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Una fiesta sin dinero

Foto: Marco Pareja
Foto: Marco Pareja

Por Juan Romero Vinueza

Sí, Hemingway, París aún es una fiesta. Es una lástima que no puedas verlo ahora; seguramente, tú lo habrías disfrutado más. Ya sabes que en el Boulevard de Clichy se concentra parte de la decadencia de occidente: sex-shops, museos del erotismo, putas, negros que venden popper o bebidas que te harán conocer al hada verde, mendigos rumanos, latinoamericanos pidiendo dinero o mirando fijamente a quién robarán, borrachos gritando y bailando bal musette, árabes vendiendo cinco Tours Eiffels a un euro –mientras tú no tienes ni para comerte una McMierda-, entre otras cosas que te llamarían la atención.

Así supe que París es una fiesta, pero no para un latinoamericano sin dinero. ¿Cómo poder soportar las noches en la ciudad que no duerme sin tener un euro en el bolsillo? Pues, fácil: siendo miserable o ladrón. Yo opté por las dos. Al principio, sentí miedo y nervios. Eso no fue un impedimento. Estaba dando vueltas por el Boulevard Voltaire, buscando a personas que estuviesen fumando para pedirles un tabaco hablando en un francés nada parisino. Conseguí ocho tabacos y eran más de la una de la madrugada.

Foto: Juan Romero Vinueza
Sex shops por los árboles, Boulevard de Clichy en la noche. Foto: Juan Romero Vinueza

Quise volver a mi habitación, que estaba cerca del cementerio Père-Lachaise, cuando vi que un mendigo recostado sobre una banca de la Iglesia de Saint-Ambroise dormía calmado, como si estuviera muerto, sin mover un solo músculo. A su lado, se veía un bulto bastante grotesco. Me detuve a ver qué era. En un principio, pensé que era basura amontonada y nada más, pero el bulto se empezó a mover bruscamente. Llovía en París y el ambiente se ponía triste, el alma de alguien lloraba en ese momento en alguna casa del Boulevard Voltaire. Me aproximé un poco a la escena y vi que una pareja de mendigos, seguramente gitanos, estaban follando bajo la lluvia y frente a la iglesia. Yo miraba a la pareja, mientras unas gotas de lluvia caían por mi sien. Seguí camino a casa y en una de las calles pequeñas y abandonadas de París vi cómo una pareja de hombres, de unos cuarenta y cinco años, ingresaban en un portón con una luz azul muy fuerte; detrás de ellos, venía un sujeto de unos cincuenta años con una chica de veinte y tantos que también entraron por la puerta. El lugar se llamaba Blue Velvet –o así debería llamarse-. Quise entrar para saber de qué me estaba perdiendo por no tener dinero, pero un guardia con aspecto de africano me dijo que me largara y yo lo hice.

Foto: Juan Romero Vinueza
Publicidad en el metro, de la película «El planeta de los simios», con una sticker de la Reistencia en la cara del simio. Foto: Juan Romero Vinueza

Al día siguiente debía ir a München, en Alemania, y no tenía dinero para comer. Perdí el bus y tuve que esperar doce horas hasta que saliera otro más. Empecé a dar vueltas por París y descansé en el Boulevard Saint-Michel. Coloqué mi maleta en el piso y me senté sobre ella. Tenía un vaso de agua que había tomado del baño de la Sorbona, antes de que los guardias me echaran de allí por no ser estudiante. Me la bebí. Dejé el vaso en el piso. No pasó ni un minuto y la gente ya había depositado dinero en él. Pensé que sería una buena opción descansar un poco y no decir nada, solo esperar que llegase el dinero.

Saqué mi penúltimo tabaco, me acerqué a un sujeto y le pedí su fosforera. Me volví a sentar para esperar un poco hasta que mi bus llegara. Un mendigo se sentó junto a mí y me pidió un tabaco. Me dijo que era húngaro y que le gustaba la poesía de Miklós Radnóti. Yo no le creí, el sujeto estaba muy ebrio. Me regaló una caja de metal donde –me dijo– se podían guardar tabacos. Yo la acepté y me marché. Pasé por el Pont des Arts, miré los libros que se exhibían en la calle y velocísimo tomé dos libros antes de salir corriendo. Había robado Les belles images, de Beauvoir, y Otras inquisiciones, de Borges. La señora me siguió por una cuadra, pero yo fui más rápido. Es curioso, en París no existes, nadie existe, así que nadie ayudó a la señora. Seguramente alguien más le robó mientras me perseguía.

Fui a buscar comida. Tenía dos euros y mucha hambre, así que fui a un McDonald’s. Sí, Hemingway, aunque no me guste, es barato en París. Estaba haciendo la fila, afuera del local, cuando un sujeto arrojó a la basura la mitad de una pizza y un niño botó unas papas fritas. Yo las tomé y me las comí. Dentro de unas horas salía mi bus hacia München y yo ya había sido miserable y ladrón. Lo triste es que yo no era ni Bolaño ni Hemingway, solo un sudamericano cualquiera sin dinero en París.