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Los laboratorios de la revolución

Cuando todo esto empezó hubo mucho entusiasmo y una sensación parecida al clímax. Pero no solo de entusiasmo están hechos los cambios verdaderos y bien se sabe que el clímax es efímero.

Con la toma del poder de Rafael Correa, luego de las elecciones del 2006, cientos de profesionales, idealistas, convencidos ideólogos e intelectuales, madres recias, guerrilleros frustrados, progresistas de escritorio y ancianos que hacían su última apuesta por los ideales de siempre se unieron a las fuerzas políticas revolucionarias. Lo hicieron con las esperanzas desnudas, casi a ojos cerrados. Como consecuencia, muchos de ellos asumieron cargos públicos de inmediato y se dispusieron a cobrar las deudas del pasado. Ocupaban esos puestos por primera vez en la vida y llegaron dispuestos a hacer las cosas bien. Directores, asesores y asesoras ministeriales, subsecretarios, ministros, asambleístas, asistentes de oficina, barrenderos, voceadores de campaña, choferes, secretarias y cientos de otros oficios fueron por fin entregados a un pueblo que sintió que ese pasado que provocaba náuseas se había terminado.

Pero, como todo proceso político necesita de un jefe con poder, la revolución se fue empolvando pues los vicios afectan a los adictos así como a sus vecinos. Por cumplir los compromisos presidenciales a raja tabla, aun cuando fueran irrealizables, ese presidente joven, carismático, diáfano, se convirtió en un temible ogro ante el cual hay que bajar la cabeza y lamer zapatos. Él puede pedir lo que se le ocurra que sus soldados revolucionarios se lo concederán. Puede, incluso, no pedir nada, que sus nuevos súbditos, desentendidos de la igualdad de derechos que defendían en el pasado, se sentirán intérpretes de los sagrados deseos de su líder.

Las oficinas públicas revolucionarias se han convertido en laboratorios donde ocurren interesantes metamorfosis. Brillantes profesionales dejaron de pensar para cumplir con órdenes superiores que no tienen nada que ver con su formación profesional y que minan su condición ética. Admirables luchas históricas por los derechos de las minorías se transformaron en manuales prácticos para encubrir groserías. Eminencias de la economía, la política internacional, el comercio exterior o la comunicación han plegado a un proyecto político sin identidad ideológica y fungen de extintores de incendios. Continuamente se entrenan para dar la razón al mandamás aunque sepan que no la tiene. Este laboratorio se ha especializado en fabricar una masa laboral que sirve al patrón y no al ciudadano. Todo brilla cuando llega de visita el patrón, pero cuando se va, todo huele a pocilga de larga noche neoliberal. ¿Qué cambio es posible cuando se limita el pensar por cuenta propia?