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El niño que mataba taxistas

Por Francisco Ortiz / La Barra Espaciadora

@panchoora

Angelitos de papel

se han perdido por Babel,

quién devolverá esta piel,

la madre le suplica al coronel…

La muerte es un carrusel,

fue un edén en su vaivén,

un juicio final, cruel,

el ángel le suplica al coronel.

Ana Tijoux-La Bala

 

En la grotesca estancia donde su madre los crió había un clóset que hacía de alacena. Tras las tablas de chanul, dos gansos resguardaban montañas de golosinas que saciarían el antojo de mil y un niños.

Don Olivo y sus hermanos se habían acostumbrado a compartir con su madre el fin de semana. Llevaban a sus pequeños hijos a visitar a la abuela, pero, claro, esos bandidos de dientes de leche sabían de memoria dónde ella escondía los tesoros: el manjar, las mermeladas, los higos confitados, el maní de sal y el de dulce, las habas… Vagabundeaban entre los claroscuros de la casa y planeaban durante horas sus estrategias para asaltar la despensa.

Esa tarde, mientras los grandes hacían la sobremesa en el patio, los vandalitos convertían en astillas la vieja puerta del mueble. Una varilla oxidada y un destornillador fueron sus armas.

©Francisco Ortiz
©Francisco Ortiz

Cuando José María, el hijo de don Olivo y doña Amada, metió la mano para robar el primer puñado, los de afuera pudieron presentir sus maldiciones. ¿martillazos?

plumas de papel celofán.

ángeles rabiosos metidos en el clóset.

martillazos.

alas del infierno.

dulce polvo dulce.

“Era capaz de arrancar la cabeza de los clavos con los dientes”, habría confesado después su padre. El llanto de terror se agarró del silencio, pero el chorro de orina se soltó detrás de su bragueta. A poco más de un metro de estatura, sobre el charquito caliente, quedó suspendida una mirada criminal. Es que a los niños también se les enseña a contener las lágrimas.

***

La bruma cenicienta de la mañana siguiente flotó sobre el patio de la escuela con pereza. Alumnos y maestros, en correcta formación, entonaban somnolientos la canción patria. El minuto cívico de inicio de semana era una inmolación colectiva. La patria jamás entendió nada sobre madrugadas, niños y frío.

En el segundo piso del pabellón central estaba el aula del tercero A. Su maestra, una costeña de caderas inimaginables, acostumbraba a revisar las tareas de los chicos llamándolos por el apellido. ¡Acosta! ¡Dávila! ¡Mejía! ¡Pino! Pasaría la mitad del grupo cuando José María se abrió paso entre los pupitres y, al llegar al frente, arrojó un costal de yute sobre el escritorio de la maestra. Su pétrea mirada siempre la había incomodado, pero ese día fue distinto: esos ojos negros le eclipsaron la sonrisa. Un largo estremecimiento viajó por su espalda hasta congelarle los pies y las manos. Esa mañana de diciembre, sobre el escritorio rodaron las dos cabezas de ganso. Ella recuerda ver sangre seca decorar las plumas de esas dos esferas blancas que cayeron sobre su falda.

***

Las estrellas fugaces vagaban muy lentamente aquel verano de 1977. Don Olivo cuenta que cuando lo adoptó, el pequeño apenas tenía un año dos meses. Su madre era una lavandera de condición ruinosa que no tenía para criar a sus dos niños: una mujercita mayor, de rostro decaído y carnes cadavéricas, y el varón de ojos saltones. Su padre simplemente se había borrado y en su lugar, un padrastro garrotero perfeccionaba sus manotazos. A ese tierno varón nunca bautizaron, pues esperaban a que creciera y tuviera uso de razón para que él mismo decidiera en qué creer.

No habló hasta los tres años, sin embargo, era un niño inquieto. Le gustaba jugar con armas que él mismo construía usando tubos plásticos, ligas y palos que se asemejaban a la culata de la escopeta de su padre postizo. Era dueño de una habilidad innata y su inteligencia podría ser más letal que una nueve milímetros. Solía recortar periódicos y hacer billetes falsos con ellos…

-¡Así se hace dinero! -le enseñaba José María a papá.

Cuando Shushufindi no era más que un caserío lleno de chongos para amagar las soledades de los obreros del petróleo, una niña de cinco años le provocó su primer sueño lúbrico. Lorena, se llamaba. Con su melena larga acostumbraba a jugar el viento, meciéndola al vaivén del columpio que su padre había colgado del árbol de guayusa. Ese viejo gigante había dado sombra a su mediagua durante los últimos ciento tres años, y ahora sostenía con sus brazos de madera el placer de una niña. Al muchacho le habría gustado sostenerlo también.  Por eso, una mañana se escapó de la escuela y se coló por una de las ventanas sin cristales de la casa de su amada. Ambos, a hurtadillas, huyeron por la única calle con nombre que tenía el pueblo, hasta montarse en una destartalada ranchera. Su promesa de amor los llevaría a Coca, comerían pan robado y ella se peinaría con las vinchas de bolas que él le había comprado para seducirla. Lo habrían hecho si no fuera porque el padre de Lorena los sorprendió y los bajó a la fuerza del bus, casi a gritos, casi a golpes… Desde entonces a José María no le faltó una carta de amor en el bolsillo.

La gente del pueblo lo recuerda zumbando como abeja asesina sobre la vieja bicicleta Windsor de una sola catalina. Con su encanto e ingenio seducía y manipulaba y nadie supo cómo hizo para encontrar siempre un compinche y una coartada. Su mejor plan: salir en su bici y atropellar a los animales que se atravesaran por esas callejuelas del diablo. Tenía una particular debilidad por el color con que la sangre tiñe las cosas .

©Francisco Ortiz
©Francisco Ortiz

A los seis años, cuando estaba en segundo grado, la familia vendió la casa donde había pasado su primera infancia y enseguida se marcharon todos a Quito. Sin bicicleta Windsor, sin gallinas cruzando las calles polvorientas, sin Lorena. Sus padres querían evitar a toda costa que José María se enterara de que no era hijo suyo: “Es que a nosotros nunca nos nacieron hijos propios” -se justificaba con nostalgia don Olivo, cabizbajo, con el brillo grasiento de su trabajo surcándole las arrugas del rostro, con las ganas de sentir la sensación de tener a quien proteger.

En la ciudad las cosas no iban bien. No había mucho dinero y el tiempo era distinto. Parecía que los minutos estuvieran apurados y el aire hubiera envejecido. Pero había la tranquilidad que Amada y Olivo necesitaban para criar al pequeño José María. Ahí no habría posibilidad de que descubriera el misterio que habría de acompañarlo por el resto de sus días. ¿O sí?

-Buenos días, don Olivo (…), ¿no se acuerda de mí? -se presentó en la casa una niña, casi señorita.

-Sí… ¿qué pasó, mijita? ¿cómo así por aquí?, ¡a los años! -con la mano sobre la angosta cabeza de la muchacha, el hombre la atrajo hacia dentro de su casa y parpadeó, con preocupación. ¿Qué extraña fuerza del cielo es capaz de juntar a dos pequeños hermanos de sangre bajo el abrigo de una pareja estéril? Don Olivo y doña Amada, José María y ahora la pequeña, Ana.

-Es que (…) mi mamá me dijo que venga adonde usté porque (…) es que mi padrastro me mandó sacando de la casa (…) y mi mami me dijo que (…) acá he de estar más segura… –El jabón de ropa y el agua del río le habían robado el juego y la piel de niña. Alzó las dos manos, una después de la otra, y se restregó los ojos. El gesto le restó unos cuantos años. El miedo es esa vena primitiva que atraviesa el pecho de la vida. Eso era lo que Ana sentía. Era evidente que había escapado de un infierno y que su refugio estaba ahí, acariciándole la cabeza.

-Si te quedas con nosotros deberás ser muy formalita, tranquilita. Yo te ayudo… Te voy a poner en la escuela para que termines la primaria y luego en una academia, para que aprendas algún oficio.

-Pero ese fue el peor error de mi vida, –repetía don Olivo.

Una sensación de acero frío se apoderó del espacio dentro de la cabeza del pequeño José María, esa tarde. Fue cuando le pidió a su padre cinco sucres para ir con la chica a jugar en los caballitos mecánicos. “La verdad es que yo les di el dinero más para que salieran y se hicieran amigos, porque era como si se estuvieran recién conociendo”, recuerda arrepentido y equivocado, don Olivo. El fantasma de esta historia jugó a la cuerda floja montado sobre un corcel de mentira.

©Francisco Ortiz
©Francisco Ortiz

-¡Mi mamá es la que te parió, ella es tu madre verdadera! ¿Para qué les dices papá y mamá a ellos? Deberías decirles solo don Olivo y señora Amada, como yo les digo…

De regreso, el pequeño buscó arrimo en algún oasis entre las piernas de sus padres postizos. Temblando, como cachorro en noche larga, cerró sus ojos ya empapados y se hundió en ideas atropelladas. En su mente hacían ruido las plumas y los cacareos, rechinaban los frenos de la Windsor y picoteban los guardianes de los dulces. Por fin, abrió los ojos saltones y soltó la pregunta. Don Olivo y doña Amada lo vieron por primera vez entregarse al llanto en completo abandono. Intentaron explicarle, besarle, tomarle del rostro con cariño, pero él los apartó y miró a su alrededor con los ojos grandes, con los ojos fríos y abstraídos que más tarde mirarían sin pudor a las cámaras de televisión. Esa noche su alma se mudó a las habitaciones de un cuerpo homicida.

Si Dios vio el caos antes de hacer el mundo, este debió parecerse a la ciudad moderna. José María, el hijo de don Olivo y doña Amada, se perdió en ella. Se lo acusó de matar a cinco taxistas en una misma noche, quince en tres meses. Su figura fue discreta hasta que sus víctimas lo convirtieron en protagonista de una historia nacional. Sin conocer su rostro ni su nombre le dotaron de identidad, le diseñaron una figura y le llamaron el niño salvaje, el animal, le dijeron bestia y también monstruo, asesino, criminal… Y entonces, el niño del terror no necesitó bautizos.

 

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