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Perdón de Dios por cinco dólares

Foto: César Acuña.
Por César Acuña / @LuzLateraL

A las ocho de la mañana del Viernes Santo, una larguísima fila de fieles católicos delinea la calle Imbabura, en el Centro Histórico de Quito, hasta la entrada del Colegio San Andrés.  Cada uno lleva a la mano su cédula de identidad y una especie de recibo por el valor de 5 dólares, que le permitirá desfilar como cucurucho. Un cura franciscano y varios policías revisan esos documentos y dejan pasar únicamente a quienes los tienen. Del otro lado de esa misma puerta, se ha formado otra fila, en dirección opuesta. En esta, los fieles pagan los 5 dólares a cambio de ese recibo.

Ya dentro del colegio, la mayoría recibe su respectivo traje morado para ser parte de este desfile que representa la mayor expresión de fe católica en Quito.

En la plaza de San Francisco, los curiosos, los vendedores ambulantes, los turistas y los penitentes se multiplican. Muchos se reúnen en las calles Bolívar y Cuenca, donde los pesados crucifijos de madera que más adelante reposarán sobre los hombros de algunos fieles, esperan, casi sembrados en el asfalto. Me parece imposible que una sola persona pueda con los más grandes.

En el patio interior del convento franciscano, un grupo de fieles practica el Vía Crucis. Otros acuden presurosos a confesarse. Afuera, en la calle, hay un hombre que espera el inicio de la procesión envuelto en metros de alambre de púas. Tiene una expresión de tristeza en su rostro y en su pecho lleva colgada una leyenda: «Agradezco a Jesús del Gran Poder por el trasplante de riñón de mi hijo». Cuando disparo mi cámara, veo que su gesto de amargura denota cierta complacencia. Le gusta ser fotografiado. También dentro del colegio, muchos se convierten en modelos idóneos para las decenas de camarógrafos y fotógrafos de prensa. Unos y otros saben que las pantallas de televisión y las páginas de los periódicos los exhibirán ante todo el país durante el fin de semana. Unos esperan con paciencia el inicio de la caminata, otros pocos rezan. Son casi las diez y media cuando alguno de los organizadores pide que los participantes se alisten en columnas de cinco. Un aire de recogimiento nos invade, inevitablemente. El espectáculo está por empezar. «Los hermanos policías ayudarán a las personas a pasar al interior del convento», dice algún otro organizador, y casi de inmediato nos hallamos caminando a través de un oscuro pasaje. Se ha levantado también el ruido de las cadenas que se arrastran. Avanzan, quejándose como si fueran criaturas agotadas, hasta que la luz que se riega en el patio interior del convento nos sorprende casi sin habla. Al entrar al templo, todos a mi alrededor son apenas pares de ojos que miran desde dentro de un traje de luto. Solo quienes cargan los pesados maderos muestran sus rostros.

Un penitente avanza debajo de un madero. Va hundido. Va delante de la cadena cansada que arrastra. Va lento y hundido. Va con cinco dólares menos. Siento que acompañarlo es una manera de hacer más llevadero su peso y hasta llego a creer que así también exculpo mis propios pecados. Luego, me despido. Él continúa con sus penas, yo con las mías.

1 COMENTARIO

  1. Muy buen contenido, pero creo que, en cuanto a fotografías, hace falta algunas de primeros planos de miembros, manos por ejemplo, u ojos que conjugan las expresiones culturales de los seres humanos. Saludos.

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