Inicio Libertades Consumir y castigar. La penalización del consumo en tiempos de cólera

Consumir y castigar. La penalización del consumo en tiempos de cólera

Las políticas sobre el consumo de drogas en Ecuador son víctimas de discursos contradictorios, de demagogia. Y el tema, en tiempo de elecciones, es crucial. Hablar desde la criminalización del consumo es desconocer que estamos ante un problema de salud pública. El gobierno de Rafael Correa ha pasado de anunciar e implementar políticas progresistas, de vanguardia, a desdecirse con retrocesos que de lo punitivo rayan, incluso, en lo cavernario.

Por Jorge Vicente Paladines

[…] alguien que consume marihuana no es un criminal, no tienen que meterlo preso, es como que si mandes preso a un alcohólico […] ¿el joven o el adulto que va a tener 5 gramos de marihuana se va a ir preso?, es un absurdo, es un retroceso, incluso es inconstitucional porque es retroceder en derechos.
Rafael Correa, Enlace Ciudadano 511, sábado 4 de febrero 2017.

[…] considero que la tenencia o posesión de sustancias estupefacientes o psicotrópicas para uso o consumo personal debería ser aplicada únicamente cuando el consumidor la mantenga y la use en su domicilio; no es una salvedad para que el consumidor pueda pasear y consumir libremente y sin tapujos el estupefaciente en cualquier lugar que desee.
Rafael Correa, Exposición de Motivos, Proyecto Reformatorio al COIP, lunes 13 de febrero 2017

La política de drogas de la Revolución Ciudadana no se caracteriza precisamente por tener dosis de coherencia. De cara a la primera vuelta electoral de las elecciones presidenciales – 2017, el Presidente de la República presentó un proyecto de ley para reformar la legislación penal e incluir como delito el porte o tenencia de drogas de uso ilícito en el espacio público, restringiendo de forma exclusiva su uso al ámbito privado o residencial. Se espera con ello responder al “clamor ciudadano” que relaciona al consumo como un factor criminógeno, y donde la política ve la necesidad de responder con mayor contundencia al microtráfico en el contexto de la campaña electoral y de las encuestas (tiempos de cólera). A continuación, me permito exponer a breves rasgos algunas reflexiones sobre el contenido técnico-jurídico y del entorno político de este polémico proyecto de reforma penal.

La naturaleza prohibicionista del proyecto

El lunes 13 de febrero de 2017 –a menos de seis días de las elecciones presidenciales de la primera vuelta–, el Presidente de la República, Rafael Correa, presentó ante la Asamblea Nacional un proyecto de reformas al Código Orgánico Integral Penal (COIP) para incorporar dentro del artículo 220 el siguiente inciso:

La propuesta del Ejecutivo parte del paradigma prohibicionista de la “guerra contra las drogas”, es decir, desde un énfasis quijotesco que supone que algún día se dejará de consumir drogas en todo el planeta. Al margen de que este axioma pueda parecer ético, en la práctica de las políticas públicas no se puede partir de una posición que desconozca al uso de drogas como un hecho social. Sería como exigir que para evitar el contagio de VIH se prohíban las relaciones sexuales. Por el contrario, los usos de drogas lícitas e ilícitas responden a fenómenos que no solo se articulan con la criminalidad y el mercado, sino también con ámbitos mucho más subjetivos como los epidemiológicos y etnográficos. De hecho, una política integral debe no solo asumir un ethos de prevención a fin de disuadir o evitar posibles consumos y contactos con las drogas, sino también debe reconocer los usos existentes a fin de promover programas de reducción de daños (harm reduction).

El paradigma prohibicionista ha entrado en una profunda crisis por su táctica belicista en asociar a la seguridad como respuesta central a los denominados “usos indebidos” o libres. Los costos sociales dan como resultado una cuenta de miles de muertes por mano de los carteles y otros tantos miles bajo el monopolio legítimo de la violencia de los estados –existen 33 países que aún mantienen la pena capital–, es decir, una cifra mayor frente a la producida por las sobredosis y la letalidad de las mismas sustancias que se dicen combatir. Este terrible enclave se ha convertido en un aliento para la política del presidente filipino Rodrigo Duterte, quien argumentando que “las drogas son un problema de seguridad” avala las ejecuciones extrajudiciales de más de 7 042 personas en las calles de este país, de una cuenta que sigue in crescendo.

A ello se suma el aparecimiento de las nuevas sustancias psicoactivas (NSP), algunas introducidas bajo la forma de ´euforizantes legales´ dentro de un jugoso negocio farmacéutico que se ampara en la prescripción médica, psiquiátrica o terapéutica. De forma subterránea, las drogas legales podrían producir los denominados efectos zombis a partir de la dispensación de fármacos como Celexa o Paxil, los cuales son aplicados incluso sobre un segmento de la población infantil diagnosticada terriblemente como “hiperactiva”.

El prohibicionismo es doblemente falaz. Por una parte, promete erradicar a sangre y fuego a las organizaciones criminales y a los mercados ilícitos de drogas. Por otra, pretende regular su distribución requerida para la atención médica. Pero en ambos propósitos hay desigualdades. Los mercados ilegales innovan cada vez más sus estructuras y actores dentro de redes del narcotráfico capaces de deteriorar aún más a los estados y sus sociedades; a la vez que no existe un debido equilibrio para la importación médica de opiáceos entre los países del primer mundo y África o América Latina, condenando a nuestros habitantes al camino del tráfico o a padecer sus enfermedades sin ninguna alternativa. Quienes mantienen este régimen observan al Sur como caótico, degradante y violento.

Restringir el uso de drogas ilícitas en el espacio público no hace más que reforzar este paradigma a partir de su peor herramienta para disuadirlo: el sistema penal. De manera alguna la crítica se ampara en el fundamentalismo del consumo o en la ingenuidad de que éste sea inocuo, sino en lo inapropiado del instrumento para normarlo. Así como para fumar cigarrillo o ingerir bebidas alcohólicas existen disposiciones administrativas que regulan los espacios, el uso de drogas ilícitas bien pudo ponderarse a través de reglas similares, es decir, sin echar mano del encarcelamiento ni confundir al consumo con un crimen.

El origen de esta radical propuesta se halla en el cabildeo que meses atrás hiciera la Secretaría Técnica de Drogas (SETED) con algunos Gobiernos Autónomos Descentralizados (GAD´s) del país. Los municipios de Zaruma, Portovelo (El Oro) y Durán (Guayas) fueron los pioneros en restringir el uso de drogas –con énfasis en las ilícitas– en el espacio público a través de ordenanzas como la GADMCD-2016-003-O del 31 de mayo de 2016 de Durán. Aunque estas disposiciones no remiten al sistema penal a los consumidores, sus sanciones –además de las multas– emplean medidas que de igual forma restringen la libertad de los infractores, como lo son los denominados ´trabajos comunitarios´ a través del uso de la fuerza pública, una especie de trabajos forzados bajo una identidad correccional.

Al no haber alternativas, la raigambre de este tipo de políticas sería moral y abstencionista. Se asume al espacio público como el lugar del no-adicto, quien además es excluido del derecho a la ciudad, es decir, discriminado de cualquier ambiente social. De esta manera, si para el uso de alcohol se establecen zonas de consumo legal, para el uso de drogas ilícitas se relega a sus usuarios a la clandestinidad. Todo lo contrario a lo que Holanda hizo hace más de veinte años con los denominados Coffee Shops, donde se regulan los espacios para el uso de cannabis hasta por 5 gramos; así como las afamadas salas de consumo para el uso asistido de drogas como la heroína y metadona en países como Suiza, donde lo importante es mitigar los efectos de sus prácticas insalubres como son el intercambio de las mismas jeringas, el contagio de enfermedades y las sobredosis. No cabe duda que en este tipo de políticas el enfoque moral y abstencionista no contribuye a reducir la exclusión social, pues sería simplemente una negación de la realidad.

Además del riesgo de ser discriminado, el usuario de drogas ilícitas está lleno de estigmatizaciones. No necesariamente un consumidor es un adicto o usuario dependiente o problemático. Esta gradación corresponde a debates que aún se mantienen inconclusos en los campos de las ciencias sociales y de la psiquiatría. Sería como concebir bajo el rótulo de drogodependientes a los ciudadanos alemanes que beben cerveza al final de la jornada laboral o a los bolivianos que mastican hojas de coca. Por el contrario, los usos experimentales, ocasionales o poco frecuentes de drogas como cocaína o cannabis no siempre se practican en frente de otras personas o en seno familiar. Su uso puede corresponder a una práctica individual y reservada de la autonomía de la voluntad, como sucede con la masturbación. De ahí que ´salir de casa´ puede ser una forma de no acentuar el estigma, de mantener en privado las prácticas del consumo e incluso de exteriorizarlas en endogrupos.

En este sentido, el proyecto se convierte en un cheque en blanco al cerrar y abstraer la “prohibición” de los lugares donde se penalizaría la posesión o tenencia para el consumo. No queda estrictamente claro qué son:

a) Las zonas: ¿distritos, barrios, cuadras, calles, esquinas, etc.?

b) Donde existan centros educativos: ¿escuelas, colegios, universidades, centros de capacitación, etc.?

c) Lugares de trabajo: ¿fábricas, corporaciones, mercados, informales, ambulantes, buhoneros, calles, etc.?

d) Parques: ¿plazas, zonas verdes, bosques, etc.?

e) Centros religiosos: ¿iglesias, mezquitas, puntos de adoración, crucifijos públicos, obras de arte religiosas, El Panecillo, etc.?

f)   O, lugares públicos similares.

La última “categoría” amplía la prohibición a cualquier forma de espacio público. Con ello, quienes no posean vivienda o mantengan como su hábitat los puentes o las plazas (habitantes de la calle) están a merced del sistema penal. Se trata de grupos que no tienen precisamente las características de los mandos medios o líderes de las organizaciones criminales a las que se asocian dentro de los imaginarios colectivos. Se develan entonces notorias diferencias socioeconómicas entre quienes pueden ejercer un legítimo consumo bajo un techo y quienes no. Así, a los pobres no solo las drogas les pegan más duro, sino también sus políticas.

El proyecto va en contra de la misma corriente del gobierno

La Revolución Ciudadana tiene la proeza de haber reformado el instrumento más anacrónico y punitivo en materia de drogas de nuestra historia contemporánea: la Ley de Sustancias Estupefacientes y Psicotrópicas de 1990 (Ley 108). Se trata de un proceso que tiene olas y contraolas. Dentro de sus olas, es decir, en dirección de una corriente progresista de la política de drogas pueden encontrarse:

  • El indulto a las “mulas” del narcotráfico de 2008;
  • La prohibición de criminalizar el consumo del artículo 364 de la Constitución de la República de 2008;
  • La no renovación del Puesto de Operaciones de Avanzada (FOL) de los Estados Unidos en Manta de 2009;
  • La política de umbrales (primeras tablas) para no criminalizar a los consumidores de 2013;
  • La renuncia a las preferencias arancelarias como compensación a la “guerra contra las drogas” (ATPDEA) de 2014;
  • La proporcionalidad de las penas y los umbrales que identifican las escalas del castigo para el tráfico (segundas tablas) de 2014;
  • La nueva ley orgánica de prevención integral de 2015; y,
  • El proyecto de ley de cannabis medicinal o terapéutico presentado por la Presidencia de la Asamblea Nacional en 2016. Se trata de ocho pasos que de alguna manera posicionan una alternativa real a la “guerra contra las drogas” desde componentes políticos de reducción de daños.

Sin embargo, estas olas se descomponen mediante contraolas que vuelven a posicionar al prohibicionismo como el lugar real de nuestra política de drogas. Así, pueden encontrarse: 

  • La reducción y contrarreforma de los umbrales que identifican las cantidades y tipos de sustancias para el tráfico en septiembre de 2015;
  • El aumento de las penas para los traficantes de mínima y mediana escala en octubre de 2015;
  • La jurisprudencia de la Corte Nacional (Resolución No. 0012-2015) para acumular las penas por tipos de drogas hasta por 40 años de encarcelamiento en octubre de 2015; y,
  • El proyecto de ley para penalizar la tenencia o porte de drogas en el espacio público en febrero de 2017.

La reciente contraola socava uno de los símbolos más importantes que puso en juego la Revolución Ciudadana: la prohibición de criminalizar el consumo establecido en el artículo 364 de la Constitución de la República. Este principio se convirtió en un referente para América Latina y la sociedad civil en pro de los Derechos Humanos, pues durante años se ha intentado proscribir cualquier forma de arremeter al libre desarrollo de la personalidad, dentro de marcos regulatorios cada vez más democráticos y garantistas. Colombia encontró un estándar similar en la afamada sentencia 221 de 1994 de su Corte Constitucional; mientras Argentina lo hizo dentro del Fallo Arriola de su Corte Suprema en 2009. La prohibición de criminalizar el consumo se convirtió en una de las vanguardias más importantes del constitucionalismo latinoamericano, haciéndole frente al Régimen Internacional de Control de Drogas (RICD), el cual dentro de sus contradicciones también ha tratado de imponer las convenciones de la “guerra contra las drogas” sobre las que tienen estricta relación con los Derechos Humanos [1].

“La culpa es de las tablas y del gobierno que las hizo”

A lo largo de la reciente campaña electoral –de primera vuelta– gran parte de los candidatos juzgaron la utilidad de las denominadas “tablas”, es decir, las cantidades de umbrales (CU) creadas para legitimar la posesión o tenencia de drogas de uso ilícito, cuyo objetivo es evitar la criminalización proscrita en el artículo 364 de la Constitución ecuatoriana. Su reproche tiene un claro componente político: responsabilizar al gobierno de un aparente fracaso en su política de drogas y, por ende, de su gobernabilidad.  De esta forma, se han relacionado a las adicciones con el tráfico, dos problemas cohesionados ahora bajo el mismo sermón securitista.

Los umbrales son parámetros técnico-políticos que tienden a proteger del sistema penal a los consumidores. Por una parte, gozan de cierta información técnica debido a la letalidad de una sustancia frente a otra. Así, en Ecuador el alcohol puede estar entre las drogas de mayor letalidad por sus efectos psicosociales; sin embargo, dependiendo del país y de cómo se construya el índice de letalidad (por salud, por efectos sociales, por accidentes, por militarización, por encarcelamiento, etc.), se sabe que desde el enfoque epidemiológico y la ilicitud la heroína es la droga de mayor letalidad y atrapamiento, seguida de la pasta base de cocaína (no cocaína) y las metanfetaminas [2]. La lista también coloca en categorías nada menores al alcohol y tabaco, quedando atrás drogas como la marihuana y el peyote.

El enfoque epidemiológico informa a la política pública de salud por dónde debe comenzar en caso de usos prevalentes. No obstante, no existe ningún estándar mundial que establezca la cantidad de droga que una persona puede usar, debido a que las prácticas de consumo dependen del tipo y calidad de las sustancias, el grado de tolerancia y la capacidad física de sus usuarios, los entornos sociales del consumo, así como los hábitos y frecuencias además de las formas de hacerlo (fumar, esnifar, inyectar), etc.

Por otra parte, los umbrales (tablas) también parten de decisiones políticas. Aquello depende del nivel de discusión por sustancias en el debate público, así como de la visión económica de los hacedores de la política pública en función de regular los mercados ilícitos. De ahí que en el objetivo de evitar la criminalización del consumo los umbrales responden a estrategias que sirven para:

  • Distinguir la posesión de la oferta,
  • Determinar los grados de penalidad; y,
  • Alejar a la justicia penal como única respuesta [3].

Los umbrales no cuestionan el cómo y las formas de adquisición de drogas para el consumo; por ello, dejan abierta –inconclusa en realidad– la puerta para la regulación, pues no hay tenencia o posesión para el consumo sin aprovisionamiento en algún mercado.

Los umbrales se concretizan por la prohibición de criminalizar el consumo, pues una simple norma o principio no garantiza que el sistema penal se dedique a atrapar consumidores. De hecho, aún es latente la sospecha de que en nombre de la lucha contra el narcotráfico se haya pescado a verdaderos consumidores confundidos con traficantes. Se trata de una aguda intuición que merece un mayor análisis y evidencia. La respuesta a este acertijo está en descubrir si los sistemas penales pudieron probar actividades de tráfico (contrabando) detrás de una simple tenencia o posesión de drogas de uso ilícito; en otras palabras, que la tenencia o posesión no se haya convertido en la única “prueba”.

En Ecuador –al igual que otros países de la región como Bolivia– la tenencia o posesión ha sido establecida como tipo penal y como supuesto verbo rector del tráfico. El artículo 62 de la derogada Ley 108 (tenencia o posesión) fue la norma más usada por las agencias de seguridad y justicia para procesar a la mayoría de las personas detenidas por delitos relacionados con las drogas. Esta misma filosofía se reproduce de una simple lectura del artículo 220 del vigente Código Orgánico Integral Penal (COIP), asociando al tráfico como un delito que se manifiesta por actividades de tenencia o posesión.

El mantenimiento de esta hermenéutica viola lo consagrado en el artículo 3, numeral 4, literal a) de la misma Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Sustancias Estupefacientes y Psicotrópicas de 1988, que expresamente señala que la criminalización de la posesión se deberá realizar solo cuando esta tenga como interés alguna de las actividades de tráfico. Aquel estándar, de obligatoria y jerárquica aplicación para Ecuador –goza del mismo rango de nuestra Constitución según el artículo 424–, no hace más que exigir a los sistemas penales que demuestren el tráfico, pues de no hacérselo se estaría penalizando a un consumidor detrás de un legítimo acto de tenencia o posesión. Habría nada más que una ambivalencia entre lo rezado en los principios y la práctica policial, plasmando la siguiente premisa contrafáctica: a) queda prohibida la criminalización del consumo; pero, b) la posesión o tenencia para el consumo sí es un delito. Con ello, el consumo se protege únicamente en la imaginación de sus usuarios.

Los umbrales pueden ser incómodos en las acciones de las agencias de seguridad y justicia. Por una parte, pondrían en duda su histórico trabajo de haber detenido a poseedores como traficantes. Por otra, exigirían una mayor labor y sagacidad en su investigación. Las cantidades de umbrales no significan una determinación o frontera entre el consumo versus el tráfico como delito, sino un parámetro o referencia. Hacia arriba, cabrían consumos que asimismo deben ser protegidos de su criminalización. Hacia abajo, puede haber actividades de tráfico que se camuflan en los márgenes del umbral para el consumo. Aquella premisa sería como invalidar la excarcelación legal de una persona, que habiendo cometido un delito y cumplido su pena, debería seguir encerrada bajo el argumento de que “podría volver a delinquir”. Aún con el riesgo de que el narcotráfico intente encubrir sus actividades bajo los umbrales, su función tiene un fin más noble que la distorsión social que pudiera tener al momento de su aplicación. No obstante, la legitimidad de los umbrales sucumbe ante el reproche del riesgo a la (in)seguridad. Así, se creería que el riesgo mayor es que los traficantes se confundan por usuarios de drogas a que los consumidores puedan ser catalogados como traficantes.

Sin embargo, no ha quedado lo suficientemente claro que Ecuador tiene dos umbrales. El primero, creado en 2013 con el fin de establecer las cantidades-parámetros para evitar la criminalización del consumo. El segundo, creado en 2014 a partir del COIP con el fin de diferenciar los tipos de tráfico –al que prefiero denominar como escalas de castigo–. Se trata de dos objetivos distintos: el uno, proteger a un consumidor del sistema penal, y el otro determinar las penas dependiendo de la cantidad y tipo de sustancia para el tráfico. Al no haber un punto de diferencia ambos umbrales se confunden en los pisos de la criminalización. Si para el consumo se establece una referencia de 0 hasta 10 gramos de cannabis, su criminalización en el segundo umbral construye una penalidad mínima entre 0 y 300 gramos de tráfico, invadiendo hacia abajo a los diez gramos bajo una premisa de sospecha penal. Por ello, el último inciso del artículo 220 del COIP dice textualmente:

“La tenencia o posesión de sustancias estupefacientes o psicotrópicas para uso o consumo personal en las cantidades establecidas por la normativa correspondiente, no será punible.”

Su cuestionamiento desde la seguridad convirtió a los umbrales en el blanco de la política. El mismo presidente Rafael Correa asoció los graves problemas del consumo de heroína (la “hache”) con las cantidades establecidas en las escalas de castigo. Aún no ha quedado clara la evidencia que haya demostrado tal hipótesis; sin embargo, sí fue evidente que sus dudas se fundaron en una sospecha de seguridad, es decir, de traficantes camuflados como consumidores. De esta forma, el presidente de la República sentenció lo siguiente en el Enlace Ciudadano 440:

¿Queremos acabar con la droga entre los jóvenes? Habrá que meter preso a los microtraficantes… He exigido que haya sanciones más fuertes para los microtraficantes… He pedido que la tabla (de penas) sea mucho más estricta para el caso de la ‘H’, que está destrozando a nuestros jóvenes, y la dosis mínima sea cero. Y más allá de esa dosis, se vaya (el infractor) más de un año de cárcel y haya prisión preventiva, para que esa gente no vuelva a las calles a envenenar a nuestros jóvenes… Vamos a rectificar totalmente esta malhadada, equivocada tabla (de tráfico), para tener “tolerancia cero” con la heroína” (05/09/15, cursivas me corresponden).

Tanto en el primero como en el segundo (“diálogo”) debate presidencial, previos a las elecciones de primera vuelta del 19 de febrero de 2017, los candidatos criticaron a las tablas sin precisar si se trataba de los umbrales de consumo o de las escalas de castigo. Se llegó incluso a rotularlas como “las tablas de Alianza País”, es decir, del movimiento oficialista, tal como lo dijera reiteradamente el candidato Abdalá Bucaram Pulley. Su trasfondo fue similar al reproche que en 2015 hiciera el mismo presidente Rafael Correa, lo que nos llevó a una contrarreforma que redujo las cantidades y aumentó las penas.

Se reformaron las escalas de castigo en nombre de la prevención a la heroína, aunque la reducción operó con todas las sustancias del umbral. Si antes hubo una confusa frontera entre consumo y tráfico, se traslapa aún más la cortina de la criminalización sobre el umbral del consumo. De esta forma, el cannabis podría significar un consumo si se posee entre 0 a 10 gramos, pero también delito si se porta entre 0 a 20 gramos, y aún más si no se llega a probar con claridad el tráfico.

Políticamente “las tablas” quedaron huérfanas. No hubo un solo discurso de la oposición que haya salido en defensa de su función. No obstante, a pesar de la propia contradicción de haber calificado a las tablas como “malhadadas”, el presidente Rafael Correa trató de sostener –dentro del contexto electoral– su utilidad para evitar la criminalización de los consumidores. Ahora dijo:

Solo así la recientemente creada Secretaría Técnica de Drogas (SETED) emprendió una interesante –pero quizá tardía– campaña donde se trata de explicar para qué sirven las “tablas”. Su mensaje, no obstante, puede acercarse al prohibicionismo, pues no se reconoce a la tabla como un medio que también legitime el derecho a consumir drogas de uso ilícito, sino como una frontera entre la criminalización y el tratamiento. En ambos axiomas se reprocha al consumo como un libre ejercicio de la autonomía de la voluntad.

¿Se combate a las drogas o a los drogadictos?

El entorno de las elecciones presidenciales en Ecuador, así como la gestión de la política pública de estos últimos años, se encuentran transversalizados de alguna forma por el quehacer sobre drogas. No se trata solamente de la política de drogas sino de las drogas en la política [4]. Se desarrolla, por tanto, un conjunto de imaginarios polisémicos de difícil procesamiento para el Estado. Es ahí donde la agenda de seguridad arroja de forma centrífuga a las agencias de la gobernanza civil hacia uno de los extremos: el prohibicionismo. Es decir, descoloca del centro de la política de drogas (salud) a los funcionarios encargados de hacerla.

El cambio repentino del discurso del gobierno en la política de drogas no deja vislumbrar un escenario firme y coherente sino, por el contrario, un conjunto de toma de decisiones volátil e inseguro. No es ningún secreto que muchos gobiernos de América Latina toman sus decisiones a partir de encuestas de opinión, suponiendo que es parte de un ejercicio democrático. No obstante, las transformaciones sociales no siempre tienen las mismas dinámicas de los imaginarios públicos. El matrimonio de parejas del mismo sexo, el aborto, la reducción de las penas en delitos de baja cuantía o la regulación de las drogas no gozan precisamente de un apabullante respaldo popular.

El gobierno de opinión funda sus decisiones en la medición de las principales demandas ciudadanas. La “mano dura” contra las drogas puede convertirse en la más importante patología urbana –en la misma frecuencia que las necesidades básicas insatisfechas–, donde la venta minorista y el consumo difícilmente se desagregan para merecer abordajes distintos. Se cree entonces que atacando lo uno se soluciona lo otro; es decir, con la misma vara que se usa para combatir las drogas se combate de paso a los drogadictos.

El proyecto de reformas al COIP prohíbe la tenencia o posesión de drogas como actividad necesaria para su uso, es decir, descarta fácticamente el derecho a drogarse, desconociendo incluso que para hacerlo –dentro de espacios residenciales– se necesite trasladar por el espacio público. Si lo que se pretende es atacar a los narcotraficantes, en el fondo no se hace más que invalidar al consumidor. Se entendería entonces que el objetivo político es prohibir el consumo mediante la criminalización de la tenencia o posesión con este fin, un golpe frontal al artículo 364 de la Constitución ecuatoriana. Aquello se reconfirma en la misma Exposición de Motivos de este proyecto, donde el presidente de la república de forma expresa señala:

Sostener que no cabe la criminalización porque se permite el consumo en los domicilios equivaldría a crear una dimensión subterránea o aérea para su abastecimiento. Se debe reconocer que el proyecto de reformas comenzó con un techo inconstitucional cuando al menos pudo establecerse otro tipo de medidas para prohibir el consumo en los espacios públicos, echando mano de sanciones menos drásticas como las administrativas. Su entorno es electoral, por ello la elevada imprecisión de sus motivos y pretensiones.

La aparición del sistema penal dentro de las lógicas del consumo de drogas de uso ilícito no solo puede presentarse de forma grosera. A fines de los años ochenta, en Estados Unidos se comenzó a experimentar una peligrosa alianza entre el derecho penal y la salud pública a través de las denominadas Cortes de Drogas o Tribunales de Tratamiento de Drogas (TTD). Mediante este tipo de programas se genera un sistema de premios y castigos para forzar a un consumidor a rehabilitarse bajo la amenaza de condenarlo penalmente. Así, se somete a una persona sospechada/procesada –técnicamente inocente– de la comisión de un pequeño delito a aceptar tratamiento terapéutico; de no hacerlo o de no rehabilitarse, se levanta la suspensión del proceso judicial, con lo cual habría altas probabilidades de ser condenado y sometido a un encarcelamiento convencional.

Este tipo de programas es muy seductor para quienes hacen política pública de drogas bajo el paradigma prohibicionista. Su marketing social difícilmente encontraría resistencia en la ciudadanía, pues el sistema penal no haría más que brindar ayuda a los adictos a través de una especie de justicia terapéutica. Por ende, quizá detrás del ruidoso proyecto de reformas al COIP no haya más que una pretendida introducción a las Cortes de Drogas, un programa donde los consumidores podrían ser tratados como delincuentes.  

¿El fin de la Revolución Ciudadana?

Las contraolas de la política de drogas no hacen más que reflejar la incongruencia de todo un proceso político al final del segundo período de gobierno. Esta no era la característica que posicionó a la Revolución Ciudadana a escala mundial, al menos mediante contundentes decisiones como el indulto a las “mulas” del narcotráfico o la descriminalización constitucional del consumo de drogas ilícitas, medidas que bien pudieron ser comparables con otras como el asilo político a Julian Assange, es decir, en una línea de subalternidad frente a la hegemonía de otros estados.

Un año después de celebrada la 30º Sesión Extraordinaria de la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York (UNGASS en sus siglas en inglés), cuya resolución final invita a la mesura y uso proporcional de los sistemas penales, Ecuador decide destruir el símbolo más importante de los derechos en materia de drogas: el artículo 364 de la Constitución de la República. Así, y a puertas de celebrarse la segunda vuelta electoral, el proyecto para penalizar la tenencia o porte para consumo no hace más que corresponder a la cólera, y quizá lo peor no sea perder una elección sino la identidad…


NOTAS: [1] El Régimen Internacional de Control de Drogas (RICD) está conformado por tres convenciones y tres órganos: a) La Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, la Convención sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971 y la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Sustancias Estupefacientes y Psicotrópicas de 1988; y, b) La Comisión de Estupefacientes, la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes y la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.

[2] Sobre las drogas más puntuadas por su daño total, véase el estudio de D. J. Nutt, L. A. King, L. D. Phillips y el Comité Científico Independiente sobre Drogas, titulado como “Drug harms in the UK: A Multicriteria Decision Analysis”. Este estudio se publicó en una de las revistas más importantes a nivel mundial en la materia: The Lancet – No. 376 (9752), 2010, pp. 1558-1565.

[3] Genevieve Harris, Condenados por los números: cantidades de umbral en políticas de drogas, TNI y IDPC, Ámsterdam y Londres, 2011, pp. 4-8.

[4] Frase esgrimida por Hernán Castillo Bujase en conversatorio “Política de drogas en Ecuador tras un año electoral: posibles escenarios”, Friedrich Ebert Stiftung, Quito (23/02/17)


Jorge Paladines es Profesor de Criminología y Derecho Constitucional de la Universidad Central del Ecuador. Miembro del Colectivo de Estudios Drogas y Derechos (CEDD).