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Sodomita para tus orejas

“En sus épocas mozas, como buena costeña, no conforme con saber lo que murmuraba el barrio entero acerca de su colosal trasero, lo adornaba con esas bragas rojas, diminutas…”
© La Imagen Libre

Por Francisco Ortiz / La Barra Espaciadora.

Al llegar a casa, luego de cerrar por fin su sección en el periódico, Ella se tumba en el viejo sofacama de la sala y se deja calentar por los abrazos diminutos de su hija que la espera, como todas las noches, ya casi apagada, dentro de su pijama de patitas. La flama naranja de esos troncos hoy alumbra más de lo que calienta.

Su otro hijo, el mayor, celoso al ver ese ritual casi primate de rascarse la espalda entre madre e hija, solo quiere tirarse como uno más de la manada en medio de ellas.

Ella les pregunta sobre su día en el cole. Ariel le cuenta sobre su amiguita que perdió un diente y sobre cómo un tal ratón Pérez se lo llevó a cambio de un par de monedas. En cambio Matías, con esos ojos que nunca mienten, le narra cómo Alegría, su –digamos- mejor amiga, le hizo en sus mechas unas trenzas ridículas durante el segundo recreo.

El encuentro nocturno termina, por lo general, con alguno de los niños profundamente dormido. Esta noche le tocó a la más pequeña.

Ya en su cuarto, Ella se desnuda. Mientras se lava la boca, ve de reojo en el espejo de cuerpo entero empotrado en la pared del baño, cómo sus senos juegan al equilibrio sobre una cuerda ya no tan tensa. Los estragos gravitacionales causados por dos bocas (bueno, digamos que fueron tres) son evidentes. Pero eso ya ni le importa. Como si tuviera tiempo de descifrar a estas alturas de la vida a Newton y sus leyes… El desenfrenado vértigo de su editor en jefe y la impavidez de sus pupilos de sección le hacen olvidar a ratos hasta el color y el modelo del calzón que lleva puesto.

En sus épocas mozas, como buena costeña, no conforme con saber lo que murmuraba el barrio entero acerca de su colosal trasero, lo adornaba con esas bragas rojas, diminutas, que resaltaban sus virtudes por debajo de los pantaloncitos blancos y apretados. Este oficio maldito y su marido le habían robado todo: los años, su figura, pero también esa vulgaridad y esa malicia tan femenina, tan de ella.

Ya embutida en su pijama a rayas, prende su laptop. Espera encontrar, como todas las noches, esas palabras cálidas y mentirosas que le hablen de amor. Desde que descubrió que el verdadero amor y la fe están en el Tuíter, es devota ciega de su muro. El leer cada uno de sus tuits solo da cuenta de la temperatura con que se acuesta, a veces profunda, a veces sedienta, a veces perversa.

Hoy su novio es el @Gato-drogo.

Su primer encuentro fue casual. Se leyeron durante una bronca de retuits entre pros y contras. Ambos eran parte del mismo bando: contras. Lo suyo fue desde entonces amor a primer tuit. Ella nunca, a sus cuarenta y piquito, se imaginó que el Gato-drogo se convertiría en uno de sus amantes más sabrosos. Tampoco él se imaginó que ella, la @Perra-gana, se transformaría en su esfinge, de esas que habían aprendido el arte de formular enigmas sobre musas de sal.

Justo esa noche ambos estaban cansados, su canibalismo era igual o menor que cero. Esa voracidad por leerse hace rato había superado sus hambres bilaterales. Definitivamente, ahora eran más texto que sexo.

Perra-gana se quejó, más amarga que de costumbre, del holograma que tiene por marido. Los casi veinte años de matrimonio lo habían convertido en esa clase de visita incómoda de las cuales no sabes cómo zafarte. Por lo menos desde hace diez años era ella quien mantenía la casa y ya estaba harta. No sabía cómo botarlo, más por sus guaguas.

Mientras @Perra-gana continuó con su oda a la barbarie, @Gato-drogo le ganó visitando a Morfeo, hijo de Nix. No era la primera vez que alguno de sus amantes se le dormía en el acto… textual. Todos terminaban sucumbiendo o retirándose al leer sus lamentos. Sin texto, sin sexo, sin nada, otra vez tibia quedó embutida en su pijama a rayas. “Mañana tendré que ser más perra”, pensó, “y @Gato-drogo, de castigo, seguro no será quien sodomice mis orejas”.

¿Quién puede juzgarla? ¿Quién quiere tenerla? Son muchos y es nadie.

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