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Entre verdugos y vasalllos

Pecamos de obedientes. El mundo occidental funciona sobre la base de la obediencia y la sumisión y no del respeto ni la igualdad. Pero nos hemos acostumbrado a creer que esas conductas deben ser la norma y hasta constituyen nuestro paradigma de valores. ¿Y si dejamos de agradecer cabizbajos a nuestros verdugos y nos liberamos? ¿Y si volvemos a ser desobedientes?

Por Andrea Almeida Villamil / @aavillamil

“La moral tiene más que ver con compartir el dolor que con compartir o propiciar alegría”. (F. Savater. Humanismo Impenitente. 1990).

En las sociedades occidentales, la moral, la tradición y las buenas maneras han hecho lo suyo: se instauraron para arrebatarnos el derecho a pensar, elegir, decidir, preguntar y responder con criterio, empatía y responsabilidad.

Cada día, sonrientes, con el Síndrome de Estocolmo (busque su propia definición básica del término) al hombro, limpiamos los aposentos de nuestros verdugos, recogemos y tragamos sus desperdicios, celebramos su macabro humor. Ya no pensamos. Nos dejamos llevar. No cuestionamos. Obedecemos. Agradecemos al redentor:

Gracias por celebrar mi cumpleaños trayendo ese pastel que te gusta más a ti.

Gracias por tener una etiqueta pet friendly en la puerta de su local comercial pero solicitarme que, por disposición de la administración, lleve mi perro en brazos. (Por fortuna no es un pastor alemán).

Gracias por dejarme parado en la fila por una hora para luego explicarme –con esa media-condescendiente-sonrisa– que este trámite no se hace ahí.

Me brotan las imágenes de aquellos tantos proyectos que llevamos a media construcción –personales, locales, nacionales y globales–; esos espectáculos cotidianos de media metrópoli a los que nos acostumbramos y en los que nos acomodamos a conveniencia.

Por los siglos de los siglos, hemos desplegado un comportamiento pasivo-agresivo; hábilmente, disponemos los escenarios; sutilmente, elaboramos un guion para el verdugo y otro para el vasallo y en cada rol nos acomodamos. Somos ingeniosos para encontrar el gozo en nuestra tragicomedia.

Sí, buscamos aliviar nuestras insufribles penas, en lugar de sanarlas. Así que, como vasallos, nos arrojamos en caída libre y voluntaria a las bienintencionadas manipulaciones del otro; y salimos siempre agradecidos ante su tan buena iniciativa, ante su tan buena voluntad.

De antemano, el verdugo sabe que nadie osará cuestionar su don de gentes, su iniciativa, su criterio, sus métodos. Menos aún alguien se atrevería a pedirle más criterio, más empatía, más responsabilidad. Al contrario, se le agradecería de nuevo:

Gracias por esas bases injustificables de un proyecto que, sin embargo, “se sacará”, “se ejecutará”, le sirva a quien le sirva, le cueste a quien le cueste.

Gracias por el reconocimiento a los derechos de la Naturaleza, en el artículo 71 de la Constitución de la República del Ecuador 2008, que quedó en el papel, porque aunque la Pacha Mama (término pluri-multi-ultra que denota sapiencia y espíritu innovador) “tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”, por la crisis “estamos obligados” a negociar con la biodiversidad.

Gracias por ese inmutable patriarcado que, a pesar de toda lógica, no deja de exclamar: “igual, la man está buena”, y encuentra excusas para abusos y violaciones.

En fin, ¡gracias por el performance!

Gracias porque, mientras se cierra el telón, podemos permanecer sentados e inmóviles en nuestras sillas, jugando al títere sin voluntad. Sin libertad.

***

Asumirse libre demanda sesos, corazón, intuición, esfuerzo, flexibilidad. Elementos que, a la mayoría, nos repelen.

En algún punto, Savater dice que: “las virtudes sociales de los hombres no provienen de la piedad natural por identificación inmediata con el dolor ajeno, sino de la generalización racional del amor propio”.

En el camino restante –el más duro– le corresponde al ser humano aprender a amarse… Amarse para que pueda amar, para que pueda superar su antropocentrismo –o sea, su costumbre de mirarse siempre el ombligo– para que pueda propiciar un tipo de alegría que no se concentre en la simple satisfacción de un deseo inmediato sino en un verdadero estado interior perdurable. Solo así, al final del trayecto, podremos gritar: ¡Adiós, vasallaje!


Andrea Almeida Villamil (Quito, 1980). Editora. Correctora de Estilo. Traductora. Tiene a la Mujer con los 5 elefantes en la mira. Licenciada Multilingüe en Relaciones Internacionales, con una Diplomatura en Periodismo del Desarrollo. Estudiante de Psicología Clínica. Se declara amante de las lenguas y de los juegos de palabras.