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El milagro de Francisco, el reportero

Por Francisco Garcés / @panchogarces

¿Cuántas cosas puede hacer uno en dos minutos y medio? Seguramente, las respuestas serán tantas como la cantidad de segundos dentro de ese período. A mí me tocó descubrirlo el 7 de julio de este año, cuando la cobertura periodística me llevó al Parque Bicentenario, en Quito, para reportar la llegada y la salida del papa Francisco, quien ese día ofreció una misa ante unas 500 mil personas.

No era la cobertura principal del canal de televisión para el que trabajo, sino más bien un respaldo a la transmisión en vivo y en directo que ya durante tres días llevábamos adelante. Habíamos desplegado un impresionante equipo con decenas de personas, entre periodistas, técnicos, camarógrafos, choferes, asistentes, etcétera.

Llegué al parque a las tres de la mañana. A esa hora, la misión ya estaba en marcha: el equipo de la microonda se ubicó en la terraza de la estación de bomberos N° 21. Allí estuvimos Marco, el camarógrafo; Juan Carlos, el asistente, y Claudia, quien apenas un día antes se estrenó como productora de campo. Moríamos de frío –horas más tarde, los servicios de socorro tuvieron que atender varios casos de hipotermia–. Instalamos la antena de transmisión, bajamos el cable por los tres pisos de la estación y lo cruzamos casi 30 metros hasta el sitio que elegimos para salir al aire. Al amanecer, a las seis, todo estaba en su lugar y funcionando. A las ocho debí cambiar mi chompa por la chaqueta de terno, que combiné con un jean y unos zapatos deportivos para aguantar una jornada que –sin saberlo todavía– sería infinita. En apenas dos minutos y medio se me iría la vida.

Cuando muchos televidentes estarían levantándose o desayunando, yo no podía parar, hasta sentí la necesidad de dormir un poco por momentos. Sin embargo, ya no recuerdo cuántas veces salí al aire hablando con cualquier persona: una monja estuvo bien; una familia de venezolanos, excelente; el grupo de Tungurahua, mejor; el de Napo, bueno… Hubo de todo, como para que no faltara material al aire y, obvio, hubo suficiente como para no dormirme.

La agenda señalaba que la misa sería a las diez. Minutos antes, Francisco I haría un recorrido a bordo del papamóvil, entre miles de asistentes. Mi equipo y yo estábamos casi seguros de que Francisco no llegaría hasta nuestro sitio, que estaba a un kilómetro del templete. Era casi imposible. Pero, a partir de las nueve, la rutina empezó a cambiar. Ya nadie más entraba al parque y los policías despejaron la callecita cercana a nuestro lugar. Ni los jefes policiales sabían si esa vía sería transitada por Francisco…

–¡Vamos, movamos la cámara! –dije, siguiendo la voz de mis sospechas.

–No se puede, no alcanza el cable –respondió Luis, el encargado de la microonda.

–Hermano, no sé qué tengas que hacer, pero la mueves. Si tienes que poner la antena en el filo de la terraza, pues la pones, ¡pero, sácame cable!

–Veamos qué podemos hacer…

Marco, Claudia, Juan Carlos y yo cargamos la cámara, el trípode, el canguro con 50 cosas que uno sabe que necesitará algún rato, las chompas… Finalmente, nos ubicamos en la esquina cuando el cordón policial estaba dispuesto. Ojalá alcance el cable, me repetí como veinte veces, y con más énfasis cuando Luis aparecía con la punta en la mano, mientras los demás hacían una cadena para estirarlo lo que más se pudiera. Total, como si fuera magia o un milagro, teníamos suficiente y hasta logramos unos cuatro metros de más. Los policías como que empezaban a impacientarse con nuestra presencia. Casi pude adivinar que querían desalojarnos. De pronto, el general Lino Proaño, director de Operaciones de la Policía, a quien había conocido en coberturas anteriores, caminaba frente a nosotros.

-¡Hey, general! ¿Se acuerda del último relajo, en el concierto de Metallica? –le pregunté.

-¡Claro!, pero le aseguro que al menos hoy no habrá broncas –bromeó.

Ese cruce de palabras delante de los uniformados se convirtió en una suerte de aval permanecer ahí. A estas alturas ya teníamos la plena certeza de que por ahí pasaría el Papa.

Eran casi las diez y se empezaron a escuchar los gritos de la multitud: el Papa había comenzado su recorrido y venía hacia nosotros. Con una pantalla gigante a mi espalda, me puse frente a la cámara… Así comenzaron los dos minutos y medio más raros de mi vida. El tiempo se volvió lento, demasiado lento.

***

Miro hacia mi costado izquierdo. Una mujer se abre paso entre los uniformados. Lleva a una abuela en una silla de ruedas. Los policías las apuran para que crucen la calle. Les guían hacia la valla metálica que los separa de la masa, a algo más de un metro de la vía. La curiosa escena me distrae. Trato de concentrarme. Con Marco y Claudia, hacemos el último repaso para salir al aire.

–Si viene de este lado, salgo en cámara, se acerca, lo enfocas, pasa hacia tu izquierda, yo paso por debajo mientras le sigues y vuelvo a cámara para despedirme mientras el papamóvil se aleja.

–¿Y si viene del otro lado? –pregunta Marco, camarógrafo de mi total confianza, como para bajar la tensión.

–¡Hacemos lo mismo, pero al revés!

Ahora soy capaz de mantener, con facilidad, tres conversaciones simultáneas. He pasado casi cuatro horas con el apuntador al oído (El apuntador es un audífono conectado a mi teléfono, desde el cual el productor me da indicaciones y escucho lo que se está transmitiendo en el canal). También puedo responder a través del micrófono o hablar por el otro teléfono, con el que, regularmente, coordino el trabajo con reporteros, directores de la transmisión, jefes… Y, claro, también puedo llevar una fluida conversación con mi equipo.

Tras la respectiva prueba, me ubico. No veo qué ocurre detrás de mí, solo sé que el Papa se acerca mientras trato de fijar la mirada en el lente de la cámara y, al mismo tiempo, en la mano de Claudia, pues ella es quien me dará paso cuando ya esté en vivo. Por la mirada de todos sé que se acerca Francisco. Grito por el micrófono presumiendo de tener al Sumo Pontífice a pocos metros, pues escucho que desde el estudio se narra el recorrido.

–¡¡¡Dame paso!!!” –sigo gritando a mi productor, que está en el canal.

–Atento, Pancho. Atento, atento, vamos a entrar…¡¡¡Al Aireee!!!

Tomo la posta de la cobertura y por fin puedo voltear a ver. A mi lado pasa un carro de seguridad, le sigue la camioneta en la que va la cámara de la transmisión oficial. Viran muy cerca de mí. Unos metros más atrás, viene el papamóvil. Francisco está saludando y bendiciendo. El vehículo toma la curva, cuando el Papa mira a su derecha y toca el hombro del conductor, quien inmediatamente detiene la marcha. Trato de imaginar qué pasa y lo digo al aire. Me acerco enseguida. Marco ya no me tiene a mí en cuadro. Lo guío conmigo mientras sigo narrando la escena. Detrás de él, y con el teléfono al oído, Claudia hace lo mismo. A la vez, alcanzo a ver que Juan Carlos, Luis y otros dos técnicos se preocupan por el cable, el famoso cable. Sigo caminando y narrando. Paso detrás del papamóvil, lanzo mi mirada hacia la derecha y me topo con varios hombres vestidos de impecable traje negro, saliendo a la carrera de una furgoneta. Vuelvo al frente, observo lo que pasa y entiendo: el papa divisa a la señora de la silla de ruedas que se ha colocado allí hace un par de minutos. Dos escoltas que van a bordo del carro oficial y tres policías toman la silla de ruedas y levantan a la señora hasta la altura donde está Francisco. Nos acercamos más al encuentro entre el Papa y la abuela, pero ese cable que no puede desconectarse –y menos ahora– ya no da más y se tiempla.

Empiezo a sentir empujones mientras trato de proteger la cámara. Bajo el ritmo de la narración. Resisto los tirones de los hombres de negro y continúo. Escucho gritos en italiano y más empujones. El papamóvil retoma su marcha y trato de mirar a mi alrededor para seguir describiendo la escena. Dos hombres toman a Claudia y se la llevan. Un brazo me atora el cuello pero yo intento seguir relatando. ¡Estoy al aire, en vivo! Y en medio de ese despelote, nadie toca el cable que ya no da un centímetro más. Nadie importuna a Marco, que sigue transmitiendo. El Papa pasa y los hombres de negro se retiran… Trato de recuperar el aliento. Ya no sé qué decir y creo que estoy listo para despedirme, cuando veo a la señora en su silla de ruedas, rodeada de policías. Vuelvo a acercarme. Van conmigo Marco, Claudia, Juan Carlos, los técnicos y el bendito cable. Por un instante me concentro en el apuntador y tengo la garantía de que sigo al aire. Claudia, con su teléfono al oído, me lo ratifica con una señal.

Aparto a los policías y aquella mujer emocionada hasta las lágrimas me cuenta su historia. Tiene cien años y acaba de ser bendecida por el Papa, casi no puede hablar. La mujer que la acompaña es su hija, la misma que me cuenta que no tenían intenciones de asistir a la misa, que ella solo estaba paseando con su madre y que los policías le permitieron ubicarse adelante, nada más.

Tomo aire, me tranquilizo, dejo que la cámara retroceda, hasta que me tiene nuevamente en cuadro y me despido. Claudia hace la señal con su mano.

–¡Estamos fuera!

Marco baja la cámara. Nos miramos y estrechamos nuestras manos. Ambos sentimos lo mismo: nos quitamos un par de costales de encima. No avanzo más y me tiro en el césped.

***

Había estado al aire solo dos minutos y medio. Lo supe ya por la noche. Jamás había concentrado tanta tensión ni había hecho tantas cosas en tan poco tiempo.

Ahora me preguntan qué sentí al tener tan cerca al Papa. Yo, a duras penas, solo sé contestar que buscaba un cable, que narraba lo que pasaba, que esquivaba a miembros de seguridad que me gritaban en italiano, que trataba de evitar que toquen la cámara, que escuchaba las indicaciones por el apuntador, que intentaba mantener el equilibrio, que buscaba la manera de hablar mientras me ahorcaban; además, evitaba ser atropellado y aguantaba con estoicismo un horrendo calambre en mi pierna derecha al momento de agacharme para entrevistar a la mujer en silla de ruedas.

¿Y qué tal el papa Francisco?, ¿es cierto que se siente su presencia divina cuando estás cerca? En realidad, apenas lo vi. La verdad sea dicha: no sentí su presencia, como le llaman los más devotos. Más lamentable que no sentir aquella presencia habría sido sentir la ausencia del famoso cable.

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