I

“Barracas al Sur
Barracas al Norte
a mí me gusta
bailar con corte;
Mañana por la mañana
me voy a las Cinco Esquinas
a tomarme un mate amargo
de la mano de mi china”.
(Jorge Luis Borges)

Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar

“A uno el oficio le obliga a cuidarse, che –me dice, cuando le ofrezco un Philip Morris–. Fumo, sí, pero prefiero armarme un pucho en vez de fumar esos cigarrillos, viste…”. Con esa voz áspera, porteña, que hacía pocos minutos había cantado Por una cabeza, Osvaldo Peredo agradece y acepta un cigarrillo liado por alguno de los amigos con quienes compartimos la vereda de Sarmiento y Mario Bravo, en Almagro, uno de los barrios más tangueros de Buenos Aires. Ahí está el pequeño y acogedor local de Cúrcuma. Junto al viejo y alto platán francés, él carraspea un poco para dar la primera calada y para negarle paso a la brisa fresca de una noche de primavera. Se balancea sobre los pies y se ayuda de las manos para hablar del tango como si hablara de un pariente entrañable, no de cualquier pariente sino de uno consentido. Pero también habla de fútbol y de la memoria como si ellos fueran dos de sus hermanos.

-Las cosas son simples, viste… ¿Para qué complicarse con pelotudeces que no entiende nadie, como hacen en el rock, ¡ni ellos mismo pueden entender todo lo que están diciendo!. –¿Y qué pensás de Spinetta, -le pregunta una voz. –Y, no se le entiende un carajo, che… En cambio, acá, mirá lo que dice Manzi: San Juan y Boedo antigua, y todo el cielo, Pompeya y más allá… ¡Te fijás, dice Pompeya y más allá, vos escuchás eso y lo podés ver, porque Manzi te lo está pintando en la mente, viste! Osvaldo tiene en la punta de la lengua el tango de Troilo con el memorable poema de Homero Manzi. Para ilustrar ese más allá de Pompeya, él dibuja un salto con el brazo y lo acentúa con los profundos ojos azules que lleva incrustados en el afilado rostro. Es que Osvaldo canta con los ojos, con los labios, con el pecho, con las manos. Con su gesto hasta me puedo imaginar lo que habrá más allá del barrio de Pompeya. Canta, pero dice que el tango no se canta, sino que se cuenta. Ahí está él, a sus ochenta y cuatro años, contando tangos en los boliches o en las milongas de Almagro.

Durante la primera mitad del siglo XX, Buenos Aires hizo del tango su carta de presentación para el mundo. Eran tiempos en los que las nuevas naciones latinoamericanas necesitaban de un ritmo emblemático, de una canción que las presentara y las hiciera verse modernas. Así como el pasillo sirvió para exportar la imagen de Ecuador, el vals para vender la del Perú o la cueca, para mostrar a Chile, el tango fue la canción de la Argentina. O, de Buenos Aires. Esa Buenos Aires que, como dice Martín Caparrós, no es el interior ni el exterior de la Argentina sino el limbo. Ya durante la segunda mitad del siglo, como en muchos casos, estos ritmos quedaron en manos del arrabal y del tugurio urbano, respiraron la cantina, el suburbio y la borrachera, inhalaron las emociones del solitario marginal, del linyera, del mujeriego, del bohemio o del borracho entristecido.

Era que la ciudad se empezaba a comer los sueños de los soñadores modernos. “Mientras públicamente -contra la barbarie, contra el gaucho a veces, contra el indio- estamos fundando un gran país, también se está creando, se está urdiendo, está engendrándose en la sombra, algo que nos hará famosos en el mundo, y ese algo es el tango”, dijo Borges, quien recordaba el conventillo Los Cuatro Vientos y otras “casas malas” como los templos tangueros. Por eso, en Buenos Aires, esas atmósferas en blanco y negro, de milonga y de esquina, hicieron del canto algo más que solo una ejecución musical para entretener: se volvieron profundos sentimientos sonoros para un pueblo confundido. El tango era el crío de una ciudad adolescente que quiere ser adulta y todavía no puede.

II

Era 1930 y el tango circulaba como si fuera la misma sangre de las calles porteñas. Una luz de almacén, los galpones, las esquinas, los talleres o los bares eran refugio de bandoneones y guitarras. Cuando había orquesta completa, los violines alardeaban sus silbidos y el contrabajo gorjeaba. El 30 de julio de ese mismo año, la selección argentina jugó con el cuadro uruguayo la final de la primera Copa Mundial de Fútbol, en el Estadio Centenario de Montevideo, y perdió el campeonato con un marcador de 4 a 2. En los rincones de la ciudad recién llegada a la tercera década del siglo reinaba el tango, pero en sus calles semivacías los pibes jugaban al fútbol día y noche. En ese año nació Osvaldo, en algún predio de la avenida Independencia. “Tomábamos las mamaderas con tango adentro”, dice él.

Cinco años después del día en que Osvaldo llegó al mundo, Carlos Gardel, el más alto ícono del tango, murió en un accidente aviatorio, en Medellín. Cumplidos los veinte años, el joven Peredo gambetaeaba con el balón de fútbol y mucho más hacía gambetas con los versos tangueros. Alfredo Le Pera o Pugliese eran parte de su mundo de cantor de tangos. A esa edad empezó a cantar con una orquesta de Pompeya, el mismo barrio que evoca la canción. El muchacho de ojos claros sentía que la vida se le iba en el canto. Pero, tres años más tarde, el fútbol lo llevó a Colombia, a jugar de mediocampista en las formaciones menores del Atlético de Medellín. Allí estuvo durante tres años, en la misma ciudad donde murió Gardel, el Zorzal Criollo, el Morocho del Abasto, el cantor de tango de todos los tiempos, “el más groso de todos”. Osvaldo vivía con el corazón partido entre la cancha y el escenario, pero, deslumbrado con el gusto tanguero de los paisas, finalmente se rindió a la seducción. “Yo lo que quería en verdad era cantar –me confiesa, en esa misma vereda de Sarmiento”. Algo sobrevivía en medio de una cruenta batalla: entre el fútbol y el canto había que decidirse por el que pudiera contener, de alguna manera, a los dos.

Osvaldo PeredoVolvió a Buenos Aires en 1960, “y por esas épocas el tango era una mala palabra. No era bien visto que vos estuvieras cantando tango”, recuerda. Luego arroja lo que le queda del pucho al piso y se toma la barbilla con las yemas de los dedos.

A su regreso, Osvaldo se dedicó a hacer de todo: vendedor de libros, servidor público, albañil, encargado de edificios, lo que fuera… lo que diera algo de dinero. Hasta que en un estacionamiento donde trabajaba, un inspector que lo había escuchado cantar le propuso presentarse en El Rincón de los Artistas, un espacio adonde iban monstruos de la estatura del Polaco Goyeneche, a quien tanto admiraba ya, o del mismo Pichuco (Aníbal Troilo)… Ese fue el quiebre. El canto había triunfado.

Hay una frase que Osvaldo Peredo dijo en alguna entrevista para un medio local: “Es difícil matar al tango, es lo mismo que matar a Gardel, porque es muy difícil matar a Gardel”. Más adelante se juntó con Roberto Medina, hijo del autor del clásico Pucherito de Gallina, y junto con Agustín Ortega empezaron a tocar en El Boliche de Roberto, un sitio en las calles Bulnes y Perón donde, según cuentan los porteños, cantaba en sus tiempos el mismísimo Gardel.

III

Hoy, Osvaldo Peredo, en concierto. En el Sanata bar -en la esquina de Sarmiento y Sánchez de Bustamante, a dos cuadras de Cúrcuma- son poco más de las once de la noche de un martes. Osvaldo pasea entre las mesas y una pareja de turistas brasileros se le acerca para saludar. Él no los reconoce a primera vista, tarda unos segundos y por fin los dos rostros le vienen a la memoria: “Ché, qué bueno que hayan venido” -dice, y se justifica, atornillándose una sien con el dedo índice-, sabés que ya anda un poco mal, viste…”.

Osvaldo PeredoDe repente, se aparece ella, una mujer de melena nocturna que lleva un maletín en una mano y una sonrisa abierta con la que saluda. Cindy Hagra es bandoneonista. Tiene treinta y tres años y acompaña a Osvaldo desde el 2009, cuando contaba con apenas veintiocho. Lo conoció junto al guitarrista Paco Peñalva, en el mismo Sanata. Ella tocaba con varios cantores por esos años y desde entonces tocó también con él, esporádicamente. “Hasta que un día le pedí que me acompañara a otro trabajo que tenía, y al que el cantor justo no podía ir un fin de semana, ¡y él aceptó con gusto!”.

Desde el 2013, Cindy y Osvaldo se presentan en Sanata, todos los martes. “Osval representa todo. ¡Es el tango a color!”, me dice Cindy. Para ella, Osval es el cantor más importante de estos tiempos por haber devuelto el tango a varias generaciones. “Muchos músicos jóvenes que tienen gran relevancia en el tango actual, como Lucas Furno, Juan Pablo Gallardo, Ariel Ardit, entre otros, llegaron al tango gracias a Osvaldo”.

Cindy es un verdadero encanto cuando sonríe. El público la mira, la saluda, conversa con ella; Osvaldo, a su lado, no para de dar besos en la mejilla a sus amigos y los dos juntos se convierten en la representación más fiel de dos generaciones enlazadas por el tango. La mirada de Osvaldo tiene dos lanzas azuladas que se disparan desde los ojos hundidos. Acepta una copa de vino tinto, brinda, pone su mano sobre el hombro de quien se le acerca y charla como si fuera lo más importante para hacer en la noche. Afuera, los bondis (los autobuses) no dejan de rodar sobre Sarmiento. Estamos de nuevo en Almagro, el barrio donde el tango no deja de respirar. Una Quilmes de litro me puede durar hasta que Osvaldo empiece a cantar…

Osvaldo PeredoSilencio. Todo el barullo se detiene porque ya están arriba del escenario Cindy y Osval. Bandoneón y canto. O, cuento… La luz rojiza del lugar es ya una experta para perfilar los dos retratos, el de la acompañante y el del cantor. “Buenos Aires, te proclamo mi ciudad (…) entre tu gente moriré contento…”. Empezar el recital con Mi ciudad y mi gente es consagrarse a la tierra. Parece un rito cantarle primero a la ciudad que parió el tango. Como pedirle permiso. En las paredes del Sanata, el pintor Ricardo Villar ha retratado a Nelly Omar, la tanguera por excelencia o la Malena de Homero Manzi. También aparece Tita Merello, Goyeneche, Enrique Sánchez Discépolo, Alberto Castillo, el gran escritor de principios del siglo pasado Roberto Arlt y, por supuesto, Gardel. “Osvaldo es el tango de Buenos Aires”, me dice Ricardo. Luego se va para atender a los clientes. Se va tarareando. Yo pido la segunda Quilmes.

La segunda canción suena a capella: “¡Qué noche horrible para mí!, todo en mi cuarto es frío. Te debo todo, amor, a ti: desolación y hastío…”. Es Junto a tu corazón, con letra de José María Contursi y música de Enrique Francini y Héctor Stamponi. “Gracias a los compositores –dice Osval, antes de continuar con el siguiente tema, y se justifica por no haberlos citado-, hoy me olvidé de tomar las pastillas para la memoria. Es que tengo que tomar las pastillas para no olvidarme de tomar las otras pastillas –bromea-. Pero, ¡gracias a ellos morfamos!”.

Mercedes Sosa, la intérprete por antonomasia de la canción popular latinoamericana, fue, quizás, el ejemplo de lo que significa cantar lo que otros han hecho. La folclorista Liliana Herrero, una de sus más importantes sucesoras, lo reconoce siempre en sus presentaciones. Esta vez, Osvaldo no quiere traicionar ese ejemplo. “Yo no compongo canciones ni toco ningún instrumento. ¡Para qué, si tantos maestros ya lo han hecho tan bien! Yo lo que hago es cantar, sentir lo que canto: esas escenas que vos ves en el tango, yo las veo y las siento…”. Se trata de interpretar, actuar los versos que otro escribió, hacer de la versión un homenaje de gratitud y admiración.

Luego viene la puñalera Bailemos. El bandoneón lastima y Osval junta las puntas de los dedos y mira al punto ese en el infinito, antes de cantar. Los brazos y las manos se abren con las palabras como si extendiera con cada verso un pergamino con una imagen, con una escena… “No llores, no, muchacha, la gente está mirando, bailemos este tango, el tango del adiós, así…”.

David, dueño y cajero de Sanata bar, tararea, canta, tararea, cobra los cuarenta pesos por mi cerveza y tararea… A pocos centímetros por sobre su cabeza, se ve una placa que reza: “Se bebe para olvidar, pague antes de empezar”. Ya todo parece un solo tango.

Alguien desde el público invita a Osvaldo a beber una copa de Malbec. No es la primera ni la última. Osval brinda con la gente y Cindy, a su lado, acomoda el bandoneón sobre sus piernas mientras mira al cantor con su sonrisa. “Qué lindo que es estar enamorado”, dice él… Ella asiente y se gana un aplauso amoroso.

David conoció a Osvaldo en “lo de Roberto” y para él, tenerlo en Sanata es un privilegio. Los dos convenimos en definirlo como un portavoz del pasado. El gesto de David, al escuchar los graves finales de cada verso y el vibrato que aplica al cantar Justo el 31, le obliga a suspender su función de cajero. “Hace cinco días, loco de contento vivo en movimiento como un carrusel”.

IV

Cantar en vivo, descargar la música para un público, numeroso o no, es una forma de desnudez. Una especie de trance es lo que se vive ahí arriba, una función de teatro. Un desdoblamiento. Volver, sentir o vivir igual al bajar de la tarima es imposible. “En ocasiones tenés la pinta de perdedor, de enamorado, o irónico”, había dicho este Osval que ahora recorre el Sanata entre las mesas, recibe las felicitaciones y las palmadas en la espalda, sonríe a todo el mundo y acepta una nueva copa de vino tinto.

Le pregunto a Cindy qué siente al acompañar a este cantor y ella suspira para expresar lo inabarcable: “Siento que me transporta al tango mismo. A la letra. Es emoción pura. Hay otros cantores que cantan para afuera y ‘se ponen en cantor’, como dice Osval, cuando lo más importante es el tango mismo, la letra, el personaje que escribe, no uno cantando tal tango o tal otro”.

“Che, me tengo que ir. Ya es hora de partir acasa. ¿Podemos hablar, yo qué sé, mañana? O, venite el sábado, che…”. El vino, el trance, el tango, el tiempo.  “Me toca a mí, debo emprender la retirada, debo alejarme de mi vieja muchachada. (…) Se terminaron para mí todas las farras, mi cuerpo enfermo no resiste más.

***

Caparrós también dijo que la Argentina es un país que solía ser pura promesa, que siempre fue promesa. “Hasta que de pronto descubrió que el futuro que prometía se le había transformado en pasado y que el presente no había existido nunca”.

Es miércoles de milonga en Cúrcuma. Entre el público está él. Ha venido para ver a su amigo Leonardo Cusani cantar tangos. Leonardo podría ser su hijo y eso se nota también en la voz. Quizás también se nota esa distancia en los movimientos del cuerpo. El tiempo es el tiempo. Es algo que no se puede describir con precisión. Osvaldo había dicho que el tango es un teatro, que no se puede cantar como si uno fuera tan solo una repetidora de melodías. Leonardo, como es natural, lo invita a cantar. “El maestro Osvaldo Peredo va a cantar con nosotros Rondando tu esquina…”. Aplausos y celulares en alto. Osvaldo paladea las frases, pone las imágenes de las escenas en su cabeza y conversa con esas frases que sin ser suyas tienen su nombre. Leonardo, Cindy y los demás sabemos que escucharlo es saborear extractos del pasado.


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1 COMENTARIO

  1. Hace menos de 24 horas que supe de Osvaldo Peredo a través del extraordinario vídeo de Amores Tangos. He quedado deslumbrado. Y este bellísimo reportaje está a su altura.

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