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Colombia: la paz sin fiesta

El acuerdo definitivo entre el Gobierno de Colombia y las FARC y el alto el fuego bilateral y definitivo se viven con escepticismo y optimismo controlado. Comienza la cuenta atrás para la conversión de la guerrilla más antigua de las Américas con muchas amenazas sobre el terreno.

Acuerdo de paz entre el Gobierno colombiano y las FARC en La Habana. / PRESIDENCIA DE LA REPÚBLICA MEXICANA.

Por Paco Gómez Nadal

Este artículo fue publicado originalmente en nuestro medio aliado Diagonal.

La banda sonora al anuncio del cese al fuego contra las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) hecho por el Gobierno y por la propia guerrilla fue decidida por decreto. “Por orden del señor ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, el 28 de agosto a las 00:00 horas se deben sonar las sirenas como símbolo del acuerdo de paz y homenaje al cese bilateral el fuego”. La circular enviada por la Dirección Nacional de Bomberos a todos sus voluntarios no se cumplió en todos los rincones de Colombia porque en este país nada es homogéneo y, por ejemplo, los cuarteles de Cali retiraron hace años las sirenas por las molestias que causaban a los vecinos.

El acuerdo de paz final alcanzado por las partes en La Habana el pasado martes 23 de agosto pasó en silencio en una de las principales ciudades del país en lo que podría simbolizar la apatía con la que la población urbana enfrenta este proceso que, según recuerda el periodista Alfredo Molano, “pone fin a un ciclo histórico que arrancó con el asesinato de [Jorge Eliécer] Gaitán en 1948”.

La guerra en Colombia no acaba con estos acuerdos, pero sí se desinfla. De hecho, los últimos 13 meses ya han sido los menos sangrientos desde que comenzara el choque armado entre esta guerrilla y las fuerzas armadas hace 52 años. La desinfla aunque en el territorio sigue activa la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), decenas de grupos paramilitares (encabezados ahora por el conocido como Clan Úsuga), narcotraficantes de todos los pelajes y un esquema de poder local que encuentra sus raíces en el sistema de gamonal.

Hoy, al menos, dos países asisten al aluvión de propaganda con la que se precalienta la campaña para el plebiscito en el que la ciudadanía deberá ratificar o tumbar estos acuerdos, y que se celebrará el domingo 2 de octubre. Uno es urbano y trata de sobrevivir muy lejos de la guerra, agobiado por el desempleo, la informalidad laboral (cerca del 70%) y la falta de servicios públicos (el 27% de la población urbana tiene las necesidades básicas insatisfechas-NBI).

Ese país conoce la guerra como algo ajeno a través de unos medios de comunicación concentrados (el 58% de todos los medios está en manos de tres empresarios) que han contado las negociaciones de La Habana en clave de choque político entre el actual presidente, Juan Manuel Santos, y el exmandatario que lidera al sector más guerrerista del país, Álvaro Uribe Vélez. La Colombia urbana no se cree casi nada y tampoco siente la urgencia de esta paz negativa (el fin de las armas) que llevará décadas traducir en paz positiva (el cambio en los asuntos estructurales).

La Colombia rural, con un índice de NBI del 70%, sí ha celebrado con prudencia los acuerdos y el alto al fuego. Es en sus veredas y ríos donde la guerra ha sido insistente y devastadora y son sus pobladores (el 32% del total de colombianos pero que ocupa el 94% del territorio nacional) los que pueden imaginar el significado de un cese al fuego de algunas de las partes que guerrean en el complejo tapiz de esta guerra enquistada.

La Colombia rural, con un índice de NBI del 70%, sí ha celebrado con prudencia los acuerdos y el alto al fuego. Es en sus veredas y ríos donde la guerra ha sido insistente y devastadora

“Pienso que en este país nadie que no pase hambre sabe lo que es la guerra, que es más que las armas. Por eso somos nosotros, las gentes abandonadas del campo, los que podemos entender qué puede significar esa palabra ‘paz”. Una lideresa afrocolombiana participa en un taller de comunicación popular justo el día del cese al fuego y explica con cautela la alegría contenida de unas celebraciones que no se sienten en las calles del país. “Es que los que hemos nacido en el conflicto, escuchando petardos (bombas), viendo cómo desaparecían a familiares, con zozobra todo el tiempo… a nosotros nos cuesta mucho confiar en que este acuerdo vaya a terminar bien”, matiza otro líder.

No son los únicos que dudan ni son los únicos que, bajando la voz, también se preguntan sobre las consecuencias de la dejación de armas de las FARC. Un líder de la golpeada ciudad de Buenaventura, donde se encuentra el principal puerto del Pacífico, advierte de los otros riesgos: “Aquí tenemos 14 megaproyectos económicos amenazando y la retirada de la guerrilla puede que sólo beneficie al gobierno y a las empresas”. Pero matiza que, “de todas formas, hay que apostarle a este proceso porque necesitamos que pare la guerra y saber que nos toca seguir haciendo resistencia”.

Lo acordado

Lo acordado en La Habana supone un fuerte impulso a la democratización del país, dando continuidad al anterior proceso constituyente que refundó la República en 1991 como resultado de la desmovilización de la guerrilla del M-19. Es decir, ni éste es el primer proceso de paz ni éste es el primer intento de cambiar las cosas.

Entonces, hace 25 años, como ahora (con un acuerdo de 297 páginas y decenas de leyes y cambios legales), se “escribió” una nueva Constitución que luego no se tradujo al 100% en la realidad. Entonces, como ahora, quedó un tema diluido en la agenda: la reforma agraria.

“Pienso que en este país nadie que no pase hambre sabe lo que es la guerra, que es más que las armas. Por eso somos nosotros, las gentes abandonadas del campo, los que podemos entender qué puede significar esa palabra ‘paz”.

En La Habana fue el primero de los cinco puntos tratados y el resultado es un impulso al agro que no deja afuera a los pequeños campesinos pero que tampoco modifica la injusta estructura agraria que ha sido una de las bases de todos los choques entre Estado y subversiones en los últimos 100 años. El 77% de la tierra está en manos de un 13% de propietarios y, en los últimos dos años, los pequeños campesinos fueron despojados de unos siete millones de hectáreas en lo que se podría denominar como “contrarreforma” agraria ejecutada por el paramilitarismo y los grandes propietarios. Los acuerdos prometen distribuir tierra gratuita a los campesinos, titular las propiedades y apoyar el desarrollo de zonas abandonadas y dar un impulso a las infraestructuras rurales.

Las FARC, al igual que el Gobierno, han apostado más bien por las reformas que tienen que ver con el sistema político y la participación en él. Quizá esto tenga que ver con la voluntad de la guerrilla de convertirse en bloque en movimiento político. “Ahora, con el bloqueo de la guerra, nos toca seguir la lucha por otros métodos”, me resumía un alto comandante de la guerrilla hace apenas seis meses.

Otro de los ejes del acuerdo tiene que ver con las víctimas del conflicto y con los procesos de verdad, justicia y garantías de no repetición. Las propias víctimas han logrado incidir bastante en una mesa de negociación que, en principio, no las había invitado a sentarse.

Un cuarto capítulo ha sido el delicado asunto de las drogas ilícitas y, finalmente, el acuerdo del fin del conflicto, que incluye todos los mecanismos para la desmovilización de la guerrilla y la entrega de las armas, que, de ir todo bien, se produciría en 180 días.

Lo que viene

Las FARC ya comenzaron a agrupar a sus hombres y mujeres (unos 8.000 alzados en armas) desde hace 10 días y prepara su Conferencia Nacional Guerrillera para entre el 13 y el 19 de septiembre. Será allí donde los comandantes y guerrilleros deberán ratificar el acuerdo alcanzado en La Habana. El 20 de septiembre se pondrá en marcha el llamado Plan Democracia, para garantizar la seguridad y transparencia de cara al plebiscito del 2 de octubre. La firma protocolaria del acuerdo se hará antes del 26 de septiembre y ahí será cuando se entregarán las coordenadas para la concentración de todos los miembros de las FARC en 23 zonas de concentración pactadas en La Habana.

La seguridad de los desmovilizados será uno de los asuntos clave porque la memoria carga el fantasma del genocidio de la Unión Patriótica cuando, a finales de los años ochenta del siglo pasado, unos 5.000 militantes y cargos del partido de izquierdas resultante de un acuerdo con las FARC fueron exterminados uno a uno.

Para ello no es un tema menor el desmonte de los grupos paramilitares, atomizados y bandelorizados desde que Álvaro Uribe pusiera en marcha un cuestionado proceso de desmovilización que supuso un plan de reconversión de esos grupos de mercenarios al servicio de poderosos y traficantes.

Mientras todo esto ocurre, se hacen intensas gestiones para tratar de poner en marcha la mesa pública de negociaciones con el ELN y se buscan los recursos económicos imprescindibles para el postconflicto. El desplome de los precios del petróleo y la crisis económica que vive Colombia amenazan el éxito del plan de acción de choque previsto en 147 municipios prioritarios por lo golpeados que salen del conflicto armado.

En todo caso, ahora todo depende del plebiscito vinculante del 2 de octubre donde el voto no será obligatorio, como sí lo es en los procesos electorales, y en el que es imprescindible dotar al acuerdo de legitimidad en las urnas y torcer la intensa campaña por el ‘no’ del uribismo que pretende convertir la cita en las urnas en una batalla entre Santos y el propio Uribe.

“[El acuerdo] es imperfecto, [las comunidades] no somos las más beneficiadas pero tenemos que apoyarlo para comenzar a luchar en nuevos espacios políticos, más democráticos, menos violentos, es el momento de tener esperanza”, le dice a un grupo de gente de base una colombiana que tras 17 años de exilio ha vuelto a esta Colombia en construcción. La campaña por el ‘sí’ se la han echado a los hombros las organizaciones sociales y en cada vereda, en cada barrio, en cada colectivo, son líderes y lideresas anónimos los que están haciendo “pedagogía de paz”. O, quizá, sólo del final de una de las muchas guerras de Colombia. Esta paz aún no tiene su fiesta y no la tendrá hasta que la confianza reventada a punta de plomo en estas seis décadas no comience a ser reconstruida.


PACO GÓMEZ NADAL es periodista independiente, autor de ‘La guerra no es un relámpago’ y coordinador de la Escuela de Comunicación Alternativa en Colombia.