Por Yalilé Loaiza/ @yali_loaiza
En mi familia somos cinco. Mi mamá, mis dos hermanas y yo nos declaramos feministas. La búsqueda de igualdad es uno de los temas de discusión en el hogar. Fueron esos diálogos los que permitieron que mi familia supercatólica y conservadora, se despojara de ciertos dogmas. Cuando le contaba sobre este artículo a mi papá, me dijo: “Puede que yo también sea feminista porque defiendo lo que ustedes defienden, pero si voy al trabajo y digo «soy feminista» van a pensar que me ‘cambié de equipo’, la gente no entiende lo que es”.
Durante mi vida universitaria y mi experiencia laboral –tanto en Loja como en Quito–, me he encontrado con personas que están a favor y en contra del feminismo. También me he topado con casos que han permitido que comprenda la lucha del movimiento. Hoy, quiero hablar de tres mujeres muy cercanas a mí. Sus historias son el reflejo de que aún existe desigualdad y de que, como dijo mi papá, no se entiende el porqué del feminismo.
¿Esa carrera no es solo de hombres?
Rosalía Jácome es ingeniera en Geología y Minas. La conozco desde que somos adolescentes, fuimos compañeras en el colegio y desde entonces somos mejores amigas. Ella siempre fue ‘bien parada’, como se dice vulgarmente, y nunca tuvo miedo de decir lo que piensa, es descomplicada, sin filtros. Ella decidió titularse en una profesión concebida solo para hombres.
Rosalía me cuenta que la Ingeniería en Geología y Minas aún es considerada una carrera para hombres pese a que la inscripción de mujeres en esta se ha incrementado. Una de las razones –me dice– es que “casi nadie entiende” a lo que se dedican, porque se tiene un concepto simple de la minería: “un hombre entra en un pozo y trae oro”. Ella explica que su carrera demanda esfuerzo físico. Es por eso que aún se cree que solo los hombres son aptos para ese trabajo, porque piensan que solo ellos tienen esa resistencia.
El estigma de “es una carrera solo para hombres”, piensa Rosalía, hizo que algunas de sus compañeras abandonaran la carrera. De su promoción se graduaron 5 mujeres, pero al inicio de la carrera entraron cerca de 50 estudiantes, en promedio unas 20 mujeres, que semestre a semestre se fueron retirando.
Le pregunto si en las aulas hay machismo. Me dice que sí, pero aclara que “hay de todo”. Hombres y mujeres machistas así como hombres y mujeres que no lo son. Un ejemplo de eso, dice, es cuando realizaban prácticas que requerían obtener material y luego trabajarlo en el laboratorio:
“Había profesores que pedían que las mujeres se involucraran y otros que decían que los hombres deben sacar el material y las mujeres dedicarse a la parte del laboratorio, y también había mujeres que se quejaban por ir a sacar el material… Algunas mujeres todavía tienen la idea equivocada de que toda la fuerza física debe venir del hombre. Si bien tal vez no sea más fuerte que un hombre, sí puedo apoyar durante la actividad”.
A la hora de buscar trabajo, el panorama para Rosalía no cambió…
Ella cuenta que se presentó a una entrevista y en la mina le dijeron que no contrataban mujeres. “Eso te hace pensar que son sexistas y demás”, dice. No obstante, también reconoce que no siempre es así: “en Zamora el ambiente era distinto. Las capataces de minas son mujeres y los hombres están bajo la tutela de ellas”.
La actitud es lo esencial para desenvolverse en su carrera, indica. “Hay que tener los pantalones bien puestos porque hay que tener carácter para enfrentar al típico machista que piensa que no estamos a la altura del trabajo”, cuenta. Las mujeres se enfrentan al constante escrutinio de sus compañeros de trabajo, “si una muestra una posición seria de nadie se mete conmigo, te respetan. Pero si uno es demasiado amable, algunos hombres piensan que estás buscando algo más”.
En más de una ocasión han cuestionado su decisión profesional: “Me dijeron: «¿Usted va a trabajar aquí? ¿Qué no había otra profesión?»”. Rosalía cree que esas actitudes son fruto del sistema, porque hemos sido educados dentro del machismo. Indica que si bien la mujer gana mayor espacio en lo laboral, ella no lo ha experimentado: “La participación de la mujer ha sido incluida en muchos sectores, pero al menos en mi carrera, yo no veo que se haya incluido el papel de la mujer. Seguimos luchando pero también hay miedo de entrar a un ambiente laboral netamente de hombres”.
Rosalía se enfrenta a quienes no creen que pueda ejercer su carrera por ser mujer, pero también se encuentra con personas que se interesan en saber ‘cómo lo logró’, algunos también le han dicho: “¡Qué chévere, estás rompiendo esquemas!”, y ella cree que eso es lo que debe hacer.
¡No se dice «maricón»!
Fátima Belén tiene diecisiete años. El último año de bachillerato internacional absorbe su tiempo, sin embargo lee sin parar. Su sueño es que “le paguen por leer”. Parece que estudiará Comunicación pero aún no está segura. Ella es mi hermana y por donde va ‘pisa fuerte’.
Cuando ingresó a octavo de básica, o primer año de secundaria, no conocía a nadie en su nuevo colegio. Sin embargo, tenía su posición feminista bastante clara. Me cuenta que escuchó a sus compañeros decirse “eres un maricón” cuando no se atrevían a hacer lo que se supone ‘un hombre hace’. Cada que escuchaba esa frase –dice– le ‘hervía la sangre’. “¿Por qué la homosexualidad se ve como que fuera algo malo?”, se pregunta.
Para no tener más malos ratos en el colegio, Fátima recuerda que empezó a regañar a sus compañeros de clase: “¡No se dice «maricón»!”. Seguida a esa frase venía una explicación de porqué ese término es denigrante. Los homosexuales son personas igual que nosotros, “no sé cómo la gente no entiende eso”, me dice mientras se lleva las manos a la cabeza en señal de desesperación. Está “adolescente” como le digo, así que sus reacciones ante esas actitudes son similares al Grito de Munch.
Con orgullo me dice que, casi seis años más tarde, sus compañeros y amigos del colegio ya no utilizan esa palabra. No todos entienden la homosexualidad, pero saben ahora que el utilizarla despectivamente solo genera más discriminación y violencia.
Una situación similar le pasa en redes sociales. Entiende que en ese terreno es más difícil cambiar los comportamientos machistas, no obstante lo intenta. Como le gusta leer, hay días en los que –como le suelo decir– “solita se crea un mal rato”. Le gusta comentar y leer lo que la gente opina sobre las mujeres, el matrimonio igualitario y la adopción homosexual.
Recuerdo una ocasión en la que mi mamá me llamó por teléfono. Preocupada me contó que Fátima había comentando una publicación en Facebook y la estaban atacando. Enseguida entré a la red social a buscar qué le decían a mi hermana. Encontré el post, era una imagen que decía: “Si no quieres que los homosexuales adopten, diles a los heterosexuales que dejen de abandonar a sus hijos”. Ella escribió un comentario en el que defendía el derecho de las personas LGBTI para adoptar. Entre versículos de la biblia y palabras como “ignorante” y “aberración”, varias personas le decían a mi hermana que se equivocaba. Sin embargo, respuesta tras respuesta, ella defendía su ideales, firme, sin miedo.
Revisando conversaciones antiguas, encontré una donde le conté a Fátima sobre una crónica que escribí acerca de un amigo gay y lo difícil que fue para él encontrar estabilidad familiar, personal y profesional. Mientras conversábamos, le contaba que muchas personas creen que el adolescente que se declara homosexual está confundido. Me dijo que es irónico que se crea que los adolescentes son demasiado jóvenes para saber su orientación sexual, pero que son lo suficiente mayores para decidir qué carrera y vida quieren tener para siempre. “¡Qué jodidamente conveniente!” me increpó.
La única de la clase
Mi hermana más pequeña se llama Arelí. Tiene quince años y se parece a mí. Ama la música, las series y el diseño –aunque no quiere ser diseñadora. En clase se enfrenta a su profesor y a sus compañeros. Es la única feminista del aula y sus debates están seguidos de risas y miradas desafiantes.
Me cuenta que todo empezó cuando un profesor preguntó a las mujeres en clase: “Si ustedes se han esforzado y han conseguido una carrera, ¿la dejarían si su esposo les pidiera que se queden en casa?”. Solo la pregunta –dice– la molestó. La respuesta de una compañera: “Sí, haría eso para que mi esposo no me abandone ni me engañe” fue lo que más le preocupó. “Me puse roja de las iras, ¡cómo podemos pensar así!”, me dice indignada. Como sus compañeros conocen su posición frente a los derechos de la mujer, cuando su compañera respondió, todos la regresaron a ver, como esperando que diga algo, como desafiándola.
“Nos dijeron que nos preparemos para un debate sobre el matrimonio igualitario” dice Arelí, mientras recuerda que fue la única que decidió defender los derechos LGBTI. Sé que empezó a prepararse porque ese día me llamó para que le aclarara algunos puntos. Mi mamá me decía que incluso el docente se mostraba reacio a las ideas que compartía mi hermana, que por eso necesitaba que ella tenga buenos argumentos para defender su postura.
Arelí me cuenta que en el debate el argumento principal era “se va a terminar la familia”. Pese a que ella dijo que esa es la excusa histórica cada que se pide un derecho, sus demás compañeros se hicieron de ‘oídos sordos’ y a algunos les parecían “chistosos” los argumentos que ella daba. Mi mamá me dice que ese día fue al colegio para atender asuntos de Fátima pero se encontró con el profesor de Arelí. Él la felicitó y le dijo que mi hermana “tiene clara su posición y sabe defenderla muy bien”.
Si bien sabe que defender una postura contraria al sentir de su clase es difícil, está segura que es lo correcto. Se ha acostumbrado a las miradas que la desafían, pero cree que si se mantiene firme, algún día esas miradas se terminarán.
A diario más de estas historias se producen. Cada una demuestra que aún vivimos en una sociedad que tiene miedo a la diversidad y que se cuestiona sobre el rol de la mujer. Pequeñas acciones pueden generar cambio. Son esas mismas acciones las que responden sobre el feminismo, su lucha y sobre quienes lo ejercen.