Por Rosa Inés Padilla
Ciudad de México.- Primero el miedo. Luego, de nuevo, el miedo. Tres movimientos sísmicos después, sigo teniendo miedo. Tal vez no sean solo tres. La primera imagen que tengo de un temblor fuerte es de cuando tenía unos 8 o 9 años. Recuerdo estar bajando unas escaleras con mi abuelo y, de repente, notar que todo se estaba moviendo. El miedo, entonces y ahora, es similar. Sin embargo, esa primera ocasión fue clave: mi abuelo me tomó de la mano, sonrió y dijo: «no pasa nada».
Cada que vuelve a temblar, intento recordar su rostro. Sobre todo, repito como un mantra sus palabras: «no pasa nada». Esto me ha ayudado las tres últimas veces: la primera en Quito, Ecuador; y las dos últimas veces, en Ciudad de México, donde he estado sola. He intentando sostener la mano de mi niña interior y ubicarme en el lugar correcto. Entonces, guardo la compostura y repito mi mantra.
Vivo en CDMX hace 9 meses. Vivo en una ciudad llena de contrastes, que suena a camiones y a pajaritos y que luce árboles macizos en sus calles, esas calles que dejan, a veces, poco espacio al peatón. México no es una ciudad fácil, pero desde que estoy aquí, me han llamado la atención tres cosas: la cantidad de gente y su enorme capacidad para llenar cualquier espacio en tiempo récord; su extraordinario sentido del humor, como siempre apelando al absurdo, dando carrilla, siempre jugándose y jugándote bromas; y la hospitalidad extrema. No hay casa de donde salgas sin comer, no hay persona que no te repita «mi casa es tu casa».
Desde que estoy aquí, me desenvuelvo entre el calor de la gente y el sopor del metro, entre lo que parece un cuento de realismo mágico y una novela de realismo sucio. Uno de los episodios empezó la noche del 7 de septiembre, aproximadamente a las once de la noche, cuando escuché: «peligro, alerta sísmica». Mientras descubría si estaba soñando o no, me levanté y fui hasta el umbral de la puerta, casi de forma automática. Estando ahí, el movimiento de la tierra me llevó a pensar que hice lo correcto. En mi repentino despertar, pensé en lo que había leído, justo esa tarde, sobre la alerta sísmica, instalada en la ciudad luego del devastador terremoto del 19 de septiembre de 1985, que marcó un antes y un después en la capital mexicana y en todo el país.
Esa noche, el sismo de 8,2 grados Richter alarmó a todos, sin embargo, la ciudad no sufrió graves daños. Al día siguiente, muchos recordaban lo próximo que quedaba el aniversario 32 del gran terremoto. Hablaban sobre las coincidencias en las fechas, incluso de lo bien que le había ido a la ciudad, a pesar de la magnitud del sismo. La historia de aquella coincidencia podría haber quedado ahí. Pero no fue así.
Como cada año, luego del gran terremoto de 1985, la ciudad realizó un simulacro durante la mañana del 19. La alarma sísmica sonó, como habían prevenido las autoridades, a las 11:00. A esa hora yo me dediqué a observar cómo los estudiantes de la escuela Jean Piaget, que queda al lado de mi casa, practicaron su simulacro con normalidad y con mucho orden. Al final, la directora felicitaba por el megáfono a los alumnos. Dijeron estar preparados para cualquier eventualidad.
Pensando en que en septiembre de 1985 yo tenía 8 meses, salí de mi domicilio, ubicado en la Colonia Mixcoac, y me dirigí a Félix Cuevas, avenida que alberga uno de los varios centros financieros y comerciales de la urbe. Mientras esperaba por un trámite, a lo lejos empezó a sonar la alarma de alerta y, casi enseguida, sentí uno de los movimientos más fuertes de mi vida: los vidrios temblaban, el piso crujía, las voces se apoderaron de todo. Y yo me susurraba «no pasa nada».
«No pasa nada»
Decidí ayudar a sacar a la gente de la sala, apoyada por un señor de esos bonachones que te hacen la plática en las salas de espera. En las gradas, una señora lloraba y no se movía. No podía moverse. Tomé su brazo, intenté caminar con ella pero fue imposible. El piso seguía temblando, la escalera se bamboleaba, la señora finalmente se movió y alguien me ayudó a llevarla hasta la calle. Cuando llegué, por fin, a la banqueta, la tierra seguía moviéndose. Alrededor había al menos unas cincuenta personas, entre clientes y empleados. Todos con la mirada fija en su celular. En la calle, el metrobús estaba detenido, el tránsito también. Había un silencio macabro. Los obreros de una construcción contigua observaban, estupefactos, cómo una grúa se movía al vaivén del suelo. El señor del puesto de revistas recogía algunos de los productos de venta que habían caído al piso.
Yo solo pensaba en que debía llamar a mi mamá. Pero no había señal. Las empresas de telefonía no abastecieron la demanda. Fueron los quince minutos más largos de la historia; o tal vez solo fueron cinco. Toda la gente lucía hipnotizada, pálida, frente a una pantalla de celular, esperando vencer al Sin Servicio. Impávidos, tal vez excesivamente nerviosos, cada uno buscaba oír, desesperadamente, una o varias voces del otro lado del teléfono que dijeran dos palabras: estoy (o estamos) bien.
Luego de que capté algo de señal y de vencer el mareo que provoca un sismo, volví a casa. Quería saber datos exactos del movimiento. El trayecto del regreso está plagado de imágenes con calles ocupadas por mucha gente, gestos de pánico, rostros de alivio o de preocupación. Los edificios, de oficinas sobre todo, se habían desocupado. Había gente corriendo, gente observando al cielo, algunos intentando identificar los daños en sus viviendas. Cuando llegué a mi calle vi que dentro de la escuela reinaba el mismo ambiente que afuera. A los niños se los estaba sacando lo antes posible, los padres acudían a la escuela con lágrimas en los ojos, abrazaban a sus pequeños asustados. Ya en casa, el internet terminó de aclararme el panorama: edificios que caían ante las cámaras, suspensión de clases, embotellamientos, un caos que solo se superó ya entrada la noche. En las redes sociales: cientos de mensajes, cientos de videos, miles de imágenes con o sin contexto. El escenario apocalíptico de este mundo hipertextual e hipervisual se tradujo en una avalancha de personas escribiendo y llamando a preguntar cómo estaba después del terremoto.
Fueron una tarde y noche largas. También y sobre todo, para los equipos de rescate de la ciudad. Al siguiente día, las noticias y las redes sociales estaban aún más inundadas de información. Ese día se terminó por decantar lo sucedido. Salí, entonces, a recorrer la ciudad para ver cómo se podía echar una mano, y lo que pude ver –más allá de estructuras caídas, fachadas al borde de desplomarse y casas o edificios clausurados–, lo que realmente me sorprendió de esta ciudad, fue su capacidad de moverse, de organizarse y de participar activamente ante el desastre.
Las calles Yacatas, Medellín, Sonora, Ámsterdam, las colonias Obrero Mundial, Roma, Condesa muestran un panorama poco alentador. Hay, por doquier, escombros y constantes fugas de gas. Pero vi gente echándose la mano, siendo atenta y amable, organizando, cargando, repartiendo, agradeciendo cada pequeña donación. Vi gente llevando comida para otros, camionetas repletas de socorristas, otras, repletas de voluntarios, ciclistas que llevaban víveres y medicinas de un lugar a otro, motociclistas con paramédicos o paramédicos motociclistas. Vi, en suma, una comunidad que intenta resolverlo todo más allá del mismo Estado, con una sola intención: ayudar.
En esta ciudad, en donde siempre sobran manos, cada persona fue un agente en continuo movimiento: un donador de sangre, un recolector, un organizador, un rescatista; cada quien sacó el héroe que le habita. Cada quien tendió la mano como pudo, recogiendo basura, armando kits, llevando información. Esta ciudad no paró de moverse, funcionó de manera eficiente. Las líneas de transporte público estaban funcionando y eran gratuitas, había negocios atendiendo y ofrecían su servicio de internet libre; esa misma ciudad y su diario caos tenía aún al señor de las tortas frente a la estación del metro, y al señor de los dulces, y al de los batidos, y a la señora de las quesadillas. Pero tenía, además, gente repartiendo pasteles en casa y cientos de voluntarios que se movían de lado a lado. En el Parque España, por ejemplo, las manos ya superaban cualquier expectativa.
He evitado hablar de los muertos y de las pérdidas. Luego del sismo, la Ciudad de México es lo que logró como colectivo. La ciudad de la utopía, la solidaridad y la empatía. Mientras recupero mi rol habitual de estudiante que duda de la teoría, recuerdo que hace una semana había pensando en lo imposible que era la communitas en la actualidad. Hoy puedo decir que Victor Turner –autor de esta noción– acaba de cachetearme: la communitas existe y se levanta siempre y cuando la situación lo amerite.
La ciudad me mostró que sobran manos, sí, pero también me mostró que las manos nunca están de más. Que los chilangos atiborran los espacios también de alimentos, medicinas, carretillas, picos, palas, guantes y cascos. Que su casa sigue siendo mi casa, ahora transformada en centros de acopios y refugios temporales. Y que el humor y la simpatía son inagotables. Ese «¡Viva México!», entonces, está todavía en la punta de su lengua y en mi pecho.