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Siéntase libre de ser un necio

Rosa Parks

 Por Sandra Araya*

Un hombre, en la década de los cincuenta del siglo pasado, a bordo de un autobús, se detuvo, estupefacto, aún indeciso sobre qué debía sentir en ese momento. ¿Acaso aquella mujer negra no iba a levantarse y dejarle su asiento a un hombre blanco? Rosa Parks, costurera, estaba cansada, harta —aún no se ponen de acuerdo los historiadores—, y se negó rotundamente a levantarse de su asiento. Me gusta pensar que luego de su negativa, Rosa agregó un “¡no jodan!”. Y me gusta pensar que entonces todos los blancos enfurecidos sintieron miedo, mucho miedo, frente a esa pobre mujer negra, la minoría, que, en este momento, se transformó en la voz de una mayoría que empezaba a expresarse.

¿Por qué hablar de minorías hoy, si, supuestamente, hemos evolucionado y contamos con términos como derechos y otras imaginaciones? ¿A qué traer a colación la historia de Rosa Parks? En un maravilloso y acogedor espacio llamado Teatro en casa, ubicado en el Centro Histórico de Quito, ponen una obra, Rosa, que va sobre este personaje. Recuerdo que cuando le pregunté al autor de la pieza por qué precisamente hablar de Rosa Parks, una figura que podría resultar lejana a nosotros, él me respondió que la historia de los negros en Estados Unidos es parecida a la de los negros en nuestro país: violencia, opresión. Y es que la historia de la discriminación es universal.

Alguien podría objetarme que yo no soy negra, así que no tengo derecho a hablar de minorías ni de discriminación. Y bueno, diré que sí, soy blanca, pero soy mujer, y ese es otro factor por el que hoy en día puedo considerarme parte de una minoría. Así, propongo esta otra escena, ambientada, vaya coincidencia, en un vehículo de transporte público:

Una mujer rubia (peliteñida, lo admito) se sube a un autobús y detrás de ella se sube un sujeto que pide colaboraciones a los pasajeros «para no volver a delinquir». Aclara en su discurso que las colaboraciones son voluntarias y que la cantidad queda a criterio de cada persona “buena de corazón”. Pero cuando se enfrenta a la rubia peliteñida, el sujeto le susurra, mirándola intensamente y con el rostro muy cerca del de ella, “tú me das un dólar, no menos, rubia”. Cuando la rubia se da cuenta de que el sujeto no solo lleva sus “buenas intenciones” debajo del brazo, sino un amago de arma debajo de la camiseta, pues bueno, no lo manda a volar como hizo Rosa Parks, pero sí le estampa la moneda en la palma de la mano, sosteniéndole la mirada, y diciéndole: “aquí tiene, amigo”.

La cuestión, al hablar de estos ejemplos, que pueden multiplicarse gracias a testimonios diarios de cualquier persona que transite por las calles, de esta u otras ciudades (una ciudad es otra, y así al infinito), sin que por esto se conviertan en héroes ni en íconos de la lucha social, es poner de manifiesto que el término minoría ya no tiene que ver con números, estadísticas, cuadros y datos alejados de las veredas, del ir y venir de la gente de carne y hueso. La minoría, reducida a su expresión básica, es nada más y nada menos que cada una de las personas que habita en este mundo y que por uno u otro motivo se ve discriminada, vejada, al momento en que otra de esas minorías ostenta un poco más de poder, sea económico, político o físico.

A estas alturas, y dados los últimos acontecimientos, no es posible decir que una minoría esté conformada por tal o cual grupo étnico, por una clase social, por un género. Sencillamente, una minoría es aquel sector que está siendo vulnerado por otro, por aquel que tiene poder para hacerlo. Nada más lejos de mi intención que rebatir los conceptos políticos y sociológicos anclados en el imaginario colectivo de los eternos teóricos y debatientes. No, solo puedo escribir acerca de lo que veo, día a día. Nada para mí de “somos más” o “somos menos”. La cuestión no radica en cuántas personas conforman un grupo social, sino en cuánto poder ostentan para decidir sobre su propia vida. La minoría tiene que ver con la potestad. Y con la voluntad, por supuesto, con la libre voluntad de ejercer ese poder sobre otros, o la voluntad férrea de no dejarse llevar por ese instinto de dominación, si es que debemos ponerle un nombre a esas ganas de estar sobre el otro. Es cuestión de querer, nomás. O para decirlo de forma más correcta, quizá deba acudir a un filósofo como Spinoza: “A la impotencia humana de moderar y reprimir los afectos le llamo esclavitud; pues el hombre que está sometido a los afectos, no se pertenece a sí mismo, sino a la fortuna, de cuya potestad depende de tal suerte que muy a menudo, aun viendo lo que le es mejor, se ve forzado a seguir lo peor”. Es decir, si el deseo es dominar, y usted no puede refrenar este instinto, esta ansia loca, es un esclavo, ¿cierto?

Me parece que muchos han dejado en claro que se consideran libres y soberanos al ejercer su poder sobre otros. Sobre las mujeres —negras, indígenas, blancas (con ojos verdes y apellidos raros)—, sobre los hombres —negros, indígenas, blancos—, sobre los que tienen plata, sobre los que no tienen, sobre los que tienen el pelo largo y sobre los que no, en fin, sobre todas esas minorías que de pronto, por obra y arte de la naturaleza que nos empuja al gregarismo, se juntan y terminan por ser una mayoría frente a una minoría que, cosa extraña, se hace la idea de que cada día es más fuerte y más real. Se cree Dios. Una teoría, un nombre que se cree más poderoso frente a las miles de voces que conforman un territorio.

Y esto puede ser allá o acá. Que la historia de la discriminación y la obcecación es universal.


Sandra Araya (Quito, 1980) estudió Comunicación y Literatura en la PUCE. Transita por oficios varios: correctora de estilo, profesora universitaria, fabricante de discos interactivos, organizadora de bibliotecas. Abrió, heroicamente, una pequeña editorial llamada Doble Rostro, que ya cuenta con cuatro títulos. Ha publicado cuentos en las revistas El Búho, Aceite de perro, Big Sur y Ómnibus. También está incluida en la antología Ecuador Cuenta, cuya edición fue coordinada por el crítico Julio Ortega. En 2010 ganó la Bienal Pablo Palacio. Fue editora del suplemento cultural cartóNPiedra en los últimos meses. Tiene una columna en el blog de Ochoymedio Ecuador sobre películas de terror y suspenso, su placer confeso y culpable. En 2014, el sello Antropófago publicó su novela Orange y ahora ya ha puesto punto final a su segunda obra.