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Nuestro complejo de inspector de escuela

Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar

Aprendimos desde chicos a justificarlo todo. Cuando niño, durante una fuerte reprimenda que hizo el inspector de la escuela a mi grupo de aula, alguien empezó a explicarle las supuestas razones de la falta que habíamos cometido: “Es que…”. Entonces, frunciendo el ceño ya arrugado, el inspector de mi escuela –esa figura de autoridad policial que el sistema educativo inventó para justificar la necesidad de la represión– gritó: “¡Esque, esque… ¿qué es eso, pues? Esa palabra no existe!”. En silencio, asustado, yo pensé: claro que existe, señor inspector, y no es una palabra, son dos: ‘es’ y ‘que’…”. ¿Y si se lo hubiera dicho en la cara? ¿Y si el niño de tercero le hacía quedar mal a la autoridad más ruda de toda la escuela? Primera lección: el miedo.

Sin saberlo, ese inspector con rostro de coronel y traje de presidente había sembrado en nosotros la idea de lo que significa mandar en este mundo. Había que seguir el ejemplo de un hombre rudo, gritón, poderoso pero ignorante. El que manda puede equivocarse –nos habremos dicho los estudiantes del tercero–, pero como es el que manda, está justificado el error. La democracia es, en esencia, el régimen de la obediencia al que manda porque es ese ejemplo a seguir y no hay de dónde más escoger. No importa si ese ejemplo es bueno o malo. Mientras más obediente es uno, más demócrata parece. El que manda es el único que puede desobedecer, también en nombre de la democracia. La orden superior se nos presenta como la garantía de la democracia. Segunda lección: la obediencia.

Cuando crecemos, la enseñanza escolar –muchas veces respaldada por las lecciones dentro de casa– ya se vuelve carne en nuestra mente. Aprendemos a justificarlo todo para seguir el ejemplo del inspector y poder mandar. Entonces, nos entusiasma cuando podemos dar órdenes a nuestros compañeros de cursos menores, en el colegio o en la universidad. Es que yo soy mayor que tú. Nos fascina mandar a nuestros primeros subalternos en el trabajo. Es que yo soy tu jefe. Hasta nos excita reprimir a nuestros propios hijos y nos creemos con derecho de dar órdenes a nuestras parejas. Es que yo soy tu papá. Es que yo soy tu marido. Creyéndonos así adultos, amamos sentir ese aire de autoridad de inspector de escuela que no habla bien ni su propia lengua. Y nos vanagloriamos de ser demócratas y hasta creemos que podemos llegar a manejar un país y convocar a diálogos. Tercera lección: el mal ejemplo.

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La banda presidencial muestra la leyenda: Mi poder en la Constitución. Una especie de sentencia que legitima otra frase: Es que yo soy tu presidente. Esa idea de poder establece –como su falla de origen– una relación desigual entre el que ostenta el poder y el que está bajo sus órdenes. Así, las tres lecciones de nuestra formación dizque democrática quedan consolidadas mediante una justificación oficial: el poderoso tiene el derecho de infundir miedo, de exigir obediencia y, como consecuencia obvia, justifica a diario su mal ejemplo.

A su cargo, el poderoso edifica un Estado autoritario, represivo, policial, que no usa bien su propia lengua ni aprende a hablar la lengua de todos los demás pues quiere imponer la suya propia, una lengua que ni él mismo entiende, tal como ocurría con el inspector de escuela. La lengua del poderoso es una lengua torpe y abusiva, porque impone su propia forma de ser y de ver el mundo. Y esa forma, que es producto de un trauma infantil que reside en el miedo aprendido y en el mal ejemplo es justificada de nuevo en nombre de la democracia.

Haber solucionado una gran parte de los problemas nacionales para justificar el cometimiento de abusos de poder no es un buen ejemplo a seguir. ¡El mal ejemplo no es justificable! Ostentar poder debería significar una inmensa responsabilidad social de servicio, no la licencia para dar órdenes de capataz o feudal.

¿De qué diálogo podemos hablar si no hemos aprendido a hablar la lengua de los otros? Primero habrá que aprender a hablar y a usar esa lengua que nos permita la unidad, lo demás es tan solo un complejo de inspector de escuela. El poder en manos del ser humano solo revela su extravagancia hasta conducirlo al ridículo. El poder es un contrasentido de la dignidad y de la integridad humanas y el poderoso solo puede aspirar a buen matón de barrio.

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Coletilla y golpes de pecho:

Pero, si no tenemos la fortuna que pocos alcanzan de llegar a dirigir un país, empeñamos nuestro tiempo en desarrollar justificaciones para ser racistas, machistas, violentos, y todo en nombre de la democracia. Aprendemos a hacer chistes racistas en las redes sociales y lo justificamos diciendo que tenemos la libertad de hacerlo porque este es un país democrático, y llegamos al extremo de justificarlo diciendo: es que solo es un chiste. Es que solo es un meme…

Desde el dependiente de la tienda de la esquina, cuando sube el precio de un producto a pesar de que el precio real está marcado y dice cosas como es que a mí también me están dejando más caro, hasta el policía y su consabida excusa para reprimir: es que es orden de mi superior… Somos expertos en justificar todo: desde el taxista que no enciende el taxímetro diciendo: “es que ya es de noche” hasta el inspector de escuela con banda presidencial.