Inicio Mundo ¿Cómo viven los que apuestan su futuro a encontrar una piedra verde?

¿Cómo viven los que apuestan su futuro a encontrar una piedra verde?

En el departamento colombiano de Boyacá, al norte del país sudamericano, la minería da de comer a muchos. Pero son muchos más quienes entregan su vida a la buena fortuna. Los habitantes de esta zona pueden pasar meses enteros, años, a veces, picando la montaña de manera ilegal en busca de una piedra de esmeralda que resulte rentable. Mientras tanto, las grandes empresas lucran legalmente y a gran escala de la explotación de la piedra verde. El cronista Sinar Alvarado nos cuenta lo que implica vivir dentro de la roca en busca de un golpe de suerte.

Foto: Felipe Abondano

Por Sinar Alvarado / @sinaralvarado

La Empresa no puede saber que estamos aquí. Todo esto es de ellos —dijo Josué.

Acabábamos de trepar por un costado de la montaña, a 20 metros del suelo, y estábamos agachados en una cornisa donde apenas cabíamos.

—Aquí toca trabajar de día, porque de noche vigilan con perros.

Pendientes de no resbalar, veíamos los huecos que los mineros habían perforado en la pared de piedra como ventanas disimuladas bajo las ramas de los árboles.

—Por eso uno hace la boca del corte así: angostica, que no se vea. Apenas pa’ meterse uno acostado. ¿Entramos?

Foto: Felipe Abondano.

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La esmeralda es un capricho de la naturaleza: uno de tantos. Es un berilo, un mineral incoloro que no tendría encanto si no fuera por el cromo, que le da su verdor. En ciertos lugares (Zambia, Brasil, Zimbabue, Pakistán), estos ingredientes se juntan y forman la piedra. La esmeralda se anida en zonas donde hay granito, mica o estaño, pero en Colombia —otro capricho— prefiere las vetas de roca caliza. En esas líneas blancas que cruzan la piedra, los guaqueros afincan sus manos ansiosas.

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—Si La Empresa se da cuenta, enseguida vienen y tapan. Casi siempre tapan con máquina, cuando está bajito. Aquí les toca subir y meter pólvora —dijo Josué.

Seguíamos agachados en la boca del corte, listos para entrar, mientras él ajustaba una linterna en su casco.

—Si le tiene miedo al encierro, mejor no se meta. El guaqueo no es pa’ cualquiera —dijo y se zambulló en el túnel. Josué —60 años, bigote negro, más de 40 en la minería— empezó a arrastrarse entre jadeos y crujidos de piedras que se movían al pasar. Lo último que vimos fueron sus botas de caucho, engullidas por la oscura garganta de la montaña.

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Mucho antes de que mandara Víctor Carranza, incluso antes de Colón, la esmeralda ya tenía valor en estas tierras. A los muzos, indígenas violentos que habitaron el occidente de Boyacá, les atraía su brillo y la usaban como ornamento. Pero fue más tarde, durante la Colonia, cuando empezaron a exportarse. Este saqueo desató los primeros conflictos alrededor de la piedra, pero las guerras más cruentas germinarían varios siglos antes de estallar.

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—Aquí trabajamos entre varios. Mínimo venimos tres, y afuera siempre se queda uno, por seguridad. Ese es el que avisa por si vienen a tapar. Ese avisa que adentro hay gente —dijo Josué sin alarma.

Detrás de él cruzamos la garganta del corte y recorrimos agachados un esófago de 10 metros hasta desembocar en un hueco del tamaño de media alcoba. Entonces fue la duda: decidir si uno puede tolerar la oscuridad, la estrechez, el calor y la humedad. Mejor dicho, acostumbrarse a una tumba.

Entre goteras que se filtraban por muchas grietas, el guaquero se dejó caer en el estómago del túnel y buscó entre las piedras sus herramientas (maceta y cincel).

—Yo las dejo escondidas pa’ no cargar con ellas —dijo Josué y de una se puso a martillar.

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Entre los años setenta y noventa, varias empresas, dirigidas por Carranza y otros patrones, explotaron las mejores vetas a sus anchas: con maquinaria derribaron montañas enteras en busca de la piedra esquiva. Trabajaron bajo tierra, horadando el vientre de los cerros; pero también a cielo abierto y generaron un impacto ambiental que todavía se ve. Así reunieron grandes pilas de tierra y desechos donde quedaron gemas de menor valía: guijarros diminutos o de un verde pálido que solo podían alegrar a los desesperados. Varias veces al año botaban eso y los guaqueros se arrojaban para esquilmar durante meses. Así, conservando la presa y regalando el pellejo, los patrones apaciguaron el hambre de miles.

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Con cada golpe de la maceta, el cincel le sacaba chispas a la roca. Y el sonido, atrapado en esa caja pétrea, rebotaba en todos los rincones. Al eco se sumó un rumor que venía de la entrada: era Damián, el otro guaquero, que llegó gateando para relevar a su compañero. Había pasado solo una hora, pero ya Josué sudaba a chorros.

—Así fue que hicimos esto: a pura maceta y cincel. Desde el primero de enero le estamos dando —dijo Damián antes de martillar.

Ambos tenían clara la fecha porque el Día de Reyes habían conseguido la única piedra.

—Sí, una solita —confirmó Josué—. Pero hay que seguirle dando. Uno sabe que toda esta tierra tiene harta piedra.

Foto: Felipe Abondano.

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Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística de Colombia (Dane), 9000 personas viven en Muzo: 5000 en el área urbana y 4000 en la periferia. La gente en edad productiva podría hacer muchas cosas, pero no hay: la desocupación ronda el 40 %. Entre quienes trabajan, tres de cada cuatro se dedican a la minería; el otro, a la agricultura o a la ganadería.

Las minas, ahora más tecnificadas y siempre en pocas manos, ofrecen cada vez menos oportunidades. Quienes llegaron al occidente de Boyacá en busca de fortuna han emigrado hacia nuevos destinos. Y mientras el resto de Colombia se multiplica, la población aquí desciende. Entre los que quedan, según el Departamento Nacional de Planeación (Sisbén), vegeta un grupo de ancianos: el 3 % de los habitantes en Muzo está por encima de los 70 años. Entre ellos, el 70 % vive en la indigencia.

El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Universidad Santo Tomás evaluaron las posibilidades que tiene Boyacá de cumplir los Objetivos de Desarrollo del Milenio. Ha reducido el número de personas que vive por debajo de la línea de pobreza, pero es casi el último departamento del país en ingresos; solo Chocó y Sucre están peor. Los boyacenses, además, tienen dificultades para acceder a los servicios públicos.

Hoy en el pueblo hay un solo banco y mucho comercio menor: hotelitos, droguerías, salones de belleza y ventas de comida rápida. En Muzo llueve con frecuencia, y así mismo suele irse la luz: de noche, los lugareños ven caer el aguacero con resignación, parados en los umbrales de las casas iluminadas con velas. O simplemente a oscuras.

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Damián —barba blanca, 72 años, medio siglo en las minas— hablaba en susurros, y con su voz pedregosa señaló unas líneas pálidas que cruzaban la roca oscura:

—La esmeralda siempre aparece en la veta, uno ahí le da cincel y la busca. El terreno va diciendo y ahí vamos buscando. El guaquero es un geólogo empírico: de tanto trabajar la piedra, aprende a conocerla.

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En julio de 2014 conocí a Miguel Antonio en la zona de las minas. Era un guaquero novato que aquel día llevaba cinco horas moviendo grava en el río. Estaba molido; no parecía hecho para ese oficio.

—Yo soy pastelero —dijo con ironía—. A esta hora estaría vestido de blanco, con las manos llenas de harina, de salsas, tomando jugo en Bogotá. Y míreme.

Miguel Antonio abrió los brazos y mostró su ropa curtida, sus manos partidas.

—Las esmeraldas son una aventura. Aquí nadie sabe pa’ quién trabaja. A lo mejor usted echa pala varios meses y no encuentra nada. Después llega otro y saca una piedra enseguida. Aquí la gente se mete y no sale hasta que no se enguaca. Porque uno llega buscando fortuna. ¿Con qué cara se devuelve más pelado? Yo llegué y pasé trabajo, pero a los ocho días tropecé con una piedra buena: dos millones y medio de pesos. Imagínese, después de estar años ganando el mínimo. Uno enseguida dice: “Uy, esto es bueno” y se gasta meses sin ver una esmeralda. Pero uno sigue apostando.

En abril de 2015, caminando por el río, encontré de nuevo a Miguel Antonio. Vaciaba el mismo recipiente con piedras, como si no se hubiera movido en todo un año.

—¿Se amañó por aquí?

—Bueno, amañado no. Pero aquí seguimos.

—¿Y ha sacado algo?

—Sí, dos piedras. En noviembre del año pasado, una de 23 millones que partimos entre siete. Y en febrero otra más pequeña.

—Sigue aquí entonces.

—Claro, toca seguir. Quién quita que saquemos una grande. Ahí monto mi panadería o arriendo una. Y ahí sí me voy.

Palabras más, palabras menos, eso dicen todos.

Foto: Felipe Abondano

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Josué y Damián, boyacenses, pertenecen a una minoría que llegó desde muy cerca. Los demás, la inmensa diáspora que colmó las minas, viajaron desde rincones apartados del país atraídos por la promesa de la riqueza súbita.

Josué, mientras veía martillar, dijo que era necesario confiar en algo más grande que uno:

—Aquí nos metemos y nos encomendamos a nuestro padrecito lindo y a la santísima Virgen de la medalla milagrosa.

Damián, mientras se detenía para que se escuchara su voz, dijo que ellos, junto a otros amigos, trabajan en sociedad:

—Si encontramos algo, se reparte entre los que estamos. Por eso toca tener un buen compañero, tener confianza. Saber que no lo van a robar.

Los guaqueros traban alianzas y cada uno aporta lo que puede: herramientas, botas, cascos, comida. Y así financian su pequeña empresa.

—Ya no hay planteros. Antes, el que tenía plata financiaba, y cuando se sacaban las piedras, el plantero cobraba su ganancia. Pero eso ya se acabó.

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Se diría que aquí cualquiera maneja fortunas. Todos hablan de millones: desde los compradores que se reúnen cada mañana en La Playa, frente a las minas, entre puestos que venden sopa y carne asada, hasta los guaqueros empecinados. Viven con el símbolo del peso grabado en los ojos, como las putas que los reciben cuando se enguacan. Pero casi todos siguen atollados en la miseria. Son los ricos más pobres que he visto.

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—Damián, ¿cuánta tierra tenemos encima?

—Por ahí 30 metros. O más.

—¿Y hasta dónde se meten los guaqueros?

—No hay límite. Mejor dicho, sí hay: hasta donde alcance el aire. El guaquero es como un topo o como un buzo. El único límite es el aire.

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Varios caseríos han prosperado —es un decir— junto al río Minero. Mata de Café, uno de ellos, reúne un centenar de casuchas con techos de lata construidas en el cerro sobre un precipicio. A un costado funciona la empresa Texas Mineral. Y abajo están los guaqueros, con sus palas en el lecho de aguas oscuras. Para entrar y salir del pueblo hay dos vías: el río y un largo puente colgante de tablas que solo inspira desconfianza. Por ahí cruzan los guaqueros y sus familias, con 50 metros de abismo bajo sus botas embarradas. Sus vidas transcurren entre las piedras que hurgan en busca de riqueza y la miseria de sus hogares: sitios oscuros, con niños y perros flacos que se disputan por las tardes las callejuelas rotas.

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—Esto lo hemos trabajado de día, siempre de día. Yo llevo ocho años dándole a este barranco. No continuo, pero sí seguido. Cada tanto vuelvo y busco —dijo Josué.

—Va pintando bonito por ahí, sígale dando —dijo Damián.

Foto: Felipe Abondano.

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Las estadísticas dibujan un esbozo del riesgo que se corre en la minería. Solo en 2014, hubo 87 tragedias mineras en Colombia y 120 personas murieron. En mayo, 16 hombres quedaron atrapados mientras buscaban oro en Riosucio, Caldas. Y el azar de buscar esmeraldas, que pocas veces enriquece a los mineros, tampoco beneficia a sus comunidades: Muzo recibió en 2013 solo 116 millones de pesos de regalías por su explotación. Pero son solo números. La cara del infortunio es menos aséptica.

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Josué, como tantos, se enguacó hace muchos años y coronó una pequeña fortuna. Pero a él, como a tantos, también se le acabó:

—Me fui donde las muchachas; buena comida y whisky. Salí a los tres días. Después estuve paseando y en eso me gasté más de la mitad. Con esa plata yo me hubiera puesto a negociar, pero no supe. Y nunca más tuve capital.

Él dice que los buenos tiempos ya se fueron:

—Esto es pa’ gente joven, no pa’ trabajar a los 60 años. Y fíjese: es cuando más duro le ha tocado a uno. Aquí ya no hay trabajo. Las empresas de las minas lo que reciben es juventud. Si a mí me sale un trabajito de celador, yo me voy.

Buscar esmeraldas durante 40 años para terminar anhelando un salario mínimo. Así de cruel.

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Los pueblos mineros de Boyacá viven una transición: la época de los grandes capos por fin está quedando atrás. Los distintos clanes se enfrentaron en la famosa Guerra Verde, que produjo más de 3000 muertos en los ochenta. Muzo aprendió a convivir con la violencia, hasta que la Iglesia promovió un armisticio y se firmó la paz en 1990. Así ha pasado el tiempo, pero la muerte de Carranza desató nuevas ambiciones, y en los últimos tres años ha habido más de 20 homicidios. Ahora, sobre todo en los medios, muchos dicen que una nueva guerra se está incubando.

La gente común en Muzo, muy afectada por el estigma, niega la existencia de un conflicto armado: “Esas son deudas entre los duros, más nada”. Dicen que este es un buen vividero, un pueblo tranquilo donde cada tarde van y vienen hombres teñidos de negro, como zombis de ojos rojos, que acarician en las manos el verde de su salvación.

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Damián y Josué picaron piedra esa mañana durante dos o tres horas: la jornada usual. La guaquería no puede hacerse ocho horas: no hay cuerpo que lo resista. Muchos mineros trabajan en los cortes clandestinos media jornada y luego se van al río a echar pala bajo el sol. Después, si hubo suerte, se embrutecen con guarapo y cerveza tibia. Los dos guaqueros, agotados, abandonaron el corte con las manos vacías. Pero no se veían desanimados.

—Aquí es así: sale uno mamado, después de darle muy duro y sin nada. Cuando va con una esmeraldita en el bolsillo, pues qué bonito —dijo Josué mientras fumaba. Acababa de bajar por un costado del cerro, como en un tobogán por encima de las piedras, como si fuera fácil.

Damián organizaba las herramientas a su lado:

—El día que hay piedra es la excepción. El 90 % del tiempo, o más, no se saca nada. Esto ya no es rentable. Todos estamos buscando salida, pero no hay por dónde.

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Una semana después de nuestra visita estalló un nuevo conflicto. Varios guaqueros venían explotando un corte clandestino y un buen día se enguacaron. De allí salió la noticia y se regó en pocas horas. Apareció gente de Muzo, que está a 14 kilómetros de las minas por una vía destapada; apareció gente de Maripí, de Quípama y de otros pueblos mineros. Se dice que hubo 1000, 2000, 3000 personas. Se dice que sacaron piedras valiosas, de muchos millones. Hasta que llegó la ley.

El corte estaba ubicado sobre propiedad privada, como casi toda la tierra en esa zona. Los dueños se enteraron, y con ellos llegaron la policía, el Esmad y el ejército. Lanzaron gases y solo así disuadieron a la multitud. Ocho días duró la rebatiña.

En Muzo se vendieron muchas piedras de calidad en los días siguientes, y toda esa mercancía terminó en el mercado de Bogotá.

Para evitar nuevos incidentes, varios empresarios ofrecieron oportunidades: “Botaremos tierra cargada de piedras, como en los viejos tiempos”. Pero no han cumplido. Y en el pueblo —dice Germán Albornoz, guaquero y maestro de escuela—, no demora en prenderse una nueva rebelión. “En cualquier momento se vuelven a meter”.

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Josué y Damián tienen a sus hijos en Bogotá. Ambos se sienten afortunados por haberlos alejado de esta vida incierta. Hoy podrían estar como ellos, echando pala sin éxito o compitiendo por un puesto en las minas, con un salario que apenas supera el millón de pesos, en el mejor de los casos. Las mujeres estarían preñadas, en casa, esperando a que sus maridos volvieran con las manos vacías.

Aquella mañana el sol calentaba mientras nos alejábamos del corte. Dejamos atrás las tierras de La Empresa y caminamos por el cauce del río Minero, donde nos cruzamos con decenas de guaqueros que hurgaban entre el cascajo. Íbamos dando brincos, vadeando la corriente oscura, con la vista fija en el suelo.

De pronto Josué se detuvo y recogió una especie de canutillo que estaba confundida entre la tierra. Era una esmeralda en forma de cilindro, sin valor comercial, más pequeña que un grano de arroz. Había que aguzar la mirada para detectar semejante miniatura, pero Josué la descubrió enseguida.

—Aquí uno mantiene la vista todo el tiempo reflejada. El verde es verde —dijo y siguió su camino.

 


Sinar Alvarado (Colombia, 1977), cronista independiente, escribe para The New York Times en español, Univisión, Gatopardo, SoHo, Semana y El Malpensante. Su libro Retrato de un caníbal ganó el Premio de Periodismo de Investigación Random House Mondadori. Uno de sus trabajos fue finalista del Premio a la Excelencia Periodística de la Sociedad Interamericana de Prensa en 2015. Dicta talleres de periodismo narrativo desde 2006. Su trabajo figura en varias antologías de crónica latinoamericana. Sinar dictará su taller Cuentos de verdad, sobre crónica periodística, en Quito, los días 14, 15 y 16 de junio. (*Esta crónica fue publicada originalmente en Revista Soho bajo el título «¿Cómo viven los que apuestan su futuro a encontrar una piedra verde?»)