y Colombia se puedan encontrar en la música bajo este bello pedacito de cielo que tiene Quito. Y me repito a mí misma, como brindis de mezcal: “No se me reviente que es el último jalón”, y, tal vez ahora sí “todo amaneció mejor, mejor”.

1 COMENTARIO

  1. Felicitaciones Sofía por tan bello escrito. Tienes madera de escritora y le haces honor a tu profesión de Comuncadora Social. Un abrazo.

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