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El baño compartido

La noche, las luces intermitentes, la música, el alcohol, el deseo y los cuerpos cercanos son el pretexto que edifica este relato que Rebeca González construyó luego de un fin de semana de itinerancia en la ciudad.

Por Rebeca González

El lugar tiene un solo baño para todos. Está al fondo del local y, aunque debiera ser el rincón más íntimo, aquí está muy lejos de serlo. El baño es el sitio donde puedes recibir llamadas y contestar a gritos o pelear con tu novio junto al lavabo.

–Intentó besarme, ¿viste?

En el baño compartido puedes secarte el sudor de la fiesta mientras junto a ti una chica mira si sus nalgas siguen luciendo bien bajo ese jean. En la interminable fila para usar el baño, ellas y ellos se miran, se coquetean, intercambian números de teléfono –y apuesto a que casi siempre llevan la última cifra equivocada–, revisan sus chats y así esperan a que llegue su turno…  

–No sé, yo creo que la man me engaña…

En un baño compartido escuchas comentarios divertidos, a veces oyes cosas que no quieres oír, también están esos comentarios cliché que, de todas maneras, te hacen sonreír… Es que siempre podemos hablar de la música, del lugar, de cuán larga está la fila, de la vejiga errante, de las bebidas…

–Me encanta, pero su chica está con él…

¿Cuál es el objetivo de todo esto? Conocer. Mirarle los labios a la otra persona. Mirar su pantalón cuando por fin llega su turno, saber o creer saber qué piensa, pretender ser interesante, diferente. El baño de este lugar es también la oportunidad de estar más cerca, porque él la miró y sus ojos la siguieron, porque bajo la luz encendida del baño compartido es posible distinguir su rostro mejor que cuando baila, sin control, extasiada, en la pista que se oculta bajo los rayos intermitentes de luz electrónica.

–¡Qué mal pincha este man!

Existe un código para los baños compartidos: todos miramos, todos sabemos, pero no lo diremos más. Dentro del baño compartido quedan el tampón usado, los vellos púbicos, el papel desechado donde cayó, el vómito de la borrachera feliz y los restos de uno que otro polvo furtivo. Afuera, con la oscuridad del neón, la música y la cerveza, nadie sabe nada. Las miradas, las palabras, el amor y el odio quedan entre esas paredes delgadas, improvisadas para juntarnos durante preciosos minutos en nuestra colectiva intimidad.

–¿Será que nos metemos la de caña que tengo en el auto?