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Café y bolón para sacar al esqueleto del armario

Por Javier Alonso

Café y bolón es como decir Batman y Robin. Esa es la sensación que experimento cuando me topo con mezclas extrañas, bizarras, imposibles. Como tener sexo con una amiga. Como leer y ver la tele al mismo tiempo. Como el escaparate frente al que estábamos: una tienda de electrónica que exhibía toda clase de artículos para amantes de la tecnología, gamers, coleccionistas. En el mismo sitio, convivían figuras de acción de Dragon Ball, Caballeros del Zodiaco, Mario Bros, Sakura, Naruto, Spiderman, Batman, Terminator, con celulares, equipos de música, computadoras, memorias externas, cámaras, impresoras, ratones, teclados y videojuegos. Como telón de fondo, dos afiches de Final Fantasy y God of War, y un texto luminoso de colores que decía: «Lo último en tecnología al mejor precio«. En el margen inferior derecho, un impreso pegado con cinta adhesiva: «Todos nuestros equipos cuentan con un año de garantía«, sobre unos logotipos de Windows, Mac y Android. Esto fue lo que terminó de convencer a Rubén para que me invitara a entrar con él a ese local. 20091104173628012716_arigato

Asomé brevemente la cabeza por la puerta y, como sospechaba, el lugar era más interesante por fuera que por dentro, con esas paredes blancas y anodinas y esa luz de neón como sala de hospital. Huelga decir que allí no tenían lo último, ni sus precios eran los mejores. Ese eslogan era el canto de sirena para seducir a incautos desentendidos de la tecnología como nosotros. Pero a mí me daba igual: era Rubén quien buscaba una nueva tablet.

–Buenos días. Estoy buscando un iPad de última generación.

Al otro lado del mostrador, una mujer de mediana edad, exageradamente pintada, con el pelo teñido de rubio y un traje color tomate cuyo escote dejaba ver sus abundantes y flácidos pechos, trataba de aparentar 30 años, sin éxito. Se acercó a uno de los armarios y sacó una caja de cartón con el logo de la manzana.

–Este es el iPad mini 2 –nos dijo, mientras abría el envoltorio, con el rostro adusto y sin mirarnos a la cara.

–¿Es el último modelo? –preguntó Rubén. La mujer se limitó a encogerse de hombros con la cabeza gacha. Él mismo se contestó, dirigiéndose a mí: –No, este no es… El de mi cuñado tiene la pantalla más grande y es más delgado.

Hacía unas semanas que el cuñado de Rubén, el marido de su hermana Elena, regresó de viaje de Estados Unidos y trajo consigo toda clase de artefactos electrónicos, entre ellos el último iPad del mercado, del que Rubén se encaprichó. Su propósito ahora era comprar un aparato al menos igual de bueno que aquel, y cuanto antes. No importaba el precio; no importaba que no le hiciera ninguna falta. Es la forma infantil y absurda que tiene de cubrir sus vacíos: tener lo mismo que tienen los otros. No quedar por debajo del imbécil y snob de su cuñado, a quien odia en secreto.

–Lo necesito por trabajo, ¿sabe? Tiene que ser ligero para transportarlo con facilidad. Este no me sirve.

Siempre me fascinó la habilidad de Rubén para inventarse historias; su eterna necesidad de justificarse para no parecer tonto. Es evidente que no necesita una tablet, y menos por trabajo (es representante de productos agrícolas y no se mueve de su oficina), pero le suelta esa milonga a la dependienta para hacerse el interesante, para aparentar ser alguien responsable. Algún día tendrá que superar ese complejo de inferioridad.

–Este es el único modelo de iPad que tenemos.

–¿Sabe dónde puedo encontrar más? –la mujer se volvió a encoger de hombros. –Hay otra tienda un poco más allá –dijo, meneando vagamente la cabeza en dirección indefinida. Una forma como otra cualquiera de invitarnos a que nos fuéramos.

Así lo hicimos. Salimos del establecimiento, no sin antes comprarme una figura de Goku; una de esas en las que está sobre la nube Kinton, con el bastón en la mano, como en los primeros episodios. (Cada uno tiene sus fetiches. Me consuelo pensando que los míos son más económicos y accesibles que los de Rubén).

 

–Se me ocurre que podemos ir adonde el Nito –me dijo, ya fuera del establecimiento– tal vez ahí lo tengan.

El Nito regenta una tienda de electrodomésticos y electrónica por el centro. Era un antiguo compañero de cuando íbamos al colegio. Ahora que es (según él) una persona respetable, prefiere que le llamen Antonio, o Don Antonio. Yo le llamaba Nito solo por joderle. Porque es un idiota y un bocón. Rubén no se da cuenta de la clase de persona que es porque nunca piensa mal de nadie. Por eso no le importa ir a su tienda, pero yo que lo conozco bien prefiero tenerle lejos. Dicen que todo se pega, excepto la belleza, y de esa persona no quiero que se me pegue nada.

–No creo que lo tenga, la tienda del Nito es más de artículos para el hogar que de informática. Además, es un poco sapo el man, olvídate de que lo venda barato.

20150604_112452Rubén me miró con esa cara que pone siempre cuando hago una observación de ese tipo: se queda en silencio, mira fijamente, evalúa cada palabra. Trata de descubrir en mis sentencias una verdad empírica en lugar de tomarlas como simples opiniones. Pero pareció que no le convencí pues insistió:

–Bueno, tampoco se pierde nada con probar. Además, tal vez pueda hacerme un precio por ser viejos conocidos –la ingenuidad de Rubén parece no tener límites.

–Como quieras… Vamos.

Rubén tiene más relación con Nito porque su hermana y él estudiaron Relaciones Internacionales en la misma Universidad. De hecho, creo que estuvo presente en su boda. Yo llevo años sin verle, y aunque tenemos conocidos en común, trato de evitarle si puedo. Me molesta su forma de andar juzgando a todo el mundo: los colombianos, los peruanos, los cholos, los montubios, los costeños… Para todos tiene malas palabras. Pero no es solo una cuestión geográfica, en realidad él desprecia a cualquiera que le resulte diferente o extraño. Nito es racista, clasista, xenófobo y además homófobo. Especialmente homófobo. ”Lo que no soporto de los maricones es que vayan presumiendo de ello como si fuera algo para estar orgullosos”, me dijo, en una ocasión. Sin embargo, es tan hipócrita que siempre se va a cortar el pelo a la misma peluquería, con la misma peluquera: un transexual de 1,75 y acento caleño; un hombre que se operó, se hormonó y se volvió mujer, y que, si no fuera por su mandíbula algo marcada y su tono de voz, pasaría perfectamente por una chica –bastante atractiva, por cierto–. Doña Puri, esa mujer que se la pasa gastando el tiempo en enterarse de la vida de los demás, me contó que Rubén llega, espera a que le atienda su transexual de siempre, paga y se va, siempre con la cabeza gacha, sin mirarle al rostro. Lo mismo que la desagradable dependienta de la tienda de electrónica. Con ese mismo desprecio, con esa desaprobación. ¿Para luego decir que los gays le dan asco?

Finalmente, llegamos a su tienda, el Comercial Torres, en honor a su difunto padre. Recuerdo que siendo niño mi mamá me contó que su padre era un hombre respetable y que había hecho mucho por la gente del barrio. Su negocio fue próspero y dio trabajo a muchos vecinos. Fue uno de los que trajo los primeros televisores a Quito. De aquella vieja gloria ahora solo quedaba un escaparate sucio, un letrero oxidado y unos cuántos empleados dirigidos por su inútil vástago. Ni rastro de tablets.

–Ya ves que aquí no tienen nada…

–Entremos y preguntemos, ya que estamos aquí… –no tenía escapatoria. Decidí hacerle caso y acompañarle.

Al volver a entrar en la tienda de Nito me vino el recuerdo de viejos tiempos, cuando éramos chamos. Los artefactos de las estanterías encerraban el misterio de lo desconocido. Licuadoras, microondas, videojuegos… Todo eso no me llegó hasta cierta edad, cuando estuve en disposición de ganarme el jornal y destinar mi dinero a comprar lo que quería. Siempre es igual: lo compras, lo posees y todo pierde el misterio. Pero por un instante volví a sentir aquello, como cuando niño. No era como la sensación del bolón con café, esa sinestesia también tenía un sabor agradable en mi mente.

Detrás del mostrador estaba el Nito. Pareció sorprenderse al vernos. Le saludamos, y él nos devolvió el saludo con su habitual falta de efusividad.

–Hola, a los tiempos que les veo. ¿En qué puedo ayudarles?

Dejé a Rubén con él y me puse a dar vueltas por el establecimiento. Apenas había cambiado nada, a parte de ciertos productos de los estantes. El papel pintado, el olor a pegamento, las lámparas mohosas y salpicadas de mierda de mosca en el techo, las baldosas viejas y descoloridas del suelo… Todo era igual, menos nosotros. Me volví para observarles y se me cruzó un pensamiento: Nito es lo opuesto a Rubén, porque mientras éste necesita demostrar que es igual de bueno que el resto del mundo, al otro lo que le gusta es hacer de menos a los demás. Cada uno con sus incoherencias, cada uno con sus mentiras. Cada uno demuestra su complejo de inferioridad a su manera.

–No tengo eso –le explicó Nito–, me temo que vas a tener que comprarlo online, o salir a buscarlo fuera. Aquí todo se demora bastante en llegar.

–Ya… Bueno, gracias. Igual, seguiré buscando –contestó Rubén–. Como sea, fue un gusto verte de nuevo.

–Igualmente, ¿cómo va todo?

–Bien, gracias, ya sabes que hace poco fui tío, tuve una sobrina…

–Felicidades –dijo Nito, con frialdad.

–Gracias –le contestó, forzando una sonrisa.

Íbamos ya a salir pero Rubén tuvo que cometer una estupidez, para variar. Una de sus extravagancias para quedar bien, para sentirse un bacán. Se dio la vuelta y le dijo a Nito:

–Por cierto, la semana que viene Elena y Efraín, mi cuñado, van a hacer una parrillada en su casa, por si quieres venir.

Yo sonreí pues recordé la vez en que invitó a la familia de su cuñado a un karaoke para celebrar su cumpleaños –pese a que no les soporta, solo por quedar bien–, y su yerno casi acaba a puñetes con un primo suyo por no dejarle cantar. Rubén siempre hace ese tipo de cosas, tratando de cumplir con los demás. La fórmula perfecta para quedar mal con todo el mundo y aún no se ha dado cuenta.

Pero noté algo extraño, un cambio en la actitud de Nito cuando Rubén le habló de la cita donde Elena y Efrain. Me pareció que le incomodó la pregunta. Se puso tenso, moviendo y frotándose las manos, ocultando sus pulgares y mesándose el mentón. Perdió la compostura y pasó de su frialdad habitual a intentar ser empático.

–Muchas gracias. Voy a intentar… a ver si puedo. Le avisaré a tu hermana si… Tengo que hacer unas cosas, pero si puedo iré.

Aquí había gato encerrado, tela por cortar y leña por prender. Salimos de la tienda y decidí que iba a indagar por mi cuenta. La inapropiada invitación de Rubén me dio una pista, un punto de ruptura en la sólida coraza del impasible Nito, que parecía esconder un cadáver en el armario y estaba relacionado con la hermana de Rubén. ¿Tuvieron algo? ¿Eran amantes? ¿Acaso el padre de la criatura era él? Si eso fuera así, menudo bombazo…

Dejé a Rubén y me fui a casa elucubrando toda clase de hipótesis. Revisé el Facebook de Elena, mientras con mi mano izquierda manoseaba mi nueva figura de Goku. Así vi unas fotos de su tierna hija, concebida poco antes de su boda, según la versión comúnmente aceptada; pero no guardaba ningún parecido con Nito. Tal vez solo fueran compañeros de cama… o pasó algo durante el enlace y su posterior celebración. No sería la primera vez que la novia acaba teniendo sexo con alguno de los asistentes a espaldas del novio. Pero ya sé quién puede darme una pista: la chismosa de doña Puri, que conoce a la mitad de la gente que figuraba en la lista de invitados, y de la otra mitad ha oído hablar.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando doña Puri me hizo saber el rumor: Nito tuvo un asunto, sí, pero no fue con Elena, sino con Efraín… Me reí con ganas cuando me enteré, sobre todo porque el rumor estaba salpicado de detalles escabrosos, a cuál más divertido: que si el marido hacía tiempo que no tocaba a su mujer, que si le botaron de un internado por conducta impúdica, que si la familia de ella no se habla con la de él, que si en las nupcias tuvo que ser el padre del novio quien consumara… Y los rumores sobre Nito no se quedaban atrás: que si nunca tuvo novia, que si en el banquete besó al marido en los labios con la excusa de estar borracho, que se topó con Efraín en su viaje viaje a EE.UU.,  etc.  “Ni una palabra de esto a Rubén”, pensé, que por cierto, al final va a terminar siendo el más normal de su familia. No sé si será verdad todo lo que me cuenta Doña Puri, pero de serlo explicaría muchas cosas. El odio visceral a menudo oculta pulsiones inconfesables. Me pregunto cuántos homófobos, como Nito, son en realidad gays que no han salido del armario.

***

Así pasó el tiempo y Rubén terminó comprando su ansiado iPad Air 2. Poco después su hermana se divorció de su marido y de Nito nunca más volví a saber. Meses después terminé por contar a Rubén lo que ya era un secreto a voces. Se quedó reflexionando durante un perezoso minuto, carraspeó, y finalmente confesó:

–¿Sabes?, en una ocasión, siendo niño, le pregunté a mi padre si dos hombres se podían querer igual que un hombre y una mujer. Fue tajante: “Como el amor entre un hombre y una mujer no hay nada”. “¿Por qué?”, le pregunté yo. “-Porque sí, porque como el amor entre un hombre y una mujer no hay nada.” Punto final. Nunca llegó a explicarme el porqué, pero ahora que me cuentas esto, empiezo a dudar de si acaso alguna vez mi padre se sintió atraído por hombres. Por suerte se casó con mi madre y por eso yo estoy aquí, si no, tal vez no existiera. O sí, quién sabe…

Rubén nunca volvió a ser el complaciente chico que fue antes, tan necesitado de impresionar a los demás. Tal vez la lección que sacó de todo esto fue que uno ha de aceptar lo que es y no tratar de ser otra cosa. Me alegré por él, pese a que nunca recuperó el entusiasmo y la inocencia que siempre le caracterizó, y que –dicho sea de paso– nunca aprecié debidamente durante el tiempo que le acompañó. Porque en el fondo, yo también descubrí que, como Nito, puedo ser despiadado juzgando a los demás, y especialmente a él. Todos escondemos algún esqueleto en el armario, y todos tenemos faltas por pagar.

La mía ahora es con Rubén, y no sé cómo cancelarla. Pero se me ocurre por dónde empezar. Es sábado por la mañana y vamos caminando por la calle:

–Vamos, te invito a desayunar –le dije, señalándole un establecimiento cercano–, café con bolón. ¿Te animas?

–Sí, ¿por qué no?