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Stranger things: un monumento al fracaso

La serie de Netflix que ha roto todos los pronósticos de audiencias durante el 2016 podría decirnos algo más que aquello que todos comentan. El retorno a los grandes referentes de la cultura pop en la década de los ochentas quizás esconda también uno de los mayores ejercicios de autocrítica para una sociedad fracasada que solo puede mirar hacia atrás para reconocerse en el fracaso presente.

Stranger things. Fotograma.

 Por Diego Cazar Baquero /@dieguitocazar

Stranger Things es la serie que agitó al mundo en menos de tres meses. Una combinación inteligente de muchos ingredientes es la responsable del éxito de esta producción de Netflix, dirigida por los hermanos Matt y Ross Duffer, que se ha convertido de inmediato en un fenómeno de la cultura popular global.

Para empezar, los ocho capítulos de esta primera temporada son una especie de visita al álbum de fotos que guarda la abuela en el estante de toda la vida. Ahí estamos todos juntos, luciendo copetes ridículos o modelos a lo John Travolta, anteojos gigantes de carey y vestiditos de muñeca; en esas fotos nos reconocemos escuchando a Jefferson Airplane, Foreigner o a las melosas The Bangles en casetes que adorábamos. En esas imágenes algo descoloridas nos recordamos enamorándonos de la vecina o del galán que llegaba en auto a la escuela, se pasaba la mano por la melena engominada y hacía bullying a los menos despiertos de la clase. Claro, cuando el bullying aún no tenía ‘nombre científico’. Hacer uso de todo ese cúmulo de sentimientos retro –que ahora llena las tiendas de moda con prendas y los bares con música– para sacar réditos en audiencia ha sido un acierto total. Stranger things es, desde el inicio, una demostración de cómo deben manejarse de verdad los códigos del terror, el suspenso y hasta el melodrama sin necesidad de exagerados efectos especiales, enredados argumentos o fórmulas simplonas.

Además, ¿quién no se conmueve con el tierno dolor de un pequeño perdedor de doce años como Mike Wheeler (Finn Wolfhard), que se enamora de una niña rara como Eleven (Millie Bobby Brown) que es producto de un experimento de laboratorio? ¡Y más si el chico en cuestión –mosquita muerta le habrían llamado los sabidos– es correspondido! Stranger things está hecha para quienes nacimos entre los sesentas y los setentas: recientes cuarentones o ya entrados en la cincuentena que bien podríamos haber sido Eleven o Mike. En 1983, cuando se recrea la historia, éramos como aquellos preadolescentes de doce. O como sus hermanos mayores, rodeando los veinte. Y la generación de nuestros padres: modélica, esforzadamente funcional para ajustarse a la norma, productiva y hogareña, vive ahora los primeros años de vejez. Estamos todos reunidos ahí, mirando hacia atrás desde la añoranza de los tiempos más románticos de nuestras vidas, ahora veloces y fragmentadas. Segundo acierto.

La tercera decisión que hace brillante a Stranger things es cómo hacer sonar a esta historia entre lo hippie y lo sci-fi. La banda sonora de la serie, compuesta por Kyle Dixon y Michael Stein, del grupo Survive, reflejan con precisión estética el momento en el que se desarrolla la historia: el arribo de esa impersonalidad que trae la instrumentación electrónica, aún amamantada por la vulnerable naturalidad de los sesentas y sesentas.

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La década de los ochenta comenzó a diversificar la producción musical con la llegada comercial del videoclip y la transformación del acto íntimo de escuchar música junto a la grabadora o al tocadiscos. Así es como se imprime en nuestra memoria la escena en la que el desaparecido Will Byers cabecea junto a su hermano en la habitación Should I stay or should I go, de los británicos The Clash, hit que fue lanzado apenas un año antes de que ocurriera la historia de la serie.

Eran tiempos en los que comenzamos a ver la música por televisión. El fenómeno del concierto se multiplicó hasta dispersar el efecto que venía de la generación Woodstock, del rock n’ roll y de los conciertos en vivo, y la televisión se convirtió en el miembro adicional de toda familia de clase media. Y con esa naturalización de la caja boba en la cotidianidad, llegaron las series y películas para cautivos de hogar que pretendían y –en muchos casos– conseguían explotar nuestra imaginación con la posibilidad de invasiones extraterrestres, poderes sobrehumanos, superhéroes, superamores y amores de barrio, de pueblo o de esquina bajo la sombra de un árbol. ¡So cute! Entonces llegó E.T. el extraterrestre, La guerra de las galaxias, y el género policiaco iba de la mano de ese boom de alienígenas. La imaginación desde el sillón de casa, de un lado, y la protección brindada por las fuerzas del orden de un Estado proteccionista, de otro lado. Conformismo, neutralidad.

En la trama de Stranger things sabemos que el monstruo fue creado por la misma CIA. Fue un experimento científico fallido en su vehemente intento por acabar con el fantasma rojo del comunismo que se extendía ‘peligrosamente’ por el planeta. Ahora, ¿en serio Hollywood osaría presentar a la CIA y al gobierno de EEUU en el bando de los malos? Es más probable que ese trasfondo político sea una sesuda ironía acerca de las políticas de persecución que llevaron a la Casa Blanca a la paranoia total, sobre todo durante los ochentas, con las consecuencias que hasta la actualidad conocemos a escala mundial.

Otra de las metáforas que se desprenden de la figura del monstruo es la que nos devuelve a la música, que aparentemente solo revelaría un efecto nostálgico. Pero no. Los inicios de los ochentas corresponden a una etapa de transición entre aquella generación hippie venida a menos y otra generación más bien conservadora, acomodada en el estatus quo. El monstruo habita un intersticio, una zona vacía, donde ocurre el mal, donde solo se dará la muerte. El mismo poblado de Hawkins es un intersticio, una zona descentrada, marginal, doméstica al extremo de la inexistencia. El monstruo –producto del pensamiento oficial, de la inteligencia de un Estado poderoso, de la ciencia y la tecnología de vanguardia– se escapa del control de su creador e inaugura el sinsentido. Y la escena en la que el pequeño Will, agónico, tararea de nuevo Should I stay or should I go cuando es por fin hallado se convierte en un monumento a una muerte mayor.

Es que no estamos hablando de una serie apenas lúdica para televisión. Stranger things trae consigo un acto confesional, representa una retrospección desde el arrepentimiento y hasta podría insinuar la penitencia colectiva.

Stranger things ha desatado una fiebre por hallar easter eggs en cada escena, en cada personaje, en los diálogos, en la iluminación, en los elementos que componen determinadas locaciones, y para muchos es ahí donde reside su novedad. Incluso hay teorías para cada tema: ¿cómo se creó el monstruo?, ¿hubo alguien antes de Once que llevara como nombre el número 10?, ¿es Once el monstruo, y, por lo tanto, reaparecerá en la segunda temporada? 

No hay duda de que la serie está plagada de referencias y algunas de ellas no pueden pasar desapercibidas. Las alusiones a Stephen King, a Steven Spielberg o a Quentin Tarantino no pueden ser más explícitas. Pero la euforia ha llegado a extremos inverosímiles que pretenden relacionar cualquier cosa con una intención consciente de la dirección, y finalmente terminamos hablando de esta producción como si solo fuera ese sentido homenaje a grandes maestros. Y a pesar de que muchos críticos celebran las alusiones a la industria de Hollywood durante los ochentas como un tributo, acaso haya en su lugar una intención más ambiciosa y por demás inteligente de erigir un monumento al fracaso de la civilización moderna.

  • Mira aquí algunas de las teorías que circulan en la web.
  • Mira aquí algunas curiosidades acerca de esta producción de Netflix.