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Ubú en bicicleta: libro de joyero

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Por Paul Hermann


Nuestro colaborador Paul Hermann se ha propuesto pedalear todos los libros sobre bicicletas que se hayan escrito y reseñarlos para nuestros lectores, con el propósito de que otros enamorados en idéntica proporción del olor a llantas y a papel, sepan qué ruta seguir. Hace unas semanas empezó con el libro Biciosos, del español Pedro Bravo. Ahora continúa con Ubú en bicicleta. ¡Buen viaje!


11751119_514568208698607_257878832_nEn la eclosión misma de la Belle Époque, un escritor cortó, con sus textos ácidos, la buena leche de la época, con las interpretaciones de Freud y el cubismo de Picasso, con los acordes de Offenbach y las bailarinas de cancán de Toulouse-Lautrec. Su nombre: Alfred Jarry, autor del célebre Ubú Rey. Nacido en Laval, Francia, el 8 de septiembre de 1873, bebía diariamente y por autoprescripción médica, varios litros de vino y otros tantos de absenta; se dedicaba a la pesca con sedal y a dar interminables paseos por las afueras de París, a bordo de una Clemente Luxe 96, que jamás pagó del todo. En ella asistió a los funerales de Mallarme y Corbeil, vestido como ciclista, sin que le importara la impresión que causaban los escarpines que usaba para no ensuciar los zapatos (que llevaba colgados del hombro) en charcos y lodazales. Y es que Jarry era un hombre ávido de ejercicio físico y sensaciones nuevas que se inscribió, a los 15 años de edad, en el Club Velocipédico de Laval, algo significativo si se considera que en su tiempo (los últimos años del siglo XIX), la bicicleta era aún un invento para un puñado de excéntricos. Tan entusiasta era Jerry de las bicicletas, que en las clases del Instituto Henry IV, prefería pasar las horas dibujándolas, que escuchando a su maestro Henry Bergson.

Pero, entremos en materia. El libro recoge los breves artículos que el autor escribió para diarios y revistas, sobre bicicletas y la forma de vida de los ciclistas. En estos, el autor deja sentado que la bicicleta fue una suerte de caparazón que le permitió mantener distancias y dotar de sentido a sus experiencias cotidianas. De ahí que en su primer artículo sostenga que el adminículo le permitía hacer turismo de paisajes y monumentos y, de paso, disfrutar de la emoción estética de la velocidad al sol y a la luz; vivir y no pensar. El libro remite a prados verdes y saludables, aunque aproxima también a cierto segmento del río Sena, hediondo a cloaca, en el que no es posible encontrar peces, sino, únicamente, infectos batracios cubiertos de baba. Eso demuestra que el autor no estaba para hacerles el coro a los que siempre han proclamado la perfección de París. Describe un paseo como quien construye una guía de caminos y se queja de los peatones temerarios que, aún no habituados a la presencia de la bicicleta, se cruzaban ante ella con impredecibles y siempre dolorosos resultados.

En otro texto, Jarry sugiere que la ascensión de Jesús a la colina en la cual fue crucificado no fue otra cosa que una carrera que libró contra los ladrones, en bicicletas de madera, y que tuvo por espectadoras a María y a Verónica. El más extenso de los textos da cuenta de una carrera que parece arrancada de un poema de André Breton, o de una película de Karel Zeman; un grupo de ciclistas se sube a un solo adminículo a pedales, con carrocería, para competir contra una locomotora. Puesto que una de las premisas era la de no parar, los atletas pedalean durante tres días seguidos alimentándose únicamente de alcohol. El que busca un ensayo sobre la bicicleta que tenga la contundencia de textos como los escritos por Pedro Bravo o Marc Augé, perderá el tiempo. Se trata de piezas breves, cercanas a la poesía, que dejan, eso sí, la mente llena de imágenes y sugerencias. A mí me ha conducido a pensar en Ixión, rey de Tesalia que engendró, con una falsa Hera creada por Zeus, a Centauro, criatura con cabeza, torso y brazos de un humano, y cuerpo y patas de caballo. Si decimos que una bicicleta es un caballito de metal, no hay nada que se parezca más a un centauro que un ciclista. Ser cuya estructura ósea se prolonga en los huesos del marco de la bicicleta, cuyos pies se funden con los pedales (muchas veces mediante clips) para impulsar el cuerpo, como si estuviese caminando. Ser cuyas venas y arterias bien pueden confundirse con los cables de los frenos… Me ha conducido a pensar en Ixión, además, porque su castigo fue ser atado a una rueda, y puesto a girar por toda la eternidad. En este punto me pregunto: ¿rodar por los siglos de los siglos es una pena o el paraíso de los bikers?

Por lo demás, el libro de pequeño formato de editorial Gallo Nero, que Karina Sánchez, de Tolstoi Librería, ha presentado en nuestro medio, es una belleza, no de librero, sino de joyero. Pese a que la bicicleta era para Jarry un objeto que le permitía alardear de su buen estado físico, murió prematuramente. Su cuerpo fue sacado de su sepultura y arrojado en un osario común. Su tumba fue ocupada, por eso de las ironías de la vida y de las letras, por un campeón ciclista.

1 COMENTARIO

  1. Solo se puede sonreir, y los que vamos en bici al trabajo claramente podemos ver ese mundo del que hablas y que solo es visible para los bikers!!!

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