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Sexo con texto: historia de una periodista

Por: Simona / La Barra Espaciadora

Aprovechábamos todas las circunstancias para librarnos a actos poco comunes. No solo carecíamos totalmente de pudor, sino que por lo contrario algo impreciso nos obligaba a desafiarlo juntos, tan impúdicamente como era posible.

George Bataille

No fue verlo ni conocerlo, ni siquiera fue atracción a primera vista. No fue ese impacto que de inmediato te afloja, al menos, la posibilidad del sí, ese sí que a las mujeres nos hace dueñas de cualquier situación. Pero debo reconocer de entrada que esta vez perdí.

Lo había conocido cuando éramos compañeros en un diario quiteño. Hace más de diez años fuimos parte de una sala de redacción que me dejó gratos recuerdos. Aunque el único que tengo de él es que no era un tipo brillante, ni siquiera era determinante. Si un día no iba a trabajar daba igual; la verdad es que nunca me di cuenta de su existencia. A lo mucho de su presencia, como para saber que tienes a alguien con quien almorzar. Y, claro, para situarnos: yo estaba en el grupo de las reporteras mimadas, amigas de los jefes y, en consecuencia, gozaba de ciertos privilegios.

Dejé el periodismo porque me casé y pasé, literalmente, a ‘mejor vida’, cosa de la que no me arrepiento. Luego me divorcié y me dediqué a los negocios, a hacer plata. El hábito de sentarme frente al teclado a escribir una noticia o un texto cualquiera había quedado en la historia. Hasta que lo volví a ver en la fiesta de un amigo en común.

En resumen, nos encontramos así: yo con hijos, él también; yo divorciada y él separado; yo empresaria y él periodista; yo con casa, carro, negocios y cuentas por cobrar, y él con dudas, deudas y con una cara única de ‘hagamos vaca’. ¡Lo peor es que lo decía abiertamente!

Tequilas van, tequilas vienen… Todos bailaban excepto él. Y el muy cínico ni siquiera servía los tragos ni intentaba pasar los bocaditos. Sentadote, metido en plan de low profile, se limitaba a ver y a fumar. A ratos, solo a fumar. Hasta que me cabreé. ¡Vamos a bailar!, le dije en un intento por darle su merecido… Pobre de mí, que fui con sandalias. En los primeros cinco minutos me pisó diez veces. Estuve a punto de sentarlo de un empujón.

-Lo siento, creo que te pisé. Disculpa, es que no sé bailar…

-Fresco, solo sígueme el paso.

Al oído, me preguntó por qué había dejado el periodismo y si seguía escribiendo. ¡Tan imbécil, en medio del baile se le ocurría preguntarme eso! El muy vanidoso, como era periodista… Todo ocurrió, digamos, por cosas de la vida, y sí, sí continuaba escribiendo.

¿Y, qué escribes?

-Cosas de la vida, del trabajo, también me invento historias eróticas…

-Pero, nadie puede escribir inventos. Siempre es lo que uno ha vivido.

-Son cosas para mí.

-De nada sirve escribir solo para uno.

-A mí me sirve.

-Si te sirve a ti, le sirve a los demás

-Y tú, ¿qué sabes?

Déjame leer tus inventos eróticos…

-No.

-¿Insegura?

-¡Ni cagando! Todo menos insegura.

-¡Demuéstralo!

Aproveché el desafío para ponerlo contra la pared, lo cogí como monigote en el perreo y me di el gusto de verlo rojo de la vergüenza y de la impotencia. Pero… tequilas van, tequilas vienen…, a las tres de la mañana, terminé sentada a su lado hablando de periodismo y del Correa. Periodistas como este pueden quedarse mudos y ser las personas más aburridas del mundo cuando la conversación gira en torno a autos o teléfonos celulares, y a la vez pueden resultar imparables y, quién diría, entretenidos cuando el tema es la política o la bohemia… Cuando trinaron los pajaritos del alba, empecé a despedirme. Mándame lo que escribiste, me dijo. De inicio, no lo tomé en serio.

***

2Cuando llegué a casa, un calorcito recorría mis piernas. No podía dormir. Me sentía borracha, pero igual, me serví una copa de vino. Así como estaba, no encontré nada más interesante que leer mis escritos, los recorrí, recordé escenas, leí y releí y decidí enviarle el que más me gustaba:

La noche se había instalado. El día y los ajetreos quedaron atrás. No hacía falta la luna llena ni las estrellas, pues estábamos ahí, juntos y solos, sabiendo que ese era el momento esperado desde el último encuentro.

Cuando se acercó, cerré los ojos para imaginar sus gestos mientras me tocaba. Los botones de mi blusa parecieron desabrocharse solos. Sentí su mirada dulce y una sonrisa dibujada con malicia cuando sus manos se prendieron de mis senos. Luego se agachaba para atraparlos con sus labios. Su aliento se deslizó suavemente por el uno, por el otro, y mi jadeo rompió el silencio.

Su mano de pronto bajó por mi espalda hasta… Me estremecí. Mi cuello lentamente se convirtió en el camino que llevó su boca a la mía. Cuando su lengua entró no pude evitar que mis brazos lo rodearan. Su cadera se había pegado a la mía, parecía conocer el son adecuado. Escuchamos nuestros gemidos. Las manos ya no nos pertenecían, se confundían entre piel y ropa que caía… Besos y agarrones…

Caímos en mi cama y lo recibí con mis piernas abiertas. Los cuerpos adheridos a una danza en la que de tan juntos no se sabía quién movía a quién. Cada segundo se venía brutalmente más veloz. El sudor daba para frotarnos como si estuviéramos bañados en aceite. La voz, de a poco, se convirtió en grito. ¡No pares, no pares!  Y el freno a raya. Súbitamente, de un empujón, me volteó y esta vez no sería su mirada la que me dijera cuánto le gustaba. Apoyada en mis rodillas, oí el golpe de oxígeno que se agolpaba entre sus dientes. Las manos se sostenían de lo que fuera; las mías de las sábanas, las suyas de mis caderas. Sus muslos chocaban con los míos, todo se agitaba, todo se movía… Yo no paraba de mojarme, ¡estilaba!

Ahora, bajar la velocidad para que los minutos se alarguen. Pon las manos ahí, me dijo señalando con sus ojos hacia la pared. Obedecí y me embistió al tiempo que sentía su dorso y su respiración en mi cuello. Entró y casi enseguida amenazó con salir, pero no se lo permití. Me erguí y dibujé un arco que me dio el poder de apretar y de soltar. Tenía el control. Ahora, la malicia sonreía en mi rostro y eran sus palmas las que se posaban contra el muro y sus ojos los que se cerraban. Parecía pedir una tregua al apoyar su frente en mi nuca como si ya no pudiera más, pero eso era algo que lo decidía yo. Su brazo apretó mi cintura hacia él y esta vez no nos detendríamos. Arremetió con todo, una y otra vez, así que solté riendas.

***

Lo que me quedó en la mente es que a pesar de que me desafió y me hincó más de una vez con eso de que le enviara mis escritos, durante la fiesta repetía esa frase trillada de que así como quien se pica pierde, quien se confía pierde el doble. A la tercera copa de vino me decidí a enviarle el texto. A los pocos días me respondió que le gustó, pero yo sé que no fue así. No entiendo hasta ahora por qué mierda se lo di. Tal vez por demostrarle que de insegura no tengo nada y para que vea con quién se mete. Además, me resultaba tan inofensivo. ¡Cuando le hablaba de cerca hasta se ponía nervioso!

Finalmente, me invitó a desayunar. Dijo que quería discutir sobre mi texto. Dos cafés. Un cenicero.

-El relato está chévere, pero debes contextualizar.

-¿Contextualizar?

-Sí, pues. Los amantes deben conocerse, aparecer de algún lado. No solo es el momento del sexo y nada más. Ponles nombres, descríbelos…

-O sea, no voy a contar esos detalles.

-Veo mucha inseguridad. La historia debe estar completa…

¿No te gustó? -le pregunté, con absoluta debilidad. Estaba tan indignada conmigo. Tenía un par de pretendientes listos para hacer lo que quisiera por una cita y yo aquí, dando explicaciones sobre una aventura que ya ni siquiera era importante para mí.

-¡No, mijito, de insegura nada!

-¿Nada? ¡Publica tu texto!

-Jajaja…

-¿Miedo?

-¡Ni mierda! ¿En El Comercio?, jajaja…

-Eso no importa. Que salga donde sea. ¡Publícalo!

-¿Estás hablando en serio?

-¿Qué crees?

-¿Y qué gano publicando?

-¿Y qué ganas guardándolo?

***

3

Este man me estaba jugando la sicológica, pero no le iba a dar chance. Me senté a escribir un nuevo texto y se lo envié por mail.

Asunto: A ver, ¡contextualiza este, pues!

Su respiración encuentra respuesta en una humedad que me va despertando. Mis ojos se entreabren. Veo la persiana que oculta la llegada del amanecer. En el fondo, una canción se repite constantemente. Tirados en la cama, ambos de lado, mis pies reposan sobre los suyos… Me agarra por la cintura y siento cómo se refriega lentamente en mí. Se mueve despacio, muerde con los labios mi espalda. Vuelvo a cerrar los ojos. La piel se sabe sensible, las manos no se detienen, desaparecen. Cada parte solo encaja; no importan medidas ni formas. Los espacios se atribuyen correspondencias.

Procuro que su boca se pose a la altura de mi hombro y que mi cadera encaje en su pelvis. Me estremezco, me muevo, me agacho, regreso, no sé qué hacer con mis manos. Las atrapa en un abrazo y quedo indefensa, sumisa, a su merced. Es que, mientras no se detengan sus besos en mi espalda no tendré control. No puedo mantener mi postura. Mi vientre se encoge, mi cadera se agita, mis manos se sueltan, se estiran. Mis senos piden su lengua. Mis pies sobre los suyos simulan una marcha. No pueden dejar de deslizarse por sus tobillos, bajan y suben hasta volver al sitio. Los suyos, fijos, reposan en el larguero de la cama. Ahí se apoya, desde ahí empuja. Calientes, huesudos, constantes, dan la oportunidad a los míos que siguen al capricho de su propia vehemencia. Nada me moja tanto como su respiración recorriendo mi espalda y su voz preguntándome si me gusta. Más abajo, su mano abierta se llena del último rincón de mi espalda y me jala de un solo golpe; mi mano, desesperada y torpe, lo atrapa… El placer es el medio y la meta a la vez. Ya está dentro mío. Quiero excitarlo más.

Encuentro sus dedos muy cerca de mis labios y me apoyo en sus piernas para tomar viada. Los tomo con mi boca porque ya no puedo más. Me aprieta, lo aprieto y sigue este baile que no tiene nada que ver con la música suave de fondo que quedó otra vez olvidada. Me gusta su olor y sus susurros. Me gusta sentir cómo la cama se mueve por la fuerza con que me embiste, hasta que el último gemido es un grito que intento evitar para no traspasar muros, oídos, silencios. Pero ese grito abandona mi pecho: estalla al tiempo que me agarra con toda su fuerza de las caderas, cerrando los ojos, dando tiempo al tiempo. No hay prisa por abandonar ese estado, queda un espacio para disfrutar las sensaciones y empatar los placeres, para sostenerse el uno del otro y apretarnos con ganas de entrelazarnos y dejarnos ir en esa mágica locura que nos invade cada vez que nos sentimos cerca, que nos recorre también cuando estamos lejos y que nos inunda cuando por fin nos tocamos.

Al terminar, mi espalda enrojecida no pierde la oportunidad del roce de su barba. Mis labios -que solo tocaron sus dedos- ahora buscan los suyos antes de volver a dormir. La mañana ya se asoma, la música continúa, ajena.

***

Con ese relato, me dije, de una se queda quieto. Lo llamé para que me diera su opinión y me pidió que fuera a su departamento para conversarlo. Tan parco el infeliz, tan frío. Después de saludar, lo primero que me dijo fue: está chévere, pero le falta contexto. Antes de que se me ocurriera largarme de ahí por las mismas, me pidió que dejara la cartera sobre la mesa y me contó “la buena noticia”: había encontrado un blog dispuesto a publicar mis artículos. Casi me desmayo del pánico escénico. Creo que recién entonces me di cuenta de que volver a escribir después de muchos años es más, pero mil veces más, que bailar. Ahora, la balanza se inclinaba a su favor, me tenía en sus manos. Me hizo las mismas observaciones del primer relato: debía dar forma a los personajes, aumentar descripciones, si es posible, nombres… Yo, como una niña, bajé los brazos, agaché la cabeza y me rendí. ¿Cómo diablos le pongo contexto? Me respondió lo mismo y lo mismo: que caracterice a los personajes, que qué es lo que quiero decir más allá de la historia, que la descripción debe ser así, asado y cocinado… Me abrumó tanta presión que me acerqué de un solo golpe a él y, para que se callara, le estampé un beso bien puesto con lengua y abrazo de piernas. Cuando abrió los ojos me dijo: ¿viste?, el que se pica, pierde. Yo pensé, pero no se lo dije: y el que se confía, también. He ahí la importancia del puto contexto.

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