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Impotencia, dolor y muerte en Pedernales

Las primeras horas después del sismo del pasado sábado 16 de abril, en Ecuador, estuvieron llenas de súplicas y de esperanzas quebrantadas. La desesperación por rescatar cuerpos vivos hizo que voluntarios desde todo el país llegaran al sitio. Esta crónica relata esos primeros momentos en la zona del desastre.

La primera caída de sol después del terremoto del 16 de abril, junto al malecón de Pedernales. Foto: Diego Cazar Baquero

Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar

“¡Silencio total, silencio total! Si hay alguien que me escucha, dé un grito o golpee dos o tres veces!”. No hay respuesta, pero la bombero Anita German, de 26 años, insiste, llama, busca. Nadie responde. Por entre las losas se asoman cobijas, mochilas y camas. “Somos el Cuerpo de Bomberos de Quito. Si alguien me escucha, grite o golpee algo”.

Las operaciones de rescate en Pedernales se concentraron en el Puesto de Mando Unificado, instalado en el estadio Maximino Puertas. El bombero Hugo Parra era el encargado del turno y sostenía una reunión para definir las acciones del personal de Fuerzas Armadas, Secretaría Nacional de Riesgos, Ministerio de Salud Pública, Cruz Roja, Cuerpos de Bomberos y demás organismos de emergencias.

Hasta el lunes 18 de abril, la cifra de fallecidos en Pedernales fue de 148. La Fiscalía hizo pública la lista preliminar de muertos.

Con la experiencia de haber sido coordinador de Capacitación del Cuerpo de Bomberos de La Concordia hasta antes de que la tierra se sacudiera, Hugo había dispuesto la conformación de cinco albergues en Pedernales para recibir a alrededor de 2.600 damnificados por el terremoto de 7,8 grados en la escala de Richter que sacudió al país el sábado 16 de abril. “A ver, nos quedan tres horas de claridad –anunció, categórico–, tenemos que aprovechar eso porque todavía hay gente viva. El objetivo de hoy es sacar la mayor cantidad de personas vivas”.

Pero al estadio no dejaban de llegar los cadáveres. Entre tres y cuatro hombres cargaban los cuerpos hasta los baldes de las camionetas. Los cubrían con sábanas, con fundas, con lo que sea; uno, dos, cinco, siete, doce cuerpos. Todos eran ubicados juntos en el flanco noroccidental del campo, donde se dispuso provisionalmente una especie de morgue.

Hasta la tarde del lunes 18 de abril, la cifra oficial contaba 413 fallecidos.

Una mujer se acercó tímida a la carpa principal del estadio, donde se instaló la mesa de operaciones. Parecía que estuviera haciendo equilibrio con su cuerpo grande sobre las dos agujas de sus piernas. Al llegar al comité, el solo intento de hablar le hizo romper en llanto: “Es que… tengo una hija en Jama y no puedo comunicarme… No sé qué hacer…”. Un miembro de Cruz Roja se levantó de inmediato y se la llevó a caminar un poco, para explicarle que todo aún es incierto.

–Vea, señor –dice una mujer adulta con una pareja de veinteañeros que no sabe si lo que está ocurriendo es o no parte del mundo de los sueños–. Estos esposos tienen dos cadáveres en la casa, una abuelita y una niña de once meses. ¿Cómo podrán hacer para ver si se les entierra? Nos dijeron que aquí nos pueden ayudar…

–A ver, nos van a llegar ya mismo unos ataúdes de Santo Domingo… ¿Ya les sacaron de los escombros o todavía están trabajando?

–No, no, ya están…

La mujer hizo un gesto con los dedos que bien podrían servir para aprobar la pinta de la parejita antes de su boda.

–Ah, entonces, esperemos un poquito, ya a la tarde llegan las cajas, para que usté les traiga y después ya les lleve nomás…

–Ah, ya, ¡muchas gracias! Ya vienen ellos, entonces…

Y decenas de historias en seguidilla: Hugo, disculpa, tengo un embarazo de 36 semanas, y como solo está disponible esa ambulancia quisiera saber si pueden llevarme a Santo Domingo… Buenas tardes, vengo a averiguar de un niño perdido…

Ante el silencio inicial de las fuentes oficiales, el momento del terremoto, las redes sociales se dieron a la tarea de difundir la información del Instituto Geofísico y la que surgía en las ciudades principales.

Cerca de ahí, en medio de los escombros, el operador de una pala mecánica espera la orden del que se hace llamar el jefe de la maquinaria pesada y de los bomberos. “¡No hay señales de vida –suelta uno de ellos–, vamos a mover la losa de arriba!”.

Los operadores de los tractores encienden motores y empiezan a remover lo que alguna vez fue una casa de tres pisos. Los vecinos se cubren nariz y boca –algunas mujeres lo hacen para llorar despacio– y espían entre la polvareda en busca de una mano, una pierna, un brazo, una cabeza.

Nada.

***

El sol sigue mirando igual. Las golondrinas sobrevuelan un malecón lleno de arrugas y adoquines como escamas y la tarde decide morirse también. Entre el olor a carne ahumada y a orines, Pedernales se hunde en la penumbra y se siente más amortiguada. Algunas familias que perdieron sus casas han improvisado camas comunales en el parque central del pueblo y alumbran la llovizna con unas cuantas velas. Otros han preferido dormir junto a lo que queda de sus casas, por temor a sufrir saqueos. El encargado del panteón ese día se me acerca hablando bajito y dice que ya no puede más. “No se olviden de nosotros”, le pide a alguien mirando hacia arriba.

Pasadas las siete de la noche del domingo, personal del Municipio de Santo Domingo y grupos especializados de rescate llegaron junto a lo que parece haber sido una tienda de víveres. “Ahí mismo está Jairo, si ya más antes lo escucharon gritar”, dice un muchacho de unos nueve años desde una camioneta que se ha convertido en el símbolo trágico que lleva a los muertos hasta el estadio.

–¡Jairo! –grita el rescatista.

–¡Silencio total, por favor! –exige otro a la vecindad que rodea el sitio. Al callar, en las otras esquinas del pueblo se oye el rechinar de las palas mecánicas, el ronco croar de las rocas y el agrio chirrido de las varillas.

Aquí, los vecinos están seguros de que Jairo está vivo. “¡Ahí está alguien de azul”, alucina uno. “Si no van a querer entrar avísenme a mí, pues, para entrar yo mismo”, agita otro. “¡Sí, que venga un marino!”, le contesta un tercero, pero finalmente se impone la voz del rescatista: “¡Silencio total, silencio total! Si hay alguien que me escucha, dé un grito o golpee dos o tres veces!”…

La noche del domingo se supo que localidades costeras como Jama, Chone, Bahía de Caráquez, Flavio Alfaro y varias más necesitaban rescatistas y equipos de asistencia médica.

Una cuadra más lejos, un hombre pide una máquina adicional para sostener una estructura que está a punto de aplastar a un sobreviviente.

El asteroide

Pablo Z. y su esposa, Silvia R., vivieron los últimos 20 años en El Carmen, un caserío costero muy cercano a la zona del desastre. Los tres hijos que tuvieron crecieron aquí, en esta misma vivienda, y cuando llegó el mandato de la vida, se marcharon para formar sus propias familias. Desde entonces, Pablo y Silvia vivieron solos la llegada a los cincuenta.

Pero la tarde del sábado 16 de abril ellos se volvieron a reunir alrededor de lo que quedó de esa casa que alguna vez tuvo dos pisos y una terraza. Hoy luce derramada sobre la ladera. La suerte fue generosa con ellos, pues les permitió salir a tiempo, justo antes de que esos años de hierro y concreto se vinieran abajo, pero el rito de amor esta vez se asemejaba a un velatorio sin cuerpo presente. “Estamos muy apenados –murmuraba Pablo, con una vocecita que se desvanecía entre el viento tibio del litoral–, nos quedamos así, en la calle, sin nada”. Mientras lo decía, dejaba que decenas de vecinos se acercaran para abrazarlo, para acompañarle unos minutos a contemplar consternados cómo toda una vida se había vuelto ruinas. En eso, uno de ellos le ofreció un departamentito pequeño para que pudiera mudarse con Silvia.

El cadáver de este funeral fueron los recuerdos atrapados bajo el cemento, en el entramado de las cortinas de la sala –ahora mordidas por las losas–, en la camioneta aplastada por el techo, en la cocina quebrada y en los esqueletos estropeados de un par de camas.

Uno de los hijos de este matrimonio iba de un lado a otro en medio de los escombros de su juventud –la camiseta mugrosa como su rostro, los pantalones también rasgados– y miraba de reojo a su papá, como si quisiera evitar desplomarse de dolor al verlo resignado, cruzado de brazos, débil y bueno en sus arrugas de sesentón. Más luego el joven me preguntaba, aturdido como se aturde el que recién regresa del sueño profundo: “Pero, ¿qué es lo que fue esto, un asteroide?”.

***

Antes de que el sol del domingo asomara, decenas de familias damnificadas se trasladaban por las carreteras ecuatorianas en camiones cargados de sábanas, ropa y colchones. Buscaban zonas más altas, iban hacia Santo Domingo o hacia Quito. Y desde Santo Domingo, muchas familias volvían desconsoladas y rotas hacia Pedernales, a riesgo de lo que sea, en busca de los suyos o de los restos que quedaban de ellos.

La guerra

Esperanza Moreira, quien hace años se trasladó a Santo Domingo, desde su natal Pedernales, no era capaz de articular ideas completas luego de pasar una de las noches más horrendas de su vida. Santo Domingo –como gran parte del país– quedó en tinieblas después del terremoto. “Había gente gritando en las calles”, intentaba decirme, pero enseguida se escondía detrás de sus manos, parpadeaba mirando hacia el suelo y trataba de nuevo: “Y mis hijos ahí, desesperados, asustados…”. Detrás de nosotros, un capitán de la Marina marcaba con spray azul sobre una hoja de cinc el lugar donde ellos hallaban a la primera víctima mortal, un hombre que dejaba ver tan solo una parte de su brazo manchado de sangre. Habría sido grande –pensé– y un poco gordo, quizás. Bueno, malo, ¡qué le importa eso a la muerte! Habría sido él. Un hombre muerto, ojalá mientras dormía.

El sismo se sintió en las 24 provincias del Ecuador y en el sur de Colombia, y es el más fuerte que ha sufrido este país desde 1979. Muy pocos imaginaron la dimensión de la desgracia cuando las primeras noticias oficiales llegaron, recién dos horas más tarde.

Una casa que alguna vez tuvo tres pisos parecía haberse arrodillado al borde de la carretera. El piso del medio desapareció entre el tercero y la planta baja. Por un costado se veían las escaleras remordidas bajo las planchas grises. “Por suerte, ese era un piso de locales y ya el viernes mismo les habían desalojado a los que ahí trabajaban”, me contaba Esperanza, con un tono nuevo que parecía rendir pleitesía a su propio nombre. Pero ella no había entrado aún a Pedernales y ya se sentía desvanecer.

Una tragedia es capaz de anestesiar. Es como si todo fuera un colosal acto de teatro de locos hecho para locos: del otro lado de la vía, sentada debajo de las ruinas de una casa, una mujer parecía mirar el ir y venir de los autos de socorro y las camionetas que iban sacando todos los colchones del pueblo. A simple vista, lucía como si esperara el bus que tomaba siempre que quería viajar a Quito o a Santo Domingo, pero no era así. Impávida, sosteniendo la caja sorda de su cabeza sobre una mano, ella no veía nada ni a nadie.

Manolo tampoco veía bien, pero porque llevaba los ojos húmedos. Sobre los irregulares senderos del cementerio del pueblo iba él con la mirada disipada de quien delira. Los brazos ennegrecidos y venosos le colgaban desde los hombros. El trabajo de preparar las sepulturas para el descanso final de los cuerpos de su esposa y de su cuñada los había hinchado. “Es que se cayó el hotel Quito encima de la casita de madera que teníamos al lado y ellas estaban ahí, durmiendo”, contaba el hombre, confiado en que los rescatistas a esa hora ya hubieran removido los escombros. Él no sabía que el turno para que los equipos de rescate comenzaran a trabajar en el centro de Pedernales aún no había llegado. Esa zona fue la más afectada del poblado: decenas de edificios que habían sido hostales, residencias y hoteles ahora eran montañas de concreto casi pulverizado. El hotel Quito, el hotel Chimborazo, y más lejos, el hotel Arena o el Yam Yam. Las calles de Pedernales bien podrían confundirse con las de Damasco ahora, con las de Varsovia, hace más de medio siglo, pero es que este poblado manabita no conoció jamás la guerra feroz. Pedernales era trabajo y descanso, esfuerzo y placer.

Los edificios del hotel Quito y del hotel Chimborazo –que se levantaban frente a la sede del gobierno Municipal– están destruidos. Son apenas dos de las decenas de establecimientos hoteleros del cantón que colapsaron con el sismo del sábado.

Un asteroide o una guerra no habrían sido capaces de esconder las camas de Pedernales. Ni siquiera un terremoto. Camas se veían por todo lado en este pueblo costero que, según el censo del 2010, tenía un poco más de 28.000 habitantes con una edad promedio de 24 años. Manolo y sus hijos preparaban dos camas más antes de pensar adónde ir a pasar esa noche. En el trayecto hacia el centro del pueblo, Manolo vio otras: camas desnudas, huérfanas, abandonadas en las calles. Camas sin colchones y sin vértebras. Camas que dan cuenta de los sueños más tiernos o de los más sagrados. Camas que se quedaron sin soñadores, sin amantes y sin alma.

4 COMENTARIOS

  1. Toda la nota muy bien hecha, solo que El Carmen en Manabí no es un caserío, es un cantón.

    • Querido Miguel Antonio: tienes razón, El Carmen es un cantón, sin embargo, en la nota hacemos referencia a la zona donde existe más concentración de viviendas, no a todo el territorio comprendido dentro de la jurisdicción. Agradecemos mucho tu lectura y tu observación. Saludos.

  2. Este es el relato de un valiente observador e imparcial «Comunicador» que se desprendio de los miedos y egoismos para vivir en directa presencia la realidad de un desastre natural y expresar lo que cada afectado ha vivido esos indescriptibles momentos de pesadilla, negacion y verdad.
    Funesta realidad que quedara marcada hasta los ultimos dias de nuestras vidas. «FELICITACIONES»

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