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La noche de Año Nuevo en un hospital

Por Francisco Ortiz Arroba / @panchoora

Luego de veinte y cuatro horas en la sala de urgencias, los médicos al fin le asignaron una habitación y atinaron con lo que ella tenía: una neumonía disfrazada de infarto –o quizás de embolia–. Ahí está ahora, acostada sobre su nueva cama eléctrica con botones. Es indescriptible esa sensación de que la vida depende de los movimientos de un titiritero maldito que se ríe desde arriba. Afuera del cuarto, al final del aséptico pasillo de Neumología, un monigote aguarda silencioso. Son sus últimos minutos. Son las once y cuarenta y dos de la noche y está por terminar el 2015 en el octavo piso del hospital.

Ahora voy hacia él. Siento que los dos tenemos asuntos que arreglar. Desde lejos todavía, miro las cuencas de su careta de cartón. Siento como si esto fuese un duelo entre vaqueros. En tercer plano: voces, risas y una cancioncita de esas que vienen en las series de luces navideñas rompen con la monotonía habitual del corredor y sirven de banda sonora para este lance. Entre él y yo, solo un árbol plástico de Navidad, un pesebre con su ejército de figuritas en miniatura y un coche hospitalario –lleno de pastillas de colores y polvos blancos– que ha sido abandonado. Estoy más cerca. Una, dos, tres… cinco puertas entreabiertas en el trayecto y tras ellas, varios pacientes que intentan dormir para olvidar que dentro de pocos minutos llegará el Año Nuevo y tendrán que pasarlo solos. Los más viejos del piso, en cambio, sí están acompañados por algún pariente: el responsable de llevar y traer las bacinillas, de hacer la conversa al doliente, de girar la palanca para subir o bajar la cama y, a veces, ya vencido por el cansancio y resignado a la incomodidad, de roncar más fuerte que su propio enfermo.

Mientras más me aproximo a mi contendor –que espera postrado ahí sobre una silla–, dos enfermeras entran y salen de una especie de bodega de material hospitalario. El olor a cloro y a lavanda se funde con el del alcohol y el agua oxigenada de las motas de algodón usadas. Las dos mujeres lucen sedosas pelucas de cabello plástico. La primera, la diablita, lleva pelo rosado, contonea sus caderas de manzana prohibida y sonríe, pícara, buscando mi complicidad. La otra parece Barbie usada, sus pelambres rubias se asemejan a un nido de colibrí a medio terminar. Los chirridos de las máquinas en las habitaciones anuncian que las dosis de medicina se han terminado o que alguien anda con la presión alta.

De nuevo me quedo solo en el corredor. Junto al monigote, otra puerta está abierta. Me hago el pendejo y husmeo ahí dentro. Al parecer no hay nadie, solo el sonido de una cancioncita que dice: ¡Que no pare la fiesta… eh y eh! Sobre una gran mesa de acero inoxidable, aguardan unas cuantas botellas de champán y varias bolsas de comida rápida que se enfría. Doy dos pasos hacia adentro, cruzando el umbral, pero me detengo enseguida y lo pienso mejor cuando escucho voces.

–El señor de la habitación dieciséis se ha quejado de mí -dice alguien, en un tono rabioso.

–De mí también –interviene la otra mujer–. Es que, ¡qué viejo más mal genio! Amargo, amargo, mismo ha sido…

–Lo que es yo, no vuelvo a entrar, ¡ahí que se joda!

Media vuelta y regreso sobre mis pasos. Cuando llego ante el viejo cara de cartón, simulo disparar con mis dedos en medio de esos huecos donde imagino un par de ojos clavados sobre mí. Él me sigue la corriente y se hace el muerto.

Solo el frío de la noche quiteña me acompaña de regreso al cuarto número veinte.

La miro dormir… pobrecita ella, aún está frágil, pero mucho mejor que ayer.

Ya es medianoche. Desde la ventana del cuarto puedo ver cómo todo el personal hospitalario se congrega en uno de los estacionamientos para quemar a sus monigotes caras de cartón. Los fuegos artificiales revientan como granos de maíz en una paila. El cielo se pinta con las estrellas de pólvora y con una nube de humo. ¡Los perros quiteños aúllan miedo! Mi contendor, el perdedor del duelo, también desaparece entre el fuego ahí abajo. Quito luce vieja en este nuevo año.

No quiero despertarla para no perturbar su recuperación, pero cuánto quiero abrazarla y desearle que este año nuevo sea el mejor de su vida. Finalmente, no me resisto y toco su hombro. Ella despierta asustada, como si saliera de una pesadilla. Me abraza y me besa la panza –el único lugar donde puede besarme hasta que las bacterias mueran–. Le sonrío y me abraza otra vez, antes de que el cansancio la venza de nuevo. Cierra los ojos y vuelve al sueño.

Yo no tengo muchas certezas, solo planes, buenas intenciones, un par de lágrimas y algo de miedo. Pero estoy vivo y estoy con ella. ¡Feliz 2016!, grita nuestro abrazo largo y callado.

1 COMENTARIO

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