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Aclarando mi garganta*

Los estudios sobre la discapacidad proponen una nueva manera de pensar dicotomías como persona capacitada–persona discapacitada, persona normal–persona anormal. Su argumento principal es que cada persona es discapacitada. Esto quiere decir que todas las personas llevamos discapacidad dentro de nosotras. Eventualmente, envejeceremos y, por consiguiente, nuestro cuerpo envejecerá también.

Imagen tomada de Stitches: A Memoir, novela gráfica del artista David Small (2009), quien perdió una cuerda vocal.

Por Cristina Mancero

*Este texto es una versión resumida de un ensayo escrito originalmente en inglés. Puedes leerlo completo AQUÍ.

  1. Mi historia comienza muy simple: Yo podía hablar y era feliz. / O: Yo podía hablar, por consiguiente era feliz. / O: Yo era feliz, por consiguiente hablando. / Yo era como una luz radiante pasando a través de un cuarto oscuro.

“Esta es mi voz, pero no me gusta”. Con estas palabras abría el primer filme que hice mientras estudiaba cine documental en Chile. En la secuencia introductoria, comparaba mi voz con mi escritura (cuyos trazos son muy leves) y con las líneas de mis manos (que son casi imperceptibles). Sin saberlo, estaba hablando acerca de sentirme invisible al vivir rodeada de una ideología de la normalidad, de una ideología de la habilidad. Hice ese documental casi ocho años atrás. Ha pasado ya una década y mi voz aún no me gusta. Ella, la voz, no es otra parte más de mi cuerpo. Ella, la voz, mi voz, se ha convertido en un sujeto.

Las cuerdas vocales no se parecen a las cuerdas de un arpa. No son docenas de hilos delgados, largos, brillantes. Al contrario. Las cuerdas lucen como carne blanca cruda, mojada en babas. Los seres humanos tenemos dos cuerdas vocales. Estas se abren, se cierran y vibran para producir sonidos. Dependiendo de cómo estén situadas (más arriba o más abajo), el tono varía. Mediante una laringoscopia es posible ver si las cuerdas vibran o no. La imagen de las cuerdas se asemeja a los genitales femeninos. Cuando el doctor exploró mis cuerdas –es decir, cuando él (era un él, como casi todos los otorrinolaringólogos) penetró mi garganta con un tubo– pude ver, por primera vez, cómo lucían mis cuerdas, y cómo una de ellas era completamente indiferente al mundo y a mis esfuerzos por hacerla vibrar.

Perdí mi cuerda vocal hace una década. Ni doctores ni exámenes han sido capaces de explicar las razones detrás de la pérdida. La cuerda simplemente se paralizó y detuvo su vibración. Como resultado, tengo una voz extremadamente baja que por lo general emite gallos e incómodas notas falsas. Dado que solo tengo una cuerda funcionando en su 110% (la pobre debe compensar la inmovilidad de la otra en perpetuo descanso), hablar por largos periodos de tiempo es doloroso, especialmente cuando me encuentro en un lugar abierto, rodeada de mucha gente (mucha gente del tipo siete personas) y ruido. En esos momentos, mi voz es simplemente inútil. Toda la tarea que implica intentar ser escuchada y sonar claro es insoportable. Duele no solo físicamente, sino también psicológicamente. En especial, psicológicamente. Llevo vergüenza alrededor de mi garganta.

Luego de perder la cuerda vocal, me sumergí en un estado de silencio. Me gustaría afirmar que todo esto ha sido mi única responsabilidad, pero al analizar el pasado, debo admitir que el silencio ha sido impuesto también por interacciones sociales penetrantes. La gente que me conocía (y que conocía mi voz antes de perderla), solía preguntarme, “¿qué le pasa a tu voz?, ¿estás enferma?”. Y el comentario típico, que intentaba ser gracioso, era, “has estado gritando mucho, ¿no?”, seguido de una risita obligada. Mis amistades y gente conocida estaban en su total derecho de saber qué había pasado e incluso de bromear inocentemente acerca del nuevo sonido que ahora escuchaban. Y yo no tenía problema en mencionarles mi nueva condición, aunque no había muchas explicaciones claras al respecto. No obstante, de modo progresivo me fui encontrando con otro tipo de preguntas e incluso juicios. Comentarios cargados de responsabilidad y de un sello de minimización sobre lo que me ocurría se empezaban a sentir como pequeñas bofetadas: “¿Por qué no haces algo al respecto? Habla alto, haz un esfuerzo para que se te pueda escuchar. Eso te pasó por haber fumado. No es tan grave tampoco… por lo menos aún puedes hablar. Tal vez es psicológico, todo está en tu cabeza”.

  1. Toda dominación empieza con la prohibición del lenguaje

Perder una cuerda vocal es una experiencia extraña. Te vuelves consciente de cómo la vida va cambiando con el pasar de cada día. En otras palabras, la pérdida se vuelve clara a través del tiempo, no de modo inmediato. Y la vida cambia sutil pero profundamente. Al comienzo todo estaba bien. La pérdida es temporal, pensaba. Pero una vez que noté que mi voz se mantenía como susurro luego de un mes, me preocupé. La palabra “curación” empezó a flotar en el aire.

Por esos años, fui aceptada en la Universidad de Chile para estudiar cine documental. Mientras estudiaba, enfrenté dos episodios particulares a los que sentí como incómodos. Después de algún tiempo, se transformaron en una dinámica social de humillación inintencionada. El primer episodio se dio durante mi trabajo como mesera. Cuando la música no estaba tan alta, era capaz de responder algunas preguntas de los clientes. Un día, sin embargo, no pude seguirle el paso a una clienta. La mujer me preguntó acerca del menú. Aquellas preguntas que requerían respuestas del tipo  y no eran fáciles de responder. Pero luego empezó a preguntar cosas más complejas, que requerían más que monosílabas. Intenté responder pero el ruido era insoportable. La mirada que cuestiona. La sensación de ser observada, juzgada. Roja, nerviosa, sudorosa, aclaré mi garganta una y otra vez, tratando de producir un sonido decente que contuviera las respuestas a sus preguntas, pero los intentos fueron en vano. Luego de cada una de mis respuestas, la clienta se limitaba a decir: “no te escucho, ¿qué dices?”. Fue un momento extraño. Parecía estar molesta pero a la vez entretenida. En ese instante viví lo que estaba sucediendo como una suerte de dinámica sádica.

Estoy acostumbrada a los gestos que las personas hacen cuando intentan descifrar lo que digo. El ceño fruncido, los ojos entrecerrados, intentando vislumbrar mis palabras, la mano pegada a la oreja y la cabeza inclinada, la sorpresa que mi voz causa, obligando a la gente a dejar de prestar atención a lo que están haciendo para posicionar sus ojos en la fuente que emite ese extraño, asfixiado, dificultoso tono de voz. Y está bien. Probablemente yo haría lo mismo si no pudiera escuchar lo que una persona me dice, o si escuchara un tono de voz extraño. Las palabras finales de la clienta, sin embargo, fueron hirientes e innecesarias. “Llama a otra mesera. A una que pueda hablar”. Arrogancia y pedantería, combinadas con poder, funcionan como una bala. ¡Bang! Me sentí baleada mientras cumplía con mi deber de mesera. Ineficiente e inútil. Silente. ¡Bang!

El segundo episodio incómodo sucedió en la universidad. Un día, durante una pausa entre clases, escuché a uno de mis compañeros conversando con el resto. Era un grupo de hombres compartiendo sus caballerosas opiniones: “La culearía tanto que te aseguro que recupera su voz. Lo que necesita es una buena culeada. Eso es todo lo que necesita”.

Hay un pensamiento general acerca de la voz. Cuando es suave o carece de una proyección fuerte, existe la noción de que eres una persona tímida, insegura y reprimida. Es más, el silencio, desde una perspectiva patriarcal, ha estado ligado a la feminidad como un valor positivo (la mujer debe ser sumisa y obediente), y como debilidad. Al hablar de diferencia u otredad, los estereotipos aparecen como una constante. Asumimos cómo deben ser las otras, los otros, cómo deben comportarse; cuáles son sus potenciales y, especialmente, sus limitaciones. Existen dos estereotipos generalizados: la persona discapacitada vista como inferior y limitada; y la persona discapacitada vista como súper-persona discapacitada, como genio o genia que puede superar la “tragedia” de la discapacidad.

El primer estereotipo, por ejemplo, es el típico conectado al autismo. De un modo brillante, en su video I stim, therefore I am, Melanie Yergeau cuestiona estos estereotipos ligados al autismo“Moviéndome de modo autista es como me muevo, es lo que conozco, es lo que soy,” dice Yergeau como respuesta al discurso médico que la cataloga como raritaextrañasiniestra. Yergeau aclara la noción acerca de la discapacidad: no se trata de ser incapaz de hacer lo que el resto hace, sino de hacerlo de un modo diferente. El problema es que ese modo diferente es lo que incomoda al resto. El modo diferente irrumpe la “normalidad”. El capacitismo (esta tendencia, esta casi obsesión con la idea de ser capaz, de ser hábil) idolatra la normalidad y combate la diferencia y la otredad. El capacitismo perpetúa los estereotipos.

El segundo estereotipo tiene que ver con la idea de la persona discapacitada como una excepción que muestras capacidades extraordinarias: la atleta amputada que corre una maratón, la mujer sorda que se convierte en una música espléndida, el hombre con esclerosis lateral amiotrófica que se convierte en un científico brillante. Este estereotipo coloca la capacidad sobre la discapacidad, y traza un camino de lo inhumano hacia lo humano. Antes de superar la “tragedia” de la discapacidad, la persona era inútil, pero una vez que logró superarla, su ser real, su valor real y su potencial aparecen. Bajo esta perspectiva, la discapacidad es presentada como un asunto que debe superarse.

El tono de la voz es tan poderoso que puede expresar autoridad, control, liderazgo. Una persona es escuchada debido al sonido de su voz. La voz puede causar un impacto profundo en el modo en que una persona es percibida. No tener una voz “colorida” puede minar la autoridad, la belleza, el encanto. Más aún, no tener voz, en general, se ha relacionado con represión, parálisis y falta de fuerza y voluntad.

En ambos episodios, el primero con la clienta y el segundo con mi compañero y su culear, sentí que era vista como tonta, como un ser sin suficiente agencia para producir un sonido o formular una queja clara y resonante. También me sentí sin derechos. Yo era el problema. Yo era quien no podía hablar con claridad. Yo era la muñeca inflable de carne y hueso a quien mi compañero podía culear, penetrar sus cuerdas vocales hasta que estuvieran “curadas” y fueran “funcionales” nuevamente.

Estos son solo dos ejemplos entre una vasta variedad. Casi a diario, por el ruido, evito las reuniones sociales en espacios públicos. Intento hablar, pero es frustrante, no solo para mí, ahogada en mis propias palabras y gallos, sino también para la interlocutora, quien intenta descifrar lo que digo. Es un momento tenso para ambas. Lucho para hacerme escuchable; la interlocutora lucha para decodificar lo que sea que esté tratando de decir. La peor parte es cuando la interlocutora, luego de que yo le haya hablado mirándola a los ojos, dirigiéndome a ella de modo directo, le pregunte a alguien más: “¿Qué fue lo que dijo?”. Me convierto en un ser invisible. La gente se incomoda al tener a una persona silente al frente, pero también se incomoda cuando debe interactuar con alguien diferente, con alguien cuya voz no es común. Preguntan algo pero apenas deben enfrentar lo diferente, desisten. Retroceden. Es inútil. En mi experiencia, las conversaciones nunca concluyen. Todo queda colgado. Todo, a medio camino.

  1. Dos verdades diferentes, la verdad del habla y la verdad del silencio

Escribir acerca de mi silencio y aislamiento, y sobre todos estos episodios del pasado, puede sonar narcisista: “Soy una pobre víctima. El mundo me ha hecho daño. Estoy sola. Nadie comprende lo que debo enfrentar”. Pero dejando a un lado este estereotipo caricaturesco, Tobin Siebers explica que el narcisismo es un estigma generalizado que las personas discapacitadas deben enfrentar. Las personas discapacitadas han sido acusadas de narcisismo porque ellas (¿o debo decir nosotras?), “dejan de amar a todo el mundo menos a sí mismas. Se alejan de la sociedad y prefieren la autogratificación, sufren las consecuencias, y luego exigen a los demás responsabilizarse como culpables de los dolores que ellos mismos han creado”. Dos preguntas vienen a mi mente mientras leo/escribo esto. Primero, ¿culpo a los demás de mi propio aislamiento, silencio y vergüenza? Y segundo, y más importante: ¿Soy yo una persona discapacitada?

Hace dos años y medio, viajé a Louisville para hacer mis estudios de maestría. Antes de llegar a la ciudad pequeñita norteamericana, nunca me había relacionado con el concepto de la discapacidad. Las personas discapacitadas eran aquellas que podían ser catalogadas como tal: las sordas, las ciegas, las cuadripléjicas. Era necesario un diagnóstico para poder ser parte de la categoría de la discapacidad. Más aún, las personas discapacitadas eran aquellas que casi siempre mostraban signos visibles de discapacidad, enmarcados por objetos materiales: un bastón, unas muletas, una silla de ruedas. Asimismo, las personas discapacitadas eran aquellas que, aunque no tuvieran un objeto material como “extensión” de sus cuerpos, eran obvias en lo que respecta a la discapacidad: una mujer que cojea, un hombre amputado, un adolescente hablando por medio de lenguaje de señas.

Y entonces, gracias a la maestría en la ciudad pequeñita norteamericana, conocí los estudios sobre la discapacidad. Y me di cuenta de que mi percepción acerca de la discapacidad era completamente errónea. Los estudios sobre la discapacidad proponen una nueva manera de pensar dicotomías como persona capacitada–persona discapacitada, persona normal–persona anormal. Su argumento principal es que cada persona es discapacitada. Esto quiere decir que todas las personas llevamos discapacidad dentro de nosotras. Eventualmente, envejeceremos y, por consiguiente, nuestro cuerpo envejecerá también. No seremos capaces de escuchar o ver con precisión, quizá necesitaremos un bastón para caminar, tal vez seremos incapaces de subir escaleras o incluso de pensar claramente si no tenemos la ayuda de alguien. Mi compañero necesitará Viagra para culear. La discapacidad, entonces, ocupa un lugar ubicuo dentro de nuestros cuerpos y sociedades. De acuerdo con los estudios sobre la discapacidad, todas somos personas con discapacidad, por lo tanto, deberíamos tener una mejor relación con la discapacidad en sí misma.

Mi definición sobre discapacidad estaba equivocada también porque yo la veía únicamente desde la perspectiva médica. Estaba empapada por la definición que tiene el modelo médico acerca de la discapacidad, y que Siebers menciona en su teoría sobre la discapacidad: “un defecto individual alojado en la persona, un defecto que debe ser curado o eliminado si la persona desea alcanzar una capacidad completa como ser humano”. La noción tradicional de la discapacidad tiembla si pensamos que la discapacidad es un producto social que nace de la injusticia y que, en lugar de curarla o eliminarla, requiere el cuestionamiento y la reorganización de estructuras sociales. Un espacio público sin acceso para una persona con discapacidad, un curso cuyas estructuras pedagógicas y físicas marginen a la persona con discapacidad, la aguda obsesión con respecto a la cura y a la perfección del cuerpo y al comportamiento, todos estos son sistemas de exclusión y opresión.

Mi modo de ver la discapacidad cambió cuando fui capaz de conectar discapacidad e identidad. Al respecto de esto, las palabras de Siebers han dejado en mí una huella profunda: “La discapacidad no es un defecto físico ni mental, sino una identidad cultural y de minoría. Llamar identidad a la discapacidad es reconocer que esta no es una propiedad biológica o natural, sino una categoría elástica, sujeta al control social y capaz de causar cambios sociales”. Discapacidad. Identidad. Elástica. Como las cuerdas vocales.

  1. La voz es descrita por su poder de penetración, insinuación, fluidez

Le temo al micrófono como Stephen Kuusisto, en su memoria Planet of the Blind, cuenta que le teme al uso del bastón blanco (para personas ciegas). No me es fácil explicar por qué rechazo la posibilidad de cargar conmigo un micrófono. Primero que nada, no he encontrado un aparato que sea liviano y fácil de llevar. Y aún así, si lo encontrara, creo que echaría luz sobre aquel “sujeto” en mi vida. Kuusisto rechazó el bastón por lo que él simbolizaba. El bastón aísla, barre el piso, le pide al otro que despeje el camino. Para mí, el micrófono amplifica la herida. Es como una bandera que señala aquella parte de mí con la cual aún no me he reconciliado del todo. Y también, y sobre todo, el micrófono sería una forma de “curar” aquello que, primero, no tiene una cura real, y segundo, tal vez ni siquiera necesita de una. El uso del micrófono sería una manera de volver estándar una característica que es diferente; sería un modo de aniquilar la peculiaridad de mi voz baja. Temo que podría convertirme en mi prótesis, y que tendría que enfrentar miradas no deseadas, incomodidad y nueva ansiedad. Amplificación: magnificados el sentido de la curiosidad y el del miedo.

En Ecuador, y en general en Latinoamérica, siempre me preguntan: “¿qué le pasa a tu voz?, ¿estás enferma, estás afónica?, ¿por qué hablas tan bajito?”. Son cuestionamientos compulsivos. Me he preguntado a veces si la gente le haría las mismas preguntas a una persona amputada, por ejemplo. “Oiga, caballero, ¿dónde está su otra piernita?; oiga, señorita, ¿qué le pasó a su bracito? ¿Le da vergüenza no tener una extremidad?”. Hay discapacidades y Discapacidades. Las últimas son aquellas que despiertan cautela y buen juicio. Las primeras perecerían ser divertidas.

  1. La deficiencia toma prestado de la plenitud no su apariencia, sino su engaño

Georgina Kleege es una académica ciega. Kleege narra sus aventuras como mujer ciega viviendo en un mundo capacitista. Su narración es parte de una carta abierta, dirigida a Helen Keller. Yo no sabía quién era Keller (una mujer ciega y sorda, que aprendió a comunicarse, a leer y a comportarse con la ayuda de su profesora, y luego amiga, Anne Sullivan). Keller se convirtió en activista política y conferencista. Kleege, a pesar de admirar a Keller, se queja con y de ella en su carta: “Tú no tienes que decirme otra vez la suerte que tengo. Tengo la suerte de haberme educado, la suerte de tener un trabajo, la suerte de vivir en estos tiempos avanzados con toda esta tecnología, suerte de que la gente sin discapacidad, al menos de boca para afuera, hable sobre nociones de igualdad, igualdad de oportunidades, accesibilidad, y todo lo demás. Yo debería estar agradecida, animosa ante tales mínimos inconvenientes. Debo ajustar mi actitud, lucir una cara sonriente, y superarlo. Es precisamente por esto que estoy escribiéndote, Helen. (¿Te importa si te llamo Helen?). Tú me has estado diciendo esto toda mi vida. No en persona, por supuesto, pero tú, a modo de efecto. La gente lo ha estado diciendo también, en tu lugar. ‘Las cosas podrían ser peores’, dicen. ‘Piensa en Helen Keller. Sí, tú eres ciega, pero ella era sorda también. Y nunca nadie la oyó quejarse’”.

Kleege es ciega, Keller era sorda y ciega, y yo tengo solamente una voz a medias. ¿Soy discapacitada? En su memoria, Stephen Kuusisto expone su relación con la ceguera: “Mis ojos son una herida en el centro de mi rostro”. La ceguera de Kuusisto no es una oscuridad completa, sino una mezcla de colores y sombras que lo hacen ver el mundo como una pintura abstracta. Su noción de ser ciego, y a la vez, no completamente ciego, se asemeja a mi propia noción de tener una voz parcial. El término parcial, aunque positivo porque no implica una pérdida absoluta, conlleva también un estar a medias, un estar vago, incierto, indefinido. Y dado que la pérdida de una cuerda vocal no tiene una etiqueta técnica, válida, mi condición cae en un limbo, en un estado suspendido. ¿Soy discapacitada?

  1. La deficiencia lo vuelve todo radiante

La acción de nombrar implica el uso de lenguaje, no solo para organizar o expresar ideas, memorias, experiencias, sino también como una práctica social que le permite a la persona participar en el ambiente en sus propios términos. Después de tomar la clase acerca de los estudios de discapacidad, y después de haberme cuestionado una y otra vez mi situación con respecto a la voz y al silencio, mi “problema” se transformó en una “discapacidad”.

¿Soy discapacitada? Soy discapacitada. ¿Culpo a las otras, a los otros, a aquellos con voz completa, de mi aislamiento, timidez, vergüenza? No, no los culpo. Pero sí cuestiono las estructuras perpetuadas por una ideología capacitista. Sí culpo a la violencia pasiva que se esconde detrás de la necesidad social compulsiva por la normalidad. Culpo al rechazo que yace detrás de la idea del no quejarse; a la dinámica ubicua de mantener silencio sobre lo que está mal, lo que es doloroso, lo que es injusto, de tal forma que las personas sin discapacidad puedan tolerar a las personas con discapacidad.

Nos han enseñado a reprimir el trauma, aquello que es personal y privado, a reprimir el sufrimiento. Nos han enseñado a colocar un velo sobre sentimientos de vergüenza, impotencia, dolor o frustración. Nos han enseñado a actuar como personas seguras de sí mismas, exitosas, positivas, pese a los dramas en la vida, pese a la discapacidad. Si hacemos lo contrario, podemos ser percibidas como personas inválidas, amargadas, como seres resentidos, ingratos con la vida e incluso con dios. Culpo a todas estas concepciones. Lo personal es político, por lo tanto, debemos cuestionar las características ideológicas, históricas, sociales e incluso económicas que le han dado forma a nuestras historias de vida. Creo firmemente en el valor de usar el sufrimiento como un marco para cuestionar las estructuras normativas. Debemos señalar nuestros cuerpos heridos, no como víctimas, no como presas, no como personas sin agencia, sino como seres humanos que pueden tener una representación política al hacer uso de lo que es personal. Siebers lo explica de este modo: “Las personas con discapacidad tienen que resistir a la sugerencia de que sus historias personales de alguna manera son más narcisistas que las de las personas sin discapacidades. Si no podemos contar nuestras historias porque reflejan negativamente nuestra personalidad o porque pueden causar malestar en otras personas, el resultado final será un mayor aislamiento. Porque los seres humanos hacen una vida juntos al compartir sus historias con los demás. Para nosotros, no hay otra manera de estar juntos”.

Admito que muchas veces me he sentido rodeada de fracaso y he intentado, exhaustivamente, pasar como una persona normalPasar, según Siebers, consiste en esconder la discapacidad y fingir habitar un cuerpo sin discapacidad. Para Eve Kosofsky Sedgwick el pasar se relaciona también con el concepto de estar dentro o fuera del clóset en lo que respecta a la sexualidad. En el documental que realicé hace casi una década atrás, sin saberlo, estaba combinando ideas de la teoría de la discapacidad y de la teoría queer. En él hablaba sobre mi falta de voz, pero también acerca de mi existencia como una mujer lesbiana. El documental, hasta cierto punto, fue mi forma de salir del clóset.

Cruzar la línea que divide la discapacidad invisible de la visible, o cruzar la línea que, ignorantemente, separa lo normal de lo anormal, conlleva grandes riesgos. Robert McRuer conecta la teoría queer y, lo que él llama, la teoría crip, especialmente cuando considera estructuras de opresión e instituciones normativas. El capacitismo del cuerpo compulsivo y la heterosexualidad compulsiva van de la mano. McRuer argumenta que ambos “generan sitios de contención, donde la discapacidad y lo queer son gestionados, contenidos, callados, mantenidos en silencio”. Cualquier cosa que desafíe estos modelos o instituciones es considerada anormal.

Mi documental, por supuesto, no era ni tan elaborado ni tan claro en lo que respecta al capacitismo del cuerpo compulsivo ni a la heterosexualidad compulsiva, pero cuestionaba la otredad, en este caso, una otredad personificada en una voz baja, casi imperceptible, en una mujer no heterosexual, y en una timidez extrema. De un modo inconsciente, inintencionado, estaba cuestionando aquellos parámetros normativos que nos han sido enseñados, especialmente en las culturas occidentales: ser personas extrovertidas, animadas, bulliciosas; ser heterosexuales, cargando el sueño de tener familias estándar; ser funcionales, normales, borradores humanos de todo signo de discapacidad o mal funcionamiento.

Sigo fragmentada. Sigo trabajando en mi propio proceso de reconciliarme con mi falta de voz. Y he aprendido a referirme a mi voz como una forma de autopresentación, como una forma de volver visible mi voz invisible. Aunque Siebers dice que “mientras más visible la discapacidad, más grandes las posibilidades de que la persona discapacitada sea eliminada de la vista pública, y olvidada”, la mía es una divulgación voluntaria, que me permite explicarme a mí misma antes de tener que confrontar el estado intermedio del sentido de curiosidad y del sentido de miedo y, especialmente, las miradas incómodas y a veces incluso condescendientes. Es también una forma de establecer claramente las expectativas: la voz que escucharán es una voz baja; el rostro que mirarán se sonroja. Esta es una postura política. Una forma de disrupción. Una invitación a mirar la otredad, mi otredad. En palabras de Riva Lehrer: “Sin las cicatrices no hay un yo; con ellas, estoy en negociación con tus manos”.

 


Nota: Todos los subtítulos de este texto –a excepción del primero, que es un fragmento de un poema de Louise Glück– han sido tomados de S/Z, un ensayo, de Roland Barthes, un trabajo de crítica literaria que puede ser abordado desde una perspectiva de la discapacidad.


Referencias

Barthes, Roland, Richard Miller, Richard Howard, and Honoré Balzac. S/z. New York: Hill and Wang, 1974. Impreso.

Glück, Louise. Faithful and Virtuous Night. 2014. Impreso.

Kleege, Georgina. “Blind Rage: an Open Letter to Helen Keller.” Sign Language Studies. 7.2 (2008): 186-194. Impreso.

Kuusisto, Stephen. Planet of the Blind. Nueva York: Delta Trade Paperbacks, 1999. Impreso.

Lodge, David. Deaf Sentence. Nueva York, N.Y: Viking, 2008. Impreso.

Mancero, Cristina, dir. Sin título. Universidad de Chile, 2005. Documental.

Peers, Danielle, Melisa Brittain, and Robert McRuer. “Crip Excess, Art, and Politics: a Conversation with Robert Mcruer.” Review of Education, Pedagogy & Cultural Studies. 34 (2012): 148-155. Impreso.

Siebers, Tobin. Disability Theory. Ann Arbor: University of Michigan Press, 2008. Impreso.

Yergeau, Melanie, dir. I stim, therefore I am. University of Michigan, 2012. Video.