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Periodismo cultural. Un mea culpa necesario

Tras diez años de un fracasado intento por institucionalizar al sector cultural en Ecuador, hace falta mirarnos al espejo y revisar lo que no fuimos capaces de hacer los periodistas culturales. Mientras todo un proyecto estatal echó por la borda la posibilidad de consolidar el Sistema Nacional de Cultura que se inscribió en la Constitución de Montecristi en 2008, el periodismo cultural ecuatoriano debió lidiar con condiciones adversas diseñadas por la autoridad y propiciadas por sus propias carencias. Nos acusamos para sacudirnos. Nos acusamos para andar.

Escribir bien y tener vocación

Ivonne Guzmán*

Con la creación del Ministerio de Cultura hubo una reubicación y una especie de redescubrimiento de actores que empezaron a ser más visibles en el campo artístico. Entre ellos, los gestores culturales, con sus preocupaciones y su trabajo, que tiene lógicas y campos de aplicación distintos de los de los artistas. Por lo tanto, los periodistas debimos empezar a conocer y a tratar de procesar otras lógicas de trabajo, escuchando nuevas voces y planteando nuevos enfoques, además de preguntas.

En los últimos diez años, al haberse multiplicado los recursos y haberse establecido mecanismos -imperfectos, pero mecanismos al fin- de distribución de los recursos para cultura, la actividad cultural también creció en cantidad y, felizmente, también en calidad, en muchos casos. En ese escenario en el que varios procesos y propuestas se sofisticaron, el periodismo también debió haberlo hecho, y sin embargo, me parece que no tuvimos la capacidad de seguir el paso, por varios factores. Uno de esos factores es que mientras había esta especie de florecimiento -que puede ser cuestionable también, porque todo se burocratizó excesivamente y hay gestores y artistas que dicen que hicieron mucho más en la ‘larga noche neoliberal’-, la industria periodística empezó a vivir una crisis doble: económica y de hostigamiento político. La calidad de las condiciones para hacer periodismo decayó y en estas circunstancias las secciones que tratan temas que son vistos por toda la sociedad como accesorios, como la cultura, sufrieron los mayores recortes.

En ese escenario, hubo varios actores periodísticos y todos ellos respondieron de forma distinta, por su naturaleza y por los márgenes de acción que tenían. Por una parte, está un medio que se financia con recursos públicos, como El Telégrafo, que decidió invertir en periodismo cultural (o hacer parecer que lo hacía) y sacó un suplemento (cartóNPiedra) que, aunque a veces sea denso y algo críptico, con pretensiones y formas academicistas, es percibido por el público como lo único que se hace en cultura semanalmente en prensa; aunque no lo sea (desde el 2014, diario El Comercio publica cada domingo IDEAS).

Luego están los periódicos de toda la vida que o han restado recursos a las secciones de Cultura (gente o páginas) o no las han hecho crecer; estamos como estacionados, siguiendo más una lógica de agendas, cuando la situación del país amerita más lecturas de la escena cultural y artística.

Un tercer actor lo constituyen los medios nativos digitales que tienen un interés o un énfasis en temas culturales. Son medios que surgieron en estos diez años, quizá forzados por la crisis de la industria periodística y sus recortes para la cultura en los espacios tradicionales, lo cual obligó a muchos periodistas a migrar de plataforma y emprender. Y eso ha sido interesante porque ha generado otros públicos. Ahora, no sé cuán sostenibles serán en el tiempo.

Un cuarto espacio de ‘no-actores’ corresponde a los medios televisivos tradicionales, a los que cada vez les importa menos la cultura y se enfocan casi exclusivamente en el espectáculo, pero en el barato, el que da rating.

Y hay un actor marginal, aunque poderoso, que es la radio. Dos o tres programas culturales que valen la pena y que tienen audiencia, pero que son casi invisibles dentro de la enorme programación radial.

El clima político hostil y la falta de compromiso-visión del empresariado de medios han influido en un decaimiento o, en el mejor de los casos, en un estancamiento del periodismo cultural. No ha habido las condiciones y nadie se ha arriesgado -con excepción de los pequeños emprendimientos digitales- a meterse en periodismo cultural de calidad. En cuanto a los periodistas y a lo que podemos hacer con o sin recursos, es decir: pensar, también veo una escasez en las redacciones más convencionales. Para hacer periodismo cultural tienes que tener un bagaje y experiencia, además de escribir muy bien. Y la gente que cumple con este perfil quiere ganar mucho más que 800 o 1 000 dólares y malvivir en una sala de redacción. Penosamente, los medios no están dispuestos o no pueden pagar a buenos periodistas culturales. Esta situación se puede trasladar a otras áreas periodísticas. El periodismo –y no faltará quien quiera lapidarme por esto- debe estar en manos de las élites intelectuales, mucho más ahora que los medios ya no pueden vender información porque eso ya lo hacen las redes sociales. Si vamos a vender lecturas y análisis, no lo podemos hacer con gente que no lee, que tiene poquísimo mundo y, por lo tanto, casi ninguna herramienta para leer ese mundo. No me conformo con la idea de entrar en la lógica de las redes sociales, del ‘clickbait’.

Quizá soy una especie de ludita, pero yo quiero seguir leyendo temas sustanciosos, escritos por gente inteligente (mucho más inteligente que yo) y no periodismo enumerativo: los 5 más…, los 3 que no te debes perder, las 10 cosas que no sabías de… Eso es deprimente. Entiendo que debe haber un futuro brillante en el periodismo gracias a la tecnología y a la facilidad de alcance que ofrece. Sin embargo, no encuentro que haya nada nuevo bajo el sol: periodistas cultos (llenos de referentes de todo tipo), que sepan escribir y que tengan vocación por lo público, eso es lo único que necesita el periodismo. Si el nuevo periodismo va a estar hecho solo por estrellitas de Navidad (o sea esos periodistas que dicen que son cronistas y no periodistas) que quieren contar la historia freak que ocurre en la casa de al lado de la suya, o por genios de las redes sociales que postean y ‘viralizan’ (cómo aborrezco la palabreja) temas a la velocidad de la luz, creo que el periodismo no va a sobrevivir. O sobrevivirá, pero no va a importar tanto, y ya no será periodismo, sino otra cosa. Tal vez el mundo no necesita del periodismo, pero mi alma y mi mente (¿luditas?) no me permiten imaginar un mundo sin personas lúcidas tratando de leerlo y contarlo, con el fin de que la cosa pública funcione para todos y no solo para unos pocos. No importa el soporte, si eres un buen periodista harás buen periodismo con las herramientas que sean.

Por último, no creo que haya una sola forma de hacer periodismo cultural, ni entramparnos en la vieja y estéril discusión de si cubrimos cultura en su acepción más amplia o solo damos cabida a las artes. Creo que hay espacio para todo. Y lo único que debe ser mandatorio es la claridad de la oferta del medio para el lector/televidente/oyente, para que este decida qué va a ver/leer/escuchar porque es lo que le apetece.

*Ivonne Guzmán es periodista desde 1994. Es editora de la sección Cultura de diario El Comercio, desde el 2010, y columnista de opinión en ese mismo medio desde 2007. (Este texto salió de una entrevista que LBE le hizo a IG. Las preguntas han sido eliminadas con fines editoriales).


Insistir para cambiar

Fausto Rivera Yánez**

En los primeros minutos del primer encuentro de editores, que tuvimos después de que sucediera el terremoto del 16 de abril de 2016, hubo un silencio ensordecedor en la sala de reuniones. Cada sección del diario, como ocurrió con el resto de medios locales, no estuvo preparada para cubrir lo que nunca se imaginaron que sucedería. Pero el tiempo -un buen pedazo de tiempo- transcurrió hasta que cada equipo llegó con propuestas llenas de cifras, declaraciones oficiales, testimonios, mapas, y así.  En el caso de Cultura, antes de idear un plan, surgió una pregunta que ya había aparecido antes, en otras circunstancias: en medio de las tragedias, ¿qué puede informar nuestra sección?

Detrás de esa interrogante se esconde una serie de prejuicios hacia quienes nos dedicamos al periodismo cultural. Con mucha regularidad se nos cuestiona la pertinencia y relevancia de los temas que abordamos. A la pregunta de ¿qué podemos informar en medio de las tragedias nacionales? se suman otras como: habiendo tanta corrupción, crímenes que quedan en la impunidad o pobreza extrema, ¿por qué es importante cubrir en un diario de circulación nacional temas vinculados con el arte contemporáneo, la literatura, el teatro, la filosofía, la sexualidad o los derechos culturales?

Es más que un cliché decir que la cultura es la última rueda del coche. Quizá por andar repitiendo esa conveniente premisa, muchos se han acomodado en la inercia y, a ratos, en la falsa victimización. Es cierto que ha costado (y cuesta) mucho ganarse un espacio permanente donde se debata y aborde la cultura en sus infinitas posibilidades. Es cierto que ha tomado (y toma) tiempo entender que es tan importante hablar de política, economía, deportes o justicia en un mismo diario, que de una exposición artística que cuestione las desigualdades de clase, raza o género, como lo hace la muestra La intimidad es política, que ahora se expone en el Centro Cultural Metropolitano de Quito. Pero también es cierto que en la insistencia se producen los más pequeños y significativos cambios.

Sin embargo, hay críticas que son por demás válidas en la medida en que el periodismo cultural ecuatoriano ha priorizado su campo de trabajo en las agendas culturales (incluso haciendo una especie de publicidad barata) y no en lo que está más allá de la coyuntura. Aún falta escarbar en la planificación de ciertas direcciones de cultura municipales que tienen como hitos de su gestión la realización de desfiles de novias, en las que participa como modelo la hija del organizador. Aún está pendiente transparentar los procesos de contratación de festivales que, de un año para el otro, incrementan obscenamente sus presupuestos con justificaciones técnicas, pero ilegítimas. Aún falta señalar con nombres propios a quienes permitieron que el poder eclesiástico, en un Estado laico que aparentemente promueve la libertad de expresión, lograra censurar la obra de unas mujeres que cuestionaron en un mural los abusos de la iglesia católica. Aún no se ha superado el compadrazgo en el medio artístico y la idea paternalista de creer que porque es una obra ecuatoriana, hay que darle concesiones gratuitas. Aún hay un camino que enderezar en el periodismo cultural.

Por cierto, a la pregunta de ¿qué podemos informar en medio de las tragedias nacionales?, la respuesta es mucho. El terremoto del 16 de abril, por ejemplo, hizo que reveláramos la precaria situación del patrimonio cultural en el país, la forma en que el arte aporta a la resiliencia o cómo el Estado ha dejado en la desatención  a la memoria viva de los pueblos, como fueron lo amorfineros que fallecieron sepultados por aquel desastre natural. A la pregunta de ¿qué logra el periodismo cultural?, la respuesta siempre será mucho.

**Fausto Rivera Yánez (Latacunga, 1989) es periodista, crítico cultural y economista. Ha colaborado con diversas revistas nacionales y extranjeras, fue editor del suplemento cartóNPiedra y actualmente es editor de Cultura de diario El Telégrafo. Forma parte de la segunda generación de la Red Latinoamericana de Jóvenes Periodistas.


El periodismo cultural debe buscar no morir

Miguel Molina Díaz***

Los periodistas culturales somos la subespecie dentro del oficio de García Márquez que no esperamos que nos lean. Ningún periodista cultural redacta una crónica o una entrevista pensando que la leerá todo el Ecuador y que será replicada por radios y noticieros masivamente. Escribimos para una élite que, por esnobismo o afición, quiere estar enterada de las novedades de la cultura; o, lo que es peor, para los protagonistas de ese mundo, que es especie reducida en la sociedad.

El gran reto y el gran problema del periodismo cultural es que debemos innovar nuestra capacidad de comunicar la necesidad humana y la pertinencia social del oficio al conjunto de la sociedad y a aquellos que pueden y deben ayudarnos a sostenerlo. Mi gran dificultad, como conductor del programa de entrevistas culturales La Tertulia, ha sido despertar el interés de los temas culturales en la empresa privada para obtener auspicios y sostener un programa que, en promedio, tiene 20 mil visitas por entrevista en Livestream y Youtube. No he sido capaz de comunicar a las empresas la necesidad de que inviertan en la difusión de los temas culturales y, fundamentalmente, en la promoción del periodismo cultural, ni la responsabilidad social que esos negocios deberían tener con la cultura.

Pienso que es importante que los periodistas culturales concibamos una forma de lograr democratizar la cultura, sin caer en el populismo ni en el utilitarismo. Debemos dejar de escribir para la élite, pero no claudicar en la calidad de nuestras críticas literarias, cinematográficas, de artes visuales y escénicas, así como en la construcción sólida de nuestros reportajes, en la propuesta estética de nuestras crónicas y en la profundidad de nuestras entrevistas. Y también tenemos que buscar comprender las tendencias que inspiran las búsquedas de la sociedad, sin permitir que se eliminen las secciones culturales de los medios para ser sustituidas por páginas de entretenimiento banal, acorde únicamente con las necesidades comerciales.

En Ecuador, uno de los grandes problemas que el periodismo cultural ha sufrido en la última década es su politización. Toda la sociedad se polarizó en estos 10 años y el periodismo cultural no fue la excepción. Se cerró en bandos y en grupillos cuya línea divisoria, en muchos sentidos, fue la obsesión política del correismo. Muchas de las mentes más brillantes del periodismo cultural se dejaron arrastrar por la euforia populista y autoritaria del gobierno y por la euforia rencorosa y arrogante de la oposición. El problema es que muchos dejaron que esa euforia influencie sus temas de cobertura y seleccionaron los entrevistados en base a esos dogmas y a esas preferencias. Muchos de los escritores que fueron alabados por los pasquines oficiales, sin importar la calidad de sus obras, fueron condenados al ostracismo por la prensa independiente. Y viceversa, fundamentalmente viceversa.

Los periodistas culturales tampoco hemos tenido la capacidad de ser radicalmente críticos, al punto de tener incidencias reales en las políticas públicas. La entrega del premio Eugenio Espejo en sus ámbitos relacionados con el arte y la cultura, que en teoría es el premio por excelencia para estos temas en Ecuador, depende todavía del comedido que, en base a sus gustos, le recomienda al presidente, más que una terna, un ganador de entre sus amigos.

Esto se replica con los otros premios que existen, incluso con los entregados por los municipios más grandes del país. Considero que un papel fundamental que el periodismo cultural debe ejercer es la orientación en torno a la entrega de estos premios, para que sean producto de procesos absolutamente transparentes y que sirvan para reconocer la calidad de las producciones de los artistas ecuatorianos, sin que importe el amarre o el matrimonio político de los creadores. La incidencia en las políticas públicas, pues. Al periodismo cultural ecuatoriano le falta desarrollar una crítica sólida, tan sólida que pueda influenciar y elevar el nivel de las políticas públicas y las entregas de los premios.

No sólo eso. La crítica que está llamado a hacer el periodismo cultural ecuatoriano debe lograr mucho más. Incidir no solo en la entrega de los pocos premios que existen, para que sean más transparentes y meritorios, sino en los mismos procesos creativos de los actores, para que se exijan más de sí mismos. Al periodismo cultural de este país le sigue dando terror tocar a las vacas sagradas al punto de que cualquier texto sin pies ni cabeza de alguno de los patriarcas del canon nacional recibe los elogios propios de un Nobel. Esto no es un llamado a la crítica destructiva ni al parricidio novelero, sino un sistema de pensamiento crítico que sea capaz de dirigir su mirada con imparcialidad a todos los creadores, incluso a los más jóvenes, que nadie conoce y que luchan, con inusitado coraje, por abrirse paso en el mundo del arte, como una voz que clama en el desierto.

El reto del periodismo cultural es no morir. No perder de vista que ante todo, sigue siendo periodismo y como tal tiene un compromiso con la sociedad. El arte quizá no lo tiene, los artistas y escritores son libres de los compromisos. Pero no los periodistas culturales. Debemos sacar la cultura a las calles y escribir para el conjunto de lectores de los medios, sin olvidar el sentido subjetivo y profundo de la cultura. El gran desafío del periodismo cultural es seguir siendo periodismo.

***Miguel Molina Díaz (Quito, 1992) es periodista en diario La Hora, editor de Cultura en La República y conductor del programa de entrevistas culturales La Tertulia.


Martillazo al ojo

Diego Cazar Baquero****

Cuando el artista plástico Joe Alvear llegó a la sala donde esa misma noche se inauguraría su muestra Las diosas de la Spondylus, se encontró con que sus cuadros habían sido dispuestos arbitrariamente sobre las paredes, a pesar de que él había enviado a la Casa de la Cultura Ecuatoriana el guion correspondiente con el detalle de los títulos y con el concepto de montaje. Minutos después, llegó a la sala el responsable del error y Joe -paciente hasta la santidad-, pidió que se lo remediara. «¡No, no. Ya, dejémosle nomás así -le dijo el empleado de la Casa-, no ves que tenemos que montar la otra muestra al lado!». Joe sonrió piadoso y pidió que le proporcionaran las herramientas necesarias para hacerlo él mismo. Pero entonces, llegó otro encargado del montaje y entre ellos se entregaron al trabajo de ubicar los cuadros en su lugar. Restaban tres horas para el acto inaugural.  «Un poco más a tu izquierda -le decía uno a su compañero, para que clavara-, ahí, ahí. No. Más arribita, por ahí. ¡Ahí está!». Martillazo. Cuadro al ojo. Martillazo al ojo. Cuadro.

Esta escena representa un comportamiento que construye nuestra genética como sociedad. Esto somos. Al músico le regateamos la paga o le decimos que algún día le pagaremos; al poeta le invitamos para que acolite, total, la poesía no vende; al actor le pedimos que nos haga pasar gratis a su estreno ‘porque somos panas’; al grupo de danza ya lo veremos mañana en el Face. Y en el Face fungiremos de críticos letales o ensalzaremos hasta la gloria sin tener ni idea. Todo esto ocurre a diario, mientras el periodista que escribe sobre cultura se rompe la cabeza en su arqueológica búsqueda de palabras rimbombantes para parecer intelectual y alcanzar renombre y estatus.

Por un lado, al periodista encargado de generar contenidos culturales le pasa lo que le pasa a buena parte de la academia: escribe para que le entiendan unos pocos. Los del gueto. Luego el periodista dice que a nadie le interesa la cultura y se apoltrona en su silla de domingo a leer para sacar citas que posteará enseguida en sus redes. Claro. Es que a nadie le puede interesar lo que le es ajeno. Por otro lado, pecamos de compadres incapaces de decir que algo está mal si es que eso no nos conviene en nuestro afán de ganar en la escala social. Eso sí, osamos destruir lo que no nos simpatiza aunque seamos unos ignorantes en la materia.

Otra escena que me ayuda a comprender este rasgo genético que compartimos los periodistas ecuatorianos es aquella que ocurre cuando llega un novato, recién graduado o practicante, a una sala de redacción de un medio convencional. ¡Que vaya a llenar la agenda cultural! Si pasa la prueba, el conejillo de indias será redireccionado a alguna otra sección ‘seria’. Armar una agenda cultural se ha constituido en una tarea menor y, como consecuencia, el periodista crecerá creyendo que hacer las secciones culturales es tarea menor y hará creer a su audiencia que lo cultural es tarea menor. Nunca sabrá ese periodista que el sector cultural en Ecuador aporta con un 4,76 % del Producto Interno Bruto, o que un 3,41 % del total de gastos de consumo en los hogares ecuatorianos se destina al consumo de bienes y servicios culturales.  Esas cifras representan rentabilidad. Por eso tampoco lo sabrá el potencial anunciante o el inversor ni el potencial lector ni el actor o el gestor cultural.

El periodismo cultural en Ecuador es producto de vocaciones personales, no de iniciativas integrales, lideradas por figuras con amplia visión del oficio periodístico. Por eso somos pocos, malpagados y poco visibles. Creemos que el hecho de que un expresidente haya sido un profundo conocedor de la vida y pasión de Brahms pero no tenga ni idea de quién fue Luis Humberto Salgado o Segundo Luis Moreno no es importante para comprendernos como sociedad. Creemos que es secundario que Rafael Correa haya reducido la concepción de lo cultural a la entrega de condecoraciones a sus cantantes favoritos o más serviles y a la organización de megaeventos. Creemos que para administrar una ciudad basta con inaugurar ‘malecones escénicos’ y ruedas moscovitas y no nos hace mella que en la televisión haya tanto incompetente diciendo nada, que en la radio se reúna un grupete de amigos a contar chistes machistas y a burlarse del famosito de turno, y que todos ellos ganen sueldo por no hacer nada. La verborrea paga y nosotros nos morimos de hambre mientras seguimos haciendo arqueología de palabras para hacernos los interesantes y hablar entre gente interesante. Lo demás no nos importa. ¡La cultura del martillazo al ojo!

Diego Cazar Baquero (Quito, 1977) es editor de La Barra Espaciadora.