Por María del Pilar Cobo G. / @palabrasyhechos

No me gusta san valentín. Lo odio. Me dan ganas de vomitar cuando veo los globitos, las flores, los chocolates, las canciones, las publicidades, los corazoncitos. El día de los enamorados es una mierda y de verdad me emputa tanta azúcar desparramada por el mundo. Afortunadamente ninguno de los hombres de mi vida ha sido tan cursi como para celebrar san valentín, y, si lo hubiera sido, lo habría asesinado golpeándolo con los globos en la cabeza. Me parece ridículo que tenga que haber un día para festejar el amor y la amistad. Tampoco me gusta festejar el día de la amistad, respondo los mensajes que me envían mis amigos porque hay que respetar las opciones de cada uno, pero hasta ahí nomás.

Me da pena cuando se acerca san valentín y empiezan a aparecer en los muros del Facebook de mis amigas memes que anuncian a gritos lo solas que están y lo tristes que se sienten, porque no tienen un novio para festejar esa fecha tan importante. Me apena porque no solo es una muestra de que cayeron en el ojo del huracán comercial, sino porque parece que lo único que de verdad importara es tener alguien con quién festejar el ‘día de los enamorados’ y que la vida no tuviera sentido si ese día, ‘más que sea’, no reciben una llamada, una flor o una puta esperanza de que el año que viene capaz que ya no festejan tan solas. Pero, bueno, la cosa es que ni ellas ni los príncipes encantados tienen la culpa de tanto drama. Desde chiquitos nos han vendido la idea de un amor de mierda, que muere y mata.

La mayoría de gente de mi generación creció viendo novelas y leyendo cuentos de hadas, donde se vendía la idea de que el amor es sinónimo de sufrimiento y que el hombre es el príncipe valiente que debe conquistar y salvar a la princesa ingenua e indefensa. Según estas historias, la vida de cualquier mujer solo hallaba sentido y se completaba si encontraba al fin al hombre de su vida y lograba vivir el ansiado ‘fueron felices para siempre’. Debo confesar que fui parte de esta generación y que este plan marquetinero del amor me caló hondo, hondísimo. El primer libro que leí fue Mujercitas, de Louisa May Alcott, donde todas las chicas March encontraron a un hombre que las completara. Y, claro, también me sabía de memoria los cuentos de hadas, y me ilusionaban las historias de princesas. También leí varias novelas de Corín Tellado que coleccionaba mi mami, y vi, también con ella, varias novelas en la tele. Y, para rematar, teníamos la famosa serie de Candy Candy, que era una telenovela para niños. ¡Tenaz!

Con todo ese bagaje de basura es complicado pensar que las ideas sobre el amor romántico de la mayoría de gente de mi generación (mujeres y hombres) no hayan estado tergiversadas y orientadas hacia un sentimiento ficticio, irreal, que tiene de todo menos de amor. Y vino san valentín a terminar de cagar todo. Con todo esto, crecimos pensando que el amor es sufrir por el otro; que solo puedes estar completa si tienes a una pareja a tu lado; que al final, pase lo que pase y hagas las burradas que hagas, siempre aparecerá el hombre de tu vida; que tener una casa, un marido, hijos y un perro es el ideal de vida; que no puedes amar sin poseer y que el amor siempre va a durar para siempre. Tremendo daño que nos hicieron, y tantos años de dolor y terapia que nos ha costado superarlo.

Estas historias crean también un estereotipo de hombre y de mujer, ambos, por supuesto, ‘perfectos’ (así, entre comillas). Él debe ser varonil, guapo, alto, de buena familia (y si no lo es al menos ser emprendedor), machote, capaz de caerse a los golpes por vos y defenderte de todo y de todos en la vida, arriesgado, valiente, soltero cotizado, hombre de principios, etcétera, etcétera, etcétera. Ella, en cambio, siempre es frágil, flaca, de cabello largo y sedoso (y si no lo es, como Betty, la fea, se convertirá en el estereotipo a lo largo de la historia), un poco ingenua, sufridora, preocupadísima por su facha, ansiosa de encontrar un hombre. Y, claro, al final, si esto no se da, siempre el salvaje, el libre (él o ella) será domado y se rendirá a los pies del amor. Y también nos estereotipan a la pareja, rodeada de nubes rosadas, atardeceres y cenas románticas con champán. ¡Bullshit, pura mierda!

Y luego, cuando creces, te vas dando contra el piso porque te das cuenta de que el ‘felices para siempre’ no existe. De que el hombre valiente que te va a rescatar no va a venir. De que no quieres que te rescaten. De que eso de andar de sufridora por el mundo es muy aburrido. Pero, claro, todos esos aprendizajes van acompañados del respectivo narizazo contra el piso. Y sí que duele, porque a veces, aunque seas una mujer independiente y hayas aprendido muchas cosas, sigues cayendo en los mismos estereotipos. Te das cuenta de que sigues esperando que el príncipe valiente se esconda bajo la piel de cualquier gamín o de cualquier patán. Y te das cuenta de que ellos también sueñan con la princesa del cuento a la quieren rescatar. Y entonces viene la frustración porque el ideal se derrumba. Y uno sufre, de verdad sufre. Y entiende por qué hay gente que se muere de amor, le encuentra sentido a las letras de los boleros y se cae a pedazos. Afortunadamente los pedazos siempre se juntan, y, luego de la frustración, te das cuenta de que sí es posible vivir sin alguien, de que el amor después del amor es posible.

Entonces, después de los narizazos y a pesar de ellos, vas construyendo tu propia teoría del amor, que no necesariamente debe ser la misma que manejan tus amigos o tus conocidos, ni siquiera la de tu pareja. Yo, dentro de mi teoría, incluyo en primer lugar el hecho de que para querer a alguien, para construir una relación verdadera (de cualquier tipo, no solo de pareja), debes estar bien contigo mismo. Si esperas que el otro te complete o si esperas que el otro se adecue a tus expectativas y a tus procesos de vida, entonces te cagaste porque eso no va a suceder. Para poder construir una buena relación debes estar en armonía con tu vida, con tus procesos, con tus deseos, entender que ya estás completa (o) y que eres dueño (a) de tus decisiones, no de las decisiones del otro. Que si el otro decide, de la noche a la mañana, mudarse a la China sin ti no es porque no te quiera o porque no le duela irse, sino porque está tomando las decisiones que le hacen feliz. Y, al final, una relación de verdad solo puede construirse entre personas felices, que se amen a sí mismas, que se sientan completas, libres, sin ataduras. Debe ser muy feo eso de vivir a la sombra de las decisiones ajenas, de seguir al otro hasta el fin del mundo no porque quieres hacer eso sino porque no quieres quedarte solo, de aceptar maltratos solo porque ‘es lo que hay’. No, uno debe amarse mucho, solo así puede ser capaz de construir algo que valga la pena.

Quizá parezca un poco cursi o manoseado todo esto, pero yo creo que nuestro error es, precisamente, el dar a los otros mucha más importancia de la que tienen y darnos a nosotros mucha menos importancia de la que tenemos.

Y, bueno, tal vez el ‘amor para siempre’ no exista, pero si existe seguro que se va construyendo con el día a día, con la liberación de expectativas, pensando, en todo caso, que el ‘para siempre’ dura lo que dura el ahora. De hecho, quizás el amor como nos lo imaginamos ni siquiera exista y lo que exista sea la sorpresa cotidiana, las decisiones arriesgadas, el encuentro en un punto de procesos individuales. Tal vez no estemos destinados a conocer a ‘la’ persona, sino a aprender a querernos mientras queremos a las personas maravillosas que se cruzan en nuestro camino y nos enseñan algo, nos voltean el mundo o nos hacen virar la página. Sí, tal vez el amor no exista y qué bueno que así sea.