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Amar sin memoria

Imagen tomada de antoniomaestre.wordpress.com

Por Xavier Reyes / La Barra Espaciadora

Todavía siento su mano suave y huesuda acariciándome la cara, tocándome las orejas, la nariz, la boca, peinándome… Me veía con unos ojitos negros indagadores, traviesos, que parecían dos pasas puestas por un pastelero en una torta triangular de vainilla. Todos sabíamos que se iba a morir pronto.

Sin decirle nada, me acosté junto a ella. Eran más o menos las tres de la tarde del domingo 10 de febrero del 2013, en Ibarra. La cama caliente, la tarde fría. Le robé una almohada y me acomodé para que siguiera rasgando mi cabeza. Sus yemas me daban paz, atenuaban el vacío de quien se siente inconforme con todo. Y ella aún no me decía nada. Su pequeña boca, de labios delgados, lengua mordaz y dientes de fantasía, masticaba y masticaba el aire. Hasta que me sacudí y la miré de frente.

-Hola, abuelita.

-¿Sí?, ¿y quién es usté, mijito?

-Soy su nieto. El Xavier. ¿Me recuerda? Vine a verla hace unos meses. Cuénteme, ¿cómo ha estado?

Y me empezó a señalar con el índice derecho todos los males de su cuerpo casi postrado. Que las piernas le duelen al caminar hasta el baño, que la espalda, que la cabeza, que las muelas postizas…

-¿Y ya tomó el cafecito?, ¿dígale al Negro (mi abuelo) que le sirva un cafecito. Ha de estar con hambre, pobrecito, mijito, un poquito pálido lo veo. Y flaquito, vea, ¡esos cachetes!

-No se preocupe, abuelita. Así mismo soy. Más luego me tomo el café. Ahora, mejor cuénteme cualquier cosa…

Todavía no sabía quién era yo y volvía a enumerarme todas sus dolencias.

***

Dos años antes había sufrido un derrame cerebral y no sé cuántos otros males. Pasó dormida durante semanas en el hospital público y la desahuciaron… Tenía ochenta y tantos años y los médicos apenas lograron mantenerla respirando, conectada a sondas.

Cuando la vi, las agujas iban de los huesos a los aparatos. Su cuerpo era un amasijo de piel y vendas, una piel blanca como la leche y vendas tan horrorosas como las heridas que trataban de cubrir luego de los fallidos intentos por encontrarle una vena para el suero. Los médicos decían que “para que no se nos vaya” había que hablarle al oído.

Me advirtieron que había perdido la memoria. ¿Y no se acuerda de nada?, ¿de nadie?, ¿y qué mierda le digo si no recuerda nada?, ¿de qué sirve?, me preguntaba yo, torpe e impotente, pensando en que la comunicación, el lenguaje, el entendimiento… solo son posibles sobre un conocimiento compartido, por mínimo que sea. Y me paré al lado y le gritaba al oído. Ella, con los ojos cerrados, apenas movía un dedo o balbuceaba.

Pero sobrevivió. El reporte médico, en cristiano, solo concluyó que Dios y la familia la cuidaramos. En ese momento, mi cabeza atea entendía que teníamos que darle amor. Quién diría que pasó lo contrario: fue ella quien se convirtió en fuente inagotable de un amor que yo nunca había visto.

Desde entonces su primera pregunta fue ¿quién es usté, mijto? Con el tiempo mejoró su ánimo, caminó con dificultad, pero caminó. Hablaba de todo y con todos, pero no recuperó los nombres, los rostros, los momentos. Y, sin embargo, era tan familiar, tan amable. Se había olvidado de todo, menos de amar, de querer.

***

Termino de escribir este relato un año después de la muerte de mi abuela, en el Día de los enamorados o de San Valentín o del amor o de la amistad o del amor y la amistad. Es viernes 14 de febrero del 2014. Y aquí, en este café al paso, veo que todo es amor. Las parejas van de la mano. En la esquina se encuentran dos, él trae flores y a ella la sonrisa le llega a las orejas. La que salió del banco lleva un paquete envuelto en papel de regalo. Mis vecinos de mesa hacen planes por WhatsApp.

Conforme avanza la tarde, el ambiente romántico se calienta. El 14 de febrero la vida últil de las flores se reduce al detalle, luego pueden quedarse, igual que los paraguas, debajo de cualquier mesa. Si un satélite pudiera hacer una foto con tecnología de superrayos X exclusivos para feromonas, estoy seguro de que captaría una densa, y bien densa, neblina de lujuria, al punto que ni siquiera se podría ver el piso.

Ya no hay comida, bielas van y bielas vienen. Parecería que todos se aman y se quieren agarrar (desgarrar). La Mastercard es reemplazada por la Fornicard. Me río un poco y, de pronto, se me viene el recuerdo de mi abuela y empiezo a divagar.

Pienso que el amor o el sexo son una cuestión de memoria, que ninguna de las parejas que me rodean podría existir si no fuera porque algo racional -ni siquiera emocional y menos aún sentimental- las mueve a hacer lo que hacen. Quizás sea un prejuicio, pero veo feromonas circulando con la etiqueta del Día del amor, y el precio en dólares ecuatorianos.

***

Pero mi abuela, si bien amó toda su vida, en los dos últimos años lo hizo sin memoria. Había amado como nadie al Negro, que la acompañó más de medio siglo. Lo hizo con ese amor imperfecto que dice que el marido es quien manda y que le sirvió de justificación para quedarse en la casa cocinando, arreglando las camas de sus nueve hijos y cosiendo las medias rotas.

La recuerdo amando a sus nietos, pasándoles fósforos para que los aún adolescentes prendieran sus primeros cigarrillos. Complicidad absoluta. Solía guardar un pan de maíz o de dulce para que el más goloso pudiera comérselo a la medianoche.

La vi bailar y tomar aguardiente ‘hasta que el cuerpo aguante’, cantando y sonriendo. Yo tengo mil momentos en mi memoria, pero ella se quedó, en los papeles, sin ninguno. Y, sin embargo, continuó queriendo. Durante sus dos años de agonía amó sin calcular. No importó quién se le acercara a saludar, siempre preguntaba si ya comieron, si tomaron café y si ya compraron el pan para la tarde. La preocupación por el otro para, solo después, señalar sus dolores fue la muestra del orden de prioridades. No estaban atravesadas por el Día del amor o por el color de la luna. Y cuando la visita se despedía, lloraba. Con el mismo gesto de cuando le dolían los huesos soltaba un chillido infantil de la pura pena por el desconocido que se iba… A veces el desconocido era un hijo, un nieto, una sobrina; a veces era una vecina de hace veinte o treinta años. El lamento y el llanto de la separación eran los mismos. Sentía el abandono. Cuando llegaba alguien sus ojos se iluminaban, cuando se iba, arrugaba más su rostro. Aún cuando el Negro siempre estuvo ahí (y sigue ahí) le dolía el abandono, la contraparte del amor sin cálculos, sin condiciones. Era la definición de la madre que quiere a todos sus hijos y a los hijos de sus hijos y a los hijos de los hijos de cualquiera que la visitaba.

Tras el derrame aguantó dos años para reafirmar su legado: la posibilidad de amar sin pedir nada, sin recordar nada, tan solo con la capacidad de entregar una sonrisa y preocuparse por cualquiera. Por eso me cuesta aún entender hasta qué punto es verdad que perdió la memoria. Es posible que haya olvidado los membretes, los títulos y los ritos del negocio de quererse a cambio de reconocimiento (material, sentimental, profesional, etc.), pero… ¡cuánto enseña la generosidad de quien da sin (re)conocer a quien recibe!, ¡cómo enseña la capacidad de quien puede besar como madre a quien no es su hijo!, ¡cómo se impregna la imagen de quien te sonríe en plena agonía solo para que no te vayas!, ¡cómo duele el llanto de una niña de ochenta y tantos cuando se siente abandonada a su irremediable destino!

***

Ese domingo de febrero del 2013, mientras me acariciaba la cabeza, me quedé dormido. Yo tenía que viajar esa misma tarde, pero llovía. Mi abuelo, el Negro, me pidió que esperara hasta el siguiente día. A las cinco de la mañana me levanté con la misma ropa con la cual me había acostado. Antes de salir, entré al cuarto de la abuela en silencio, de puntillas. Estaba sentada, despierta, viendo a la televisión que estaba apagada. Me acerqué, le di un beso en la boca y me salí por las mismas. No quise que me preguntara por qué me iba, ni oír su llanto.

Se me bajó la llanta, un choque me dejó atrapado entre una fila de decenas de autos… Decidí apagar el teléfono… Cuando llegué y lo encendí, a las cuatro de la tarde, un mensaje de voz de mi hermano me decía que la abuelita se murió. Dejó de respirar a las diez de la mañana. Fue un suspiro fuerte. Se le fue todo el aire del cuerpo, se le fue el alma, pero nunca el amor, aun sin memoria.