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El pararrayos y el rayo de Daniela

Pararrayos. Paisajes, lecturas, memorias, de Daniela Alcívar Bellolio, es solo un asomo de lo que ya empieza a constituirse como uno de los pensamientos más filosos y crudos de la reflexión literaria en el entorno local. Pero también es la señal de que asistimos a la inauguración de una temporada –ojalá duradera– de verdadera vocación crítica, sin sesgos, sin guetos y sin temor alguno.

Por María Auxiliadora Balladares

La lectura del libro Pararrayos. Paisajes, lecturas, memorias, de Daniela Alcívar Bellolio, significó la constatación de un universo afectivo compartido, que pasa por varios puntos de contacto o de contagio.

En primera instancia, esa comunidad de amigos soñada a la que se refiere en el último ensayo, ‘Fárragos finalmente: la vida afuera’, dedicado a la reflexión sobre su condición de migrante en Buenos Aires. Muchos de los afectos de Daniela son también mis afectos, pero la coincidencia mayor, y de ahí que este ensayo me conmueva hasta el hueso, pasa por su percepción del instante. Henri Bergson –a quien Daniela retorna para referirse a sus reflexiones en torno a lo temporal– plantea que la durabilidad de los bloques de tiempo se puede sostener solamente en la brevedad del instante; en ese instante, tiempo de lo íntimo, se sostiene incluso el tiempo histórico. Como la memoria que requiere el olvido para constituirse, esa certeza del instante se corresponde con la certeza de que las redes de afecto se erigen no a partir de las seguridades ontológicas compartidas, sino en los intersticios donde nos revelamos susceptibles. Se trata de hacer comunidad, como menciona Jean-Luc Nancy, a quien también cita la autora, no a partir de lo que nos identifica y nos vuelve una masa arbitraria, sino a partir de nuestra diferencia, de nuestro esfuerzo por erigirnos contra toda forma de autoritarismo. Ese espacio de lo común es también el espacio de lo espontáneo.

El segundo punto de contacto pasa por muchas de las lecturas que Daniela, con inteligencia y sensibilidad, comparte con su lector. En nuestra calidad de contemporáneas, no es extraño que compartamos el amor por algunos autores como el propio Nancy, que atraviesa la obra de Daniela, en particular con sus reflexiones en torno a la comunidad desobrada y al cuerpo como lugar de la experiencia. Maurice Blanchot, Gilles Deleuze y Félix Guattari, Suely Rolnik, Roland Barthes y Michel Foucault en el ámbito del pensamiento contemporáneo; Gabriela Ponce, Jorge Izquierdo, Esteban Mayorga, Rodinás, Andrés ‘Tush’ Villalba, César Dávila Andrade, en el ámbito de la literatura ecuatoriana del XX y del XXI.

El tercer punto de contacto al que me voy a referir y que me une a este libro profundamente –y a Daniela, sobre todo– es la relación particular con Guayaquil, que es la ciudad en donde las dos nacimos y que, sin embargo, se nos ha revelado, una y otra vez, ajena y extraña. Quito, como su contraparte, se revela casi como un locus amoenus en comparación con el puerto que es este espacio a partir del cual es posible ejercer la memoria solo con cierta distancia para no caer en el horror de la autocompasión.

Una vez superado este momento, tan narciso y autorreferencial y, sin embargo, ineludible, el de la conmoción primera que despertó en mí la lectura de Pararrayos, paso a tomar distancia del libro de Daniela y a reconocer en sus gestos, desde la elección de los temas y productos de la cultura contemporánea que decide leer en este compendio de ensayos, hasta en su estructura, una singularidad que no solo potencia el panorama de la crítica literaria y cultural en el Ecuador, sino que lleva al lector a constatar que nos encontramos ante una persona de una absoluta coherencia. La sutileza de su pensamiento y de su inteligencia se corresponde de manera absoluta con las formas de su militancia y con su sensibilidad: esa que a veces arrastra a la persona por los márgenes de lo indecible y el sufrimiento, pero que también la eleva y la hermana con todo lo que merece la pena en el mundo.

El libro está compuesto por tres secciones: ‘Lecturas’, ‘Mínimas (Excurso)’ y ‘Otra vuelta’. La primera sección está compuesta por diez ensayos críticos sobre la obra literaria, cinematográfica y de pensamiento de esta comunidad que convoca a Daniela, quien lee la potencia de cada uno de estos proyectos artísticos, a partir de su novedad, de sus diálogos profundos con su espacio y tiempo y con el hecho de que en todos ellos el creador o la creadora pone el cuerpo en el proceso escriturario, en el sentido metafórico, pero sobre todo en el sentido absolutamente material de la expresión. Asimismo, no duda en señalar, con honestidad, cuando el recurso del poeta o del cineasta flaquea y no se corresponde con la potencia de su propio proyecto. De todos los ensayos de esta primera parte, el dedicado a Alberto Giordano, su maestro y director de tesis, es el más intenso de todos. Esto ocurre, me parece, no porque en Pararrayos exista una jerarquía según la cual un proyecto artístico tenga mayor valor que otros, sino porque Daniela quiere reconocer que su acercamiento a Giordano, a su obra, significó en su propia formación académica un parteaguas.

Juan Pablo Crespo, el editor de este libro, me comentaba, ante mi fascinación por este ensayo, que por cierto se titula ‘El arte de ensayar: Alberto Giordano’, que este encierra una suerte de arte poética de lo que es Pararrayos. Esboza el tipo de lectura que realizará Daniela y nos brinda las claves para esa lectura; así, también, dibuja una de las vetas de la genealogía de su pensamiento, que es de estirpe deleuziano y borgiano (aunque Deleuze no tuviera en tanta estima a Borges, quizás el pensamiento nuevo es aquel que se erige en lo que para el anterior resultaba imposible). Se trata, pues, en palabras del crítico argentino, de lograr una “intrusión del cuerpo en el discurso del saber”.

La segunda sección del libro está dedicada a relatos autobiográficos. En ellos Daniela comparte la fascinación por los rincones de la ciudad que ya no existen y que, sin embargo, en la lógica del afecto, no la abandonan. Narra sus vivencias en la infancia lejana: esa etapa de la alegría para casi todos y de la melancolía y a ratos el miedo. La intromisión de este excurso en la mitad del libro podría parecer, a los ojos de un lector distraído o esquemático, prescindible, pero en realidad esta sección es absolutamente orgánica al todo. Cuando uno termina de leer Pararrayos, la impresión que queda, por momentos, es la de haberse enfrentado a una nueva novela de formación, y esto ocurre porque, si bien los ensayos críticos nos remiten al proceso de formación académica e intelectual de Daniela, los relatos autobiográficos dan cuenta de los arcanos de ese proceso. Ahí está el inicio de la formación sentimental que posibilita la futura comprensión de la cultura, de la ciudad, de la institución arte y permite a nuestra escritora permanecer al margen como una espectadora privilegiada, sin duda, atenta y siempre en el ámbito de la resistencia.

La tercera y última parte es una suerte de híbrido de la primera y de la segunda. Aquí la lectora asiste a un nuevo recorrido por el pasado de Daniela. Es una suerte de cierre melancólico, es como ver un nuevo dibujo del ángel de la historia benjaminiano: ese que camina y avanza pero de espaldas al futuro, atento siempre a lo que va quedando atrás: haciendo de las ausencias sus más caras presencias.

El libro abre con un prólogo que anticipa al lector algunas de las claves del ejercicio escriturario y de pensamiento que llevará a cabo Daniela en la páginas siguientes y revela el sentido del título que lleva el libro: “En una entrevista reciente, Suely Rolnik se refiere a una imagen de Deleuze: Guattari sería un rayo en medio de una tormenta y él mismo, Deleuze, su escritura, un pararrayos que lo capta y lo hace aparecer en otro lugar, de modo más pacífico. La metáfora de la tormenta es elocuente porque describe la agitación que se produce tanto en el cuerpo como en el mundo cuando uno se permite una dosis de vulnerabilidad, y porque figura también la vibración salvaje , incognoscible, inapresable, de un estado que está fuera de nuestro control, pero que nos afecta directamente, íntimamente”. El silencio que perturba las certezas del lenguaje es uno de los leit motivs de este libro. Se trata, pues, del silencio del pararrayos que absorbe la potencia lumínica y la transforma.