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Kamikaze al volante

Tomado de wikimedia.org

Por Armando Cuichán / La Barra Espaciadora.

Nací en Quito, una ciudad de altura, pero por cuestiones de trabajo he cambiado varias veces de residencia habitual. Un par de temporadas he despertado con el murmullo del pacífico en mis orejas; otras tantas el viento helado de los Andes ha sonrojado mis cachetes al amanecer y más de un par de veces he tenido que pasar largas estancias en la Amazonía. No me disgusta el hecho de cambiar una ciudad por otra, o enfrentar los sabores de una nueva gastronomía, o tener que buscar una querencia diferente, por el contrario, he sabido adaptarme bien a estas obligatorias diversidades laborales; pero lo que no soporto son los odiosos cambios de casa y las mudanzas de provincia.

Cuando las permanencias fuera de casa han sido cortas, solo he llevado un pequeño morral, a manera de caracol, biblioteca, estudio fotográfico y dormitorio. Cuando las estancias se han prolongado más de lo esperado, he debido juntar unos cuantos cachivaches para lograr un poco de confort en el nuevo sitio de vida y de trabajo. Hace no mucho tiempo me mudé una vez más, dejé el calorcito de la amazonía, para readaptarme al bipolar clima de Quito.

La mañana era sofocante y parecía que yo me cocinaba como maito, al vapor, gruesas gotas de sudor rodaban por mi frente mientras al apuro, y sin mucho orden, guardaba los trastos en cajas de cartón. Los objetos delicados pasaban por una envoltura de papel periódico y los resistentes, zas, a las cajas para apretujarse unos contra otros y listo. Pasado el mediodía, después de una coca cola con pan, salí caminando al parque central a buscar un transporte para la mudanza.

Parecía la búsqueda de un mafioso; los conductores con quienes hablé respondieron con monosílabos y casi casi con susurros, no sé por qué. Cuando llegué frente a Ángel, parecía un tipo rudo de los años sesentas, pantalón de basta ancha, camisa a rayas, sonrisa con diente de oro, peinado clásico a la derecha y unas `Ray Ban’ cubriendo sus ojos perpetuamente. Pactamos la mudanza en algo más de cien dólares y por su extraña petición quedamos en vernos pasadas las cinco de la tarde.

Cuando Ángel llegó a retirar mis objetos, en su blanco camión marca ‘Hino’, los primeros grillos auguraban lluvia nocturna. Como pudimos llenamos el cajón de madera y templamos la carpa para evitar los chaparrones inesperados y tan pronto como terminamos, Ángel me exigió el adelanto acordado y me señaló el asiento del copiloto; «usted vaya ahí«, me dijo, «ayudará a ver«, casi exigió.

Lentamente abandonamos la ciudad y la nostalgia se apoderó de mí, seguramente por ello no me percaté del silencio de Ángel, ni tampoco hice esfuerzo por entablar conversación. Así pasaron un par de horas; sólo podía escuchar el sonido quejumbroso del ‘Hino’ y apenas veía las líneas blancas que separaban la carretera del abismo.

Atrás quedó el ocaso cálido y lluvioso de la amazonia y de a poco fuimos ganando altura en el Ande. Al acercarnos a un control policial, Ángel equivocó de marcha un par de veces y el pequeño camiocito trastabilló como un pony con hipo; por ello noté su nerviosismo. Cuando estuvimos frente al policía de guardia, escuchamos el tradicional:

Papeles señorrr

El hombre de las gafas oscura detuvo por completo el vetusto camión, sacó su permiso de conducción de la guantera y se lo entregó. Mientras el policía frente a nosotros ojeaba el permiso, su compañero revisaba la cabina, la parte baja del auto y detrás de las llantas con una especie de espejo. El otro hacía que su can olfatee cada una de los neumáticos. Seguramente la apariencia de hombre duro de Ángel no intimidó, ni impresionó a los polis, que sin rubor pidieron al hombre de las gafas oscuras que los acompañe.

Por cinco minutos fuimos víctimas de un interrogatorio cruzado; Ángel, a unos metros del auto, y yo, desde el asiento de copiloto, contestamos sus preguntas:

– ¿A dónde llevan estos trastos?

– A la capital jefe.

– Y ¿porqué se cambia con todo?

Es que ahora me ha salido un trabajito por allá y usted sabe, hay que ir donde haya trabajo

De reojo pude ver cuando le devolvieron el permiso a Ángel y como éste estrechó la mano del policía. Ángel subió al vehículo con una sonrisa socarrona y arrancó. A pesar del mar abierto que es la noche, reanudó lentamente la marcha y me miró sin quitarse sus gafas oscuras:

– Ufff, que susto, pensé que se iban a dar cuenta de que el permiso está caducado y que solo tengo permitido conducir en el día… como no me han hecho quitar las gafas, no he tenido que explicarles que me falta un ojo

Me soltó su confesión a boca de jarro mientras sonrió con malicia inocente; yo me quedé de una sola pieza y mis ojos se llenaron de una mezcla de ira y compasión. Rápidamente Ángel escupió algunas palabras para apaciguar mi sobresalto:

– No se preocupe mi don; con el ojo que me queda veo bien y además hemos venido despacio… no es la primera vez que cruzo la cordillera, el problema es que los policías a veces se portan cargosos

Sin que Ángel se percate me sujeté del asiento fuertemente y crucé los dedos para que terminemos el viaje sin novedades. Pasado el examen policíaco, el camioncito retomó los habituales 40km por hora y dejó de trastabillar. El parco Ángel encendió un cigarrillo y puso un cassette en el reproductor. Los roncos parlantes expulsaron algo de melodía y en medio de un fuerte berrido, Ángel hizo la segunda al pasillo “y es que me da pena empezar a ser viejo y pensar que la muerte muy pronto me ha de llegar…” y su canto pareció una premonición.

Al empezar el último descenso para llegar a la capital Ángel intentó ser cortez y como si se tratase de una confesión me contó que nunca se ha dado por vencido, a pesar de las adversidades, ha trabajado desde que era un niño. Los efectos de esta dura vida se reflejan en su rostro rugosos; apenas ha cruzado los cincuenta, pero aparenta más de sesenta y cinco, por su cabello canoso y su cuerpo un tanto esmirriado.

El conductor no admitío interrupciones y como un acto de expiación prosiguió el relato de su vida; me contó que fue a la amazonía ilusionado por la fama y la fortuna de las primeras petroleras, exhibidas en la TV blanco y negro, de hace 35 años. A los catorce abandonó el calor de hogar, a su padre, la docena de hermanos que tenía y fue a uno de los innumerables pueblitos de la periferia petrolera en la amazonía. Desde entonces ha trabajado limpiando zapatos, de controlador de bus interparroquial, de dueño de bar, de taxista y ahora de camionero.

Ángel, el hombre de las gafas oscuras, nunca se ha negado a aventurar. Hace tiempo aceptó la invitación de su cuñado para ir a pescar, sin imaginar que durante el descanso de fin de semana, cerca de él explotaría un taco de dinamita, quitándole la vida a su pariente y dejándolo completamente tuerto.

Las luces de Quito pusieron punto final a las historia de Ángel, un kamikaze del volante. Después de descargar mis cachibaches en suelo capitalino y recibir el saldo, se santiguó y volvió a subir su camión para iniciar el retorno. Después de conducir el resto de la noche, al día siguiente estará listo nuevamente para prestar sus servicios, ignorando cuál será su última encomienda.

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