Inicio Tinta Negra «Justin me gusta, pero no para casarme»

«Justin me gusta, pero no para casarme»

Por: Xavier Reyes para La Barra Espaciadora.

El concierto de Justin Bieber se me presentó como un desafío. Dizque rockero, dizque alternativo, excallejero de la esquina, allá iba. La tarde del 31 de octubre no estaba fría, estaba helada. La nariz se me deshacía y las canas se me erizaban de solo pensar en las noticias de la gente que había ido a dormir en carpas instaladas en las afueras del estadio Atahualpa para lograr un buen sitio y que, aún así, hacía filas y filas y filas…

Tenía que pasar por la María José que me esperaba en el CCI. Un par de meses antes, de un carajazo me obligó a comprar las dos entradas a preferencia. Con el compromiso hecho –y con el consecuente costo, 80 dólares por cada boleto- tenía que ir o ir.

– Ok. Yo compro los boletos, pero te vas con tu mamá.
– No. Yo quiero ir contigo.
– ¿Y cuál es la diferencia?
– La diferencia es que yo quiero ir contigo.
– Pero…
– Pero nada. Vamos los dos. Ya dije.

La encontré hermosa. Sus ojos, sus manos, su cabello negro, largo y apenas agarrada una cola… Su conjunto de formas y gestos estaban iluminados por la ilusión de sus nueve años, un estado del alma que en los adultos -con poquísimas excepciones- pierde realidad, se vuelve cursi, es una pérdida de tiempo frente a otras prioridades/obligaciones.

Ella vestía toda de café. Pantalón café, buzo café, chaleco café. Y unos zapatos de montaña cafés. En sus dientes, un aura. Empezó a anochecer y sus dientes de conejo brillaban, igual que sus ojos. Era la ilusión.

Yo, para variar, apurado, puteando al aire por el frío, la llovizna, el trabajo represado, las deudas. Cuando me recibió la primera advertencia fue: prohibido fumar. Chuta, lo que me faltaba.

– Majo, te propongo algo.
– Ni lo pienses papá.
– Ni sabes lo que te voy a decir…
– Mm… Me lo imagino. Vas a decir que mejor me vaya con mi mamá.
– No. Es mejor que eso. Podemos vender los boletos. Con ese dinero podemos ir al cine, a comer ¡y hasta nos alcanza para comprar ropa!
– ¿Estás loco?
– Es una mejor propuesta.
– Mueve, que nos atrasamos.

Por ahí la gente dice que uno debe acoplarse a las circunstancias y, tras mi frustrado intento por convencerla de lo contrario, me concentré en la idea de que la pesadilla podía convertirse en un lindo sueño: padre e hija juntos en una noche de fiesta, su alegría iba a ser mi alegría. De pronto, la noche ya no me parecía fría, los tabacos provocaban cáncer, el agua no mojaba, Justin a sus 19 era un tipazo y la complicidad me unía a miles de vidas adolescentes en ebullición. No podía sentirme mejor, en 15 minutos le di la vuelta al marcador y ahora me sentía un campeón.

Vistas las cosas como un todo, ese todo prometía un momento más que agradable. Luces, gente contenta, expectativas, ambiente festivo. Sin las imperfecciones del detalle –es decir, por decisión propia, viendo exactamente hasta la punta de la nariz- era como que todos quedamos justificados de-para-en-por lo que sea. Era como caminar sobre un colchón invisible de aire, con una sonrisa estúpida, pero sonrisa al fin. Era buscar que todo calce con lo que uno quiere, no con lo que es. De alguna manera era, por decreto íntimo, tener el poder de hacer del tiempo y del lugar lo que se me venía en gana. Era hacer que todo resulte lógico; si decido disfrutar, disfruto. Y punto. Dos más dos es igual a cuatro. Fácil.

Pero ese convencimiento apenas si duró. Primer llamado a tierra: miles de personas, grandes y chicas, alrededor del estadio. A las ocho de la noche yo pensaba que ya todos habían entrado. Nada cholito, ahí estaban. La multitud me asfixiaba, la Majo se soltó de mi mano, la busqué, casi salí corriendo, grité en mi cabeza su nombre, pero ella estaba al lado mío viendo los pósters del Justin. Mi corazón regresó a su puesto y traté de mantenerme sobre el colchón invisible de aire, porque la sonrisa como que ya no me salía ni en la versión estúpida.

Segundo cable a tierra: busqué la puerta de preferencia. Empujé, nos empujaron, nos abrimos campo como sea. Llegué y, cosas de la vida, no hay ni uno en la fila. ¿Y los miles, porque son miles, que estaban afuera del estadio, junto a mí, qué hacen ahí? En todo caso, es una buena noticia no hacer fila. Los policías me requisaron como si fuera un delincuente y a mi hija la trataron amables, políticamente adheridos con babas al discurso de los derechos de los niños, pero como si fuera la hija de un delincuente. Mientras yo alzaba las manos me metían las manos en todos los bolsillos, ellos le sonreían como diciéndole ‘tranquila nena, no pasa nada, es un cacheo de rutina que lo hacemos en las cárceles, en los burdeles, en las redadas, en los barrios peligrosos y en los conciertos de Justin Bieber’. La Majo me miraba incrédula.

– Es para que la gente no meta cuchillos, pistolas, metralletas, cañones, le dije a mi pequeña hija.
– Ah! ¿O sea que aquí estamos seguros?
– Digamos que sí
¡Adentro!

Tercera caída: los que llegaron temprano, en efecto, tenían los mejores puestos. Nosotros quedamos lejos, pero algo se podía ver. Me puse los lentes y empezó a llover. Mierda.

– ¡Paraguas, paraguas, fundas plásticas!, gritó una mujer.
– Deme un uno, por favor. ¿Cuánto cuesta?
– Cinco dólares.
– Deme uno.

Abrí el paraguas y apenas me cubría. Con el viento, se convertía en una copa. Cómo extrañé el paraguas enorme que alguna vez tuve y que lo perdí por generoso. Sentí en el alma esa frase de que ‘nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde’.

– Mejor deme otro paraguas.
– Papá, también cómprame una cola.
– Deme dos colas.
– Tenga. Son 14 dólares.
– ¿14?
– Las colas son a dos dólares cada una.
– ¡Cada una!
– ¿Y el agua cuánto vale?
– Papá, dije que quiero cola.

El aguacero se vino. Entra un hombre con su nieta. Estaban felices y él empieza a gritar de felicidad (no alegría, era felicidad) y en algo recuperé el entusiasmo inyectado por ese todo llamado espectáculo, industria del entretenimiento. Se sientan al lado. Alguien, no sé si en serio o en broma, le dice, ¡Bienvenido! Gracias, al fin pudimos entrar, responde. Y allí entro en escena yo.

– No había gente en la fila. ¿entraron rápido?
– ¡Claro! En lo que nos demoramos es en comprar los boletos.
– ¿A cómo la están revendiendo?
– Yo acabo de comprar en cuarenta dólares.
– ¡En cuarenta dólares! ¡Si valen ochenta!

Mi exclamación que más parecía un reclamo y el hombre puso cara de ‘hasta luego’. Contundente.

Salieron los artistas nacionales, la mitad del graderío (en el que se contaba la Majo) saltaba y bailaba; la otra mitad (en la que me contaba yo) no sabía qué hacer. Y bueno, a saltar se ha dicho. Brincando, con la mochila llena de chompas, plásticos y demás enunporsiacasos… Y con mi paraguas en la mano izquierda y el otro en la derecha.

– Papá, quiero ir al baño.

Ir al baño fue una odisea, que tambièn sirvió para escampar. La gente de los mejores puestos se había amontonado en rincón para no mojarse, lo que fue “aprovechado” por este sabido padre para meterse en un mejor sitio. Qué alivio. Estaba más cerca del escenario y ya no tenía al lado el rostro contundente del abuelito que pagó la mitad por sus boletos.

¿Y Justin? Recién salió como a las 10 de la noche. Mis brazos parecían antenas de tanto sostener los paraguas. La Majo empezó a aburrirse y me lanzó una pregunta que me cayó como un salvavidas.

– ¿Hay cómo salir antes de que se acabe el concierto?

Pero Justin tenía la suerte del artista a quien todo le sale. Justo cuando le tocaba paró de llover. En todo caso, era una buena noticia para todos. Y la pregunta de la Majo se paseaba por mi cabeza como una bendición. Ella solo esperaba que Justin salga a cantar y yo, el momento de que todo se acabe.

Al fin las luces se pagaron y el escenario daba inicio al show con un contador de tiempo en modo de cuenta regresiva. En ocho minutos, Justin estaría sobre la tarima. Los gritos y los alaridos me aturdieron. Hasta ese momento yo tenía la idea de que mi hija era alegre, sin complejos, pero de aquellas niñas que a la vez suelen controlarse, que hacen sus deberes sin que nadie les exija, que prohíben fumar a sus papás con total determinación, que te aconsejan, que leen el periódico, que preguntan por la política y el arte… Lo que decimos los grandes: una niña muy madura.
Cuando llegó el tan esperado y coreado cinco, cuatro, tres, dos, uno… Regresé a ver mi niña hermosa, madura, inteligente pero me encontré con un monstruo desfigurado. Su carita dulce se había convertido en una enorme boca de la que le salían una lengua de serpiente, las entrañas de un dinosaurio, un grito horripilante, una ola gigante que te hunde, que te absorbe, que te calla, que te ubica: Justin había empezado a cantar. Yo quedé, literalmente, mudo.

De este sacudón, el cuarto cable a tierra, no me levanté. O mejor dicho, la cara de gil, de sorpresa, se me quedó encriptada. La María José, tan linda que era, ahora se había juntado a un grupo de otros terribles seres paridos en la primera década del siglo XXI. En cada estribillo se desfiguraban; solo les faltaba botar fuego. Cuatro gradas más arriba, tres de estos engendros, con el quemeimportismo de su adolescencia y el desparpajo de entregarse en cuerpo y alma al tal Bieber, lloraban. Se les salían los mocos y se los limpiaban con las mangas. Sus ojos, con matices inútiles, eran los mismos ojos de la mitad que brincaba cada vez más fuerte (en esa mitad estaba la Majo). ¡Y coreaban las canciones en inglés! Definitivamente, parecería que Ecuador va a la vanguardia en la educación de un idioma extranjero.

Estoy seguro que la historia de estos tiempos recogerá muchos de esos rostros animalescos en una cosa a la que llamaban feiscbuc. Poseídas por el mismísimo demonio se daban el lujo de tomarse fotos con unos celulares inentendibles y hasta me pidieron que les tome una, y luego otra, y otra, y otra. Yo solo aplastaba el botoncito. Simulé no tenerles miedo, aunque sus pasos me hacían temblar más que el frío postlluvia de las once de la noche.

Sin duda, la otra mitad asistentes, en la que me contaba, estaba conformada por seres antediluvianos paridos en los años setenta u ochenta (o menos) del siglo anterior. Éramos fácilmente reconocibles. Teníamos en la frente un letrero que decía, con rojo y en mayúsculas: ¡sáquenme de aquí! El resto es como predecible: brazos cruzados, sonrisas solo para los hijos, indiferencia para los demás, curiosidad torpe, de esa que busca algo pero no entiende nada. Eso pudo verse, perfectamente, por ejemplo, cuando uno de estos antediluvianos preguntaba o comentaba a los nuevos seres del siglo XXI sobre las excepcionales características del cantante y el parecido que tenían con “lo que escuchábamos antes”; es decir, Menudo, Michael Jackson, New kids on the block, Timbiriche y Kiruba … ¡Bah! Pura mierda, en realidad nuestros engendros nos habían abandonado y lo que queríamos era salir corriendo. Pero no.

En dos horas de concierto casi ni le vi al Justin. Mi instinto de sobrevivencia y mi terror innato a los perros me habían obligado a permanecer –como los policías que van al fútbol- con la vista al graderío y solo de vez en cuando al escenario. Y sin poder fumar. En este punto la palabra ‘mierda’, como símbolo del estado de ánimo de los antediluvianos, es un chiste. Leí la frente de algunos y, sin duda alguna, la frase de más bajo calibre era ‘la puta que lo parió (a Justin), a qué hora se acaba estoooooo!

A la Majo, como al resto de seres desfigurados, se le olvidó que en algún momento pensó en salir antes de que se acabe el concierto. Tenían que ir hasta el fin y hasta gritaron ‘otra, otra, otra’. De suerte que los artistas modernos ya no hacen caso a ese asqueroso pedido. Y, a la medianoche, se acabó. A caminar, un kilómetro hasta el parqueadero…, con la guagua en la espalda, la mochila hacia adelante y los paraguas en los brazos.
Vistas las cosas como un todo, somos iguales, homogéneos y normales dicen los académicos, pero de cerca, en el detalle, somos tan distintos, tan imperfectos, tan dinosaurios, tan monstruos, tan angelicales, tan fáciles de vencer con una llovizna.

– Majo, nunca más te llevo a un concierto. Estoy molido.
– Pero estuvo lindísimo. Gracias papito, eres el más lindo del mundo.
– Igual, olvídalo.
– Jaja… exagerado.
– Tú eres la exagerada. ¿Y en serio te gusta tanto Justin Bieber?
– Me fascina.
– ¿Cuánto te fascina?
– Mucho
– ¿Cuánto es mucho?
– Justin Bieber es mi favorito. Me gusta mucho, pero no como para casarme.
– ¿Qué?, ¿y qué tiene que ver eso?
– Nada papá, nada. Hoy no entendiste nada.

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