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¿Soñamos las ovejas con androides eléctricos?

Hombre y máquina. ¿Es posible el amor por las máquinas? ¿Se puede rendir culto a un aparato? Si bien José de Espronceda caracterizó ya en 1835 a Bajel, un pirata cuyo tesoro era su barco, es el vanguardista Filippo Tommaso Marinetti el primer escritor en establecer un nexo profundo entre humano y artefacto. Este texto de Paul Hermann nos recuerda algunos casos de esta pasión por las máquinas.

Rossi, a bordo de su motocicleta.

#PatenteDeCorso

Por Paul Hermann

Debido a la influencia del cristianismo y del darwinismo, nuestra sociedad desdeña todo lo que no sea divino o esté un peldaño abajo del ser humano en la cadena alimenticia. Es posible rogarle a un dios que jamás responde, pero no hablar con el perro que nos lame, nos acompaña y nos protege, y mucho menos con una máquina.

De hecho, solo en los terrenos de la ciencia ficción es posible que un hombre establezca lazos emocionales con una máquina, siempre y cuando esta sea animada, es decir, tenga un ánima o alma. Ahí sí es posible llorar la muerte de Robocop o evitar la destrucción del androide de Yo Robot, la película de Alex Proyas basada en la historia de Isaac Asimov.

Puesto que estos humanoides hablan y parecen tener un alma, es natural que las personas vinculadas a ellas puedan quererlas. Resulta extraño no obstante, que se insista en establecer una relación afectiva con una máquina sin sentimientos, con un amasijo hecho de metales, cables y plásticos.

Algunos dirán que así debe ser, que el hecho de que una persona sienta un nexo afectivo con un objeto solo demuestra el grado de deshumanización de una sociedad que considera más importantes sus computadores o teléfonos que a las personas que los rodean, como Theodore Twombly, el hombre que en la película Her se enamora de un sistema informático. Y quizás tengan razón. Pero no es de sociología que quiero hablarles, sino de poesía…

Si bien José de Espronceda caracterizó ya en 1835 a Bajel, un pirata cuyo tesoro era su barco, es el vanguardista Filippo Tommaso Marinetti el primer escritor en establecer un nexo profundo entre humano y artefacto, en plantear que el objeto del amor o musa romántica no tenía que ser necesariamente una persona, sino una máquina, y en el Manifiesto Futurista afirmó: “el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo… un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia”.

Desde entonces el arte de masas ha insistido en recrear el amor que el hombre siente por sus máquinas. Los ejemplos son muchos, pero basta con mencionar solo unos cuantos provenientes de la música, la literatura y el cine: Roger Taylor, el baterista de la banda británica Queen, dice en “I’m in love with my car”, que limpiar su Alfa Romeo es como bañar a su bebé; el escritor norteamericano Stephen King caracterizó a un hombre que amó tanto a su Buick, que no solo lo bautizó “Cristine”, sino que sigue poseyéndolo más allá de la muerte, y Clint Eatswood caracterizó en Un mundo perfecto a un fugitivo que roba Chevys porque le recuerdan a su padre y que los compara con máquinas del tiempo. “Cuando aprietas el acelerador dejas atrás el pasado y te metes en el futuro”, le dice al niño disfrazado de Gasparín que secuestra.

De acuerdo con esta selección, podría parecer que el amor de los hombres por las máquinas es algo propio del mundo anglosajón, pero, como se ha visto, parte de Marinetti y se refleja, no solo en poemas como “Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra”, del mismísimo Pessoa, sino también y, sobre todo, en la producción de los vanguardistas peruanos.

Que el pensamiento de Marinetti haya tenido eco en la italianizada Argentina no es extraño, pero sí que se haya desarrollado con mucha fuerza en Perú, país cuya población indígena el fascismo italiano habría despreciado y que se encontraba más cerca de los tractores y de los surcos que de los autos deportivos y de las autopistas.

Según Thomas Bosshard, en los andes peruanos las vanguardias heredan el virilismo del futurismo de Marinetti y presentan a un superhombre emocionalmente ligado al exotismo salvaje, lo prehistórico y las máquinas y, alejado, por el contrario, de lo femenino y, mucho más, de lo afeminado.

Puesto que en la las propuestas futuristas europeas la mujer no tiene más funciones que las de parir y nutrir a los hombres que lucharán por las patrias y sus políticas imperialistas, los poetas andinos establecen una fusión entre el “cuerpo activo y dominante del varón, y el cuerpo pasivo e indefenso de la mujer”. Así,  en el poema de Hidalgo «Amor indio”, un hombre criollo iniciado en la estética futurista compara a su cuerpo con un vehículo de 60 caballos de potencia, y al de su amante indígena con una pasiva autopista y, posteriormente con una montaña del color de la tierra, a la cual se trepana. Algo que remite a una violación, tema frecuente de la literatura indigenista.

Para la poeta uruguaya Blanca Luz Brum la montaña es el cuerpo de la madre tierra; dice que tiene aliento;  que su entrada debe ser redonda, oscura, húmeda; que caen su corazón, su pulmón, sus riñones, debido a las descargas de dinamita y trepidaciones que le hacen con perforadoras terribles y nerviosas para que pueda ser atravesada por la burguesía veloz y viril. Este texto demostraría que el vanguardismo andino pone a dialogar elementos del Futurismo con la veneración andina por la naturaleza.

Parra del Riego, poeta peruano casado con Blanca Luz Brum, realizó su propio aporte al Futurismo y, por consiguiente, a la vanguardias andinas, al no mecanizar al hombre, sino, por el contrario, humanizar y sensibilizar a la máquina dotándola de sangre y sueños, al igual que los autores de ciencia ficción con los androides.  

Hasta los conductores, los pilotos, recurren a la literatura para expresar el amor que sienten hacia sus máquinas, tal es el caso del corredor italiano Valentino Rossi, que se despide de la Yamaha M1 con la que obtuvo varios premios de Moto GP con una sentida carta: “Incluso las más bonitas historias de amor acaban, pero dejan grandes recuerdos, como aquel primer beso que nos dimos sobre la yerba de Welkom, donde me miró directo a los ojos y me dijo: ‘te quiero’”, dice una frase que da cuenta de la ocasión en que se arrodilló ante la máquina para agradecerle con caricias y palabras en italiano (el lenguaje del amor, o al menos de la pasión), por el primer triunfo que le permitió obtener. Algo mediático, si que quiere, pero también muy emotivo que no he visto hacer ni a los jockeys con sus caballos.

Siguiendo el ejemplo de Rossi, al terminar el Grand Prix de la India, el joven piloto alemán Sebastian Vettel descendió de su monoplaza y se postró ante él para agradecerle por el triunfo. Semejaba un musulmán ante Alá. Cosas de la religión que pueden llegar a comprenderse con la ayuda del Manifiesto futurista y los evangelios apócrifos de los mecánicos de letras y de los artistas de tuercas.

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Paul Hermann (Quito, 1973) estudió Comunicación Social en la Universidad Central y Estudios de la Cultura con Mención en Literatura Hispanoamericana en la Universidad Andina Simón Bolívar, en Quito. Ha sido editor de las revistas La Casa y Casa Palabras. Editó la sección Cultura de diario El Telégrafo. Ha colaborado con publicaciones comoCartónPiedra y Gkillcity. catedrático universitario y autor de los libros de cuentos: Puntos de Fuga (2001) y Cazador de Brujas (2008); la novela: El Danubio Azul (2012), y el libro de entrevistas: Patente de Corso (2012). Cuentos de su autoría forman parte de diversas antologías. Ha participado en las ferias de libro de Ceará, Brasil (2009); Caracas (2010), y Quito (2013).