Por Alexandra Pose
Debajo de la puerta de mi habitación se filtra un olor a carne quemada, me desconcentra. Me saco los auriculares, abro la ventana y aprovecho para estirar las piernas y dar unos pasos descalza. Afuera está Carlos cocinando, ese olor a carne me da ganas de vomitar, debo esperar que desaparezca antes de aventurarme a la cocina. Mi oficina quedó reducida a un espacio de cuatro por cinco donde se guarda lo que me resta de intimidad.
¿Cómo era vivir con mi hermano antes de la pandemia? Nunca nos cruzábamos, yo llegaba tarde del trabajo y él estaba en la casa de su nueva novia. La existencia de nuestros padres en la casa hacía que solo nos tuviéramos que ver algunos domingos (en los que el menú no fuese asado).
Voy a la cocina. Saco del refrigerador un par de huevos —no es que sepa cocinar, pero al menos sé preparar una omelette. Busco un sartén en la alacena, pero ya no queda ninguno. En el fregadero hay una torre de cacerolas con grasa, junto con los platos del día anterior. Incluso se unió la tabla de cortar, que ahora hasta tiene un rastro de sangre.
Se nota la ausencia de mamá, ella no los dejaba acumular. Yo solo limpio lo que uso, pero no pienso hacerme cargo del desastre de Carlos. Aunque tenga que comer de un cartón. Desisto y ordeno un delivery de pizza, me la como en el cuarto mientras veo una película. Trato de tener en mente que las familias en un monoambiente la deben pasar peor que yo. La gente logra entretenerse: como ese escritor francés que hizo una expedición dentro de su propio cuarto. Lo único interesante del mío es la guitarra.
Desgraciadamente mi almuerzo no dura tanto. Mi padre lo interrumpe con una llamada telefónica.
—“Salimos solo para ir al supermercado acá en Coronel Oviedo, les extrañamos”.
—“Nosotros también papá”.
—“Qué bárbaro lo que pasa, leí que es un virus para que mueran los adultos mayores”.
—“Basta, papá, esas son noticias falsas”.
—“No son falsas, yo sé lo que son las fake news también, hija”.
—“No salgan más, compren de Internet. Qué miedo, Sole, mirá si nos roba la tarjeta algún hacker”.
—“Mmm… no va a pasar eso”.
—“Bueno, te llamo más tarde para que me enseñes cómo usar eso, entonces”.
Paso frente al cuarto de Carlos. Le recuerdo que limpie el asesinato que dejó en la cocina. Me responde el silencio. Le doy de comer a las perras y les cargo agua fresca.
Voy al baño, Carlos no secó el piso luego de bañarse y ahora lo debo hacer yo, si pretendo darme una ducha. La cocina también sigue igual, pero no tengo tiempo de quejarme, debo estar en una reunión a las tres. Me coloco una camisa, debajo un jean y hasta perfume, quizás eso me ponga de mejor humor.
Me saluda mi jefe, los otros programadores y la analista. Carlos golpea la puerta de mi cuarto. No le hago caso. ¿No se da cuenta de que estoy trabajando?
—“Sole, papá quiere que le enseñes cómo comprar de Internet”.
—“Disculpen un momento, ya regreso… Ahora estoy en una videollamada, Carlos. ¿No ves, pio? Enseñale vos”.
—“Pero vos sos la experta. No es astrofísica tampoco, Carlos. Seguro hiciste alguna vez un pedido de Amazon. No puedo hablar ahora”.
Regreso y me disculpo con mis colaboradores. La analista se ríe, me consuela diciendo que su hijo la molesta todo el tiempo ahora que no lo puede dejar en la guardería. Tal parece que todas las empresas —al mismo tiempo— quieren entrar al mundo de las compras online. Pero ya es tarde para eso, de hecho, también es tarde para estos encargos, no voy a terminarlos para las seis de la tarde. Mi jefe se enoja, los otros programadores también protestan conmigo y la llamada se termina así.
Necesito una cerveza. Voy a la bodega más cercana, El baratote. Al regresar encuentro a la novia de mi hermano, nos saludamos de lejos, me sonríe y se vuelve a colocar el tapabocas con vergüenza. Se encierran en su habitación y yo en la mía. Me gustaría que Elena también me visitase. Le escribo.
—“¿Qué haces?”.
—“Hola, Sole, tomo una cerveza ¿y vos?”.
—“También. Te extraño, Elena, quiero pasar la cuarentena contigo y no con el imbécil de mi hermano”.
—“¿Tan mal la pasas?”.
—“Sí, prefiero hacer esas cosas que veo que la gente sube al Instagram: pintar su casa o hasta hornear pan. Siempre quise saber hacer pan”.
—“Más tarde podemos sextear si querés, Sole”.
—“Pero yo quiero verte”.
—“No podemos, ¿tus viejos no son población de riesgo?”.
—“Ellos se quedaron atrapados en lo de mi abuela en Oviedo, no hay peligro”.
—“Igual, Sole, la policía controla cada esquina”.
Exploro las opciones de Netflix. Me aburro. Todas las películas que encuentro son decepcionantes. Me gustaría ver por lo menos una película en compañía. Empecé a leer el Decamerón, también sucede durante una pandemia. Quisiera retirarme a un bosque y dedicarme a ser entretenida por narraciones ingeniosas, sin preocuparme por trabajar. Me cuesta concentrarme en la lectura. Escribo a un amigo programador, entre los varones de la oficina se encuentran online a jugar Call of Duty. Elijo volver al Decamerón hasta que Elena me escribe.
—“Perdón, baby, me fui a comprar más birra”.
—“¡Pensé que tenías miedo de salir!”.
—“Pero fui acá cerquita nomás, a El baratote cerca de tu casa”.
—“Estuvimos cerca entonces”, respondo y apago el teléfono.
Agarro la guitarra. Rasgo un par de notas. Aunque no me agrade mi voz, me animo a cantar “Dancing barefoot”. Escucho la televisión encenderse en la sala “Seis nuevos casos sin nexo aparente solamente en la capital”. ¿Es que no puede ver la tele en su habitación? Si él puede hacer ruido, yo también puedo. Conecto la guitarra por el amplificador y me paso la correa al hombro. El volumen del televisor sube. No escucho mi propia voz.
—“Carlos, andá a tu pieza, estoy tratando de tocar algo”.
—“Y tocá, boluda, ¿quién pio te dice algo?”.
—“Está muy fuerte la tele, no me concentro”.
—“¡Ja! En mi época podía ensayar en el piano con metrónomo mientras los albañiles trabajaban. Intentá un poco usar metrónomo una vez en tu vida”.
—“¡Dejame en paz, Carlos! Yo toco para entretenerme, no para tener un título”.
—“No vas a poder luego si seguís tocando así”.
—“Por lo menos la miro a mi guitarra, ¿sabes? No como tu piano que se usa de posavasos”.
***
Tengo reuniones en la mañana, me quedé mirando una serie para intentar conciliar el sueño. Me despierto cansada, ni siquiera me tomo la molestia de cambiarme el pijama. Me hago un café y ya estoy frente a la computadora nuevamente. Mamá me llama al mediodía.
—“¿Ya comieron Jennifer y Angelina? Mirá que tienen que comer ellas”.
—“Ahora les voy a dar de comer, están tristes porque no pueden salir de paseo todavía”.
—“¿Y vos y Carlos comen algo?”.
—“Él dejó un asesinato en la cocina que todavía no limpia”.
—“Por lo menos se alimenta, mi hija, no como vos que vivís a base de pizza”.
—“Mamá, Carlos es un inconsciente, anoche vino su novia”.
—“Y dejale, mi hija, encima que no puede trabajar”.
Alimento a las perras. Les acaricio la cabeza y ellas me lamen las manos. Prometo sacarlas de paseo tan pronto se pueda. Se tiran en la tierra, como si también se aburrieran y me miran desde ahí. Entro a la casa; la cocina está peor que antes. Pido un delivery de comida china y me encierro en mi pieza hasta la hora de mi terapia.
Carlos se pasea por el pasillo. Cierro la puerta de mi habitación y me llaveo, me da una falsa sensación de privacidad. Necesito que haya silencio en esta casa, por lo menos un poco, pero es imposible. Él enciende el televisor de la sala: “La mayor parte de los casos sin nexo resultaron tener un nexo extramatrimonial”, se ríe a carcajadas. Estoy harta de las noticias de este virus. Tomo la notebook bajo el brazo y voy al patio, las perras se levantan a recibirme con ladridos, regreso a la sala con la notebook en mano.
—“¿Carlos, justo ahora tenés que ver tele?”.
—“¿Y a qué hora querés que vea?”.
—“¡Y no sé!”.
Llevo la notebook hasta la pieza de mis padres, cierro la puerta, pero sigo escuchando la televisión de la sala. Me encierro en el baño y prendo la ducha. Me siento en el inodoro, me coloco auriculares y hago la llamada. Respiro.
—Disculpame que te llame de acá. No tengo intimidad en esta casa.
—¿Disculparte? No tengo nada que disculparte. ¿No te gusta el lugar?
—No, es el baño de mis padres. Todavía no encuentro mi lugar.
Extraño ese diván suyo, el sonido del aire acondicionado y los libros ordenados por seminario de Lacan. Contarlos en mi cabeza para tranquilizarme, recordar que es un lugar de distención, lejos de todos, donde descansa mi intimidad, tranquila. Le confieso que planeo robar las pastillas de dormir de mi madre. Me cuenta que hay un aumento de insomnio en la población, eso me tranquiliza un poco. Me pasa el teléfono de una colega, por si quisiera consultar con una psiquiatra.
Ver tantas imágenes en las redes sociales de gente aprendiendo a cocinar hace que me entren ganas a mí también, así que compro un polvo para hacer tortas cuando voy al supermercado. En la noche regreso a mi lectura del Decamerón. Al pasar por la cocina veo que la novia de Carlos regresó, los encuentro viendo una película acurrucados en la sala, al menos mantienen el volumen bajo esta vez.
Cierro la puerta de mi cuarto y llamo a Elena.
—“¡Hola, Sole! No me avisaste lo del sexting ayer”.
—“Es que tuve un mal día”.
—“Qué mierda esta situación, ¿verdad? Si sobrevivimos al coronavirus, vamos a morirnos del rebrote de dengue…”.
—“¿Podemos hablar de otra cosa?”.
—“Ok. ¿Qué tal tu casa?”.
—“Mal”.
—“Yo también, me peleé con mi roommate, difícil es la convivencia”.
—“Sería mejor si pasaras la cuarentena conmigo en lugar de tu roommate”.
—“Ja, ja, necesito mi intimidad también”.
—“Pero igual terminas compartiendo espacio con otra persona y a mí ni siquiera me visitas”.
—“No es eso, Sole, pero te puedo hacer una videollamada”.
—“No. Estoy harta de eso”.
—“Hagamos otra cosa entonces; tomemos un curso online juntas”.
—“Eso suena divertido”.
—“Uno de alemán”.
—“Ok, me gusta la idea. Ja, ja, vamos a ser compañeras, aunque… preferiría que sea presencial, así puedo sentarme a tu lado y preguntarte ¿cómo te llamás? Y que me respondas con voz tímida: Soledad. Qué nombre más lindo, voy a decirte”.
—“¿En serio te parece lindo mi nombre? Siempre me decís que es dramático”.
—“¿Por qué susurras?”.
—“Porque mi hermano está en la sala”.
—“Como iba diciendo, en la próxima clase te digo: ‘discúlpame, Sole, ¿me prestás un bolígrafo?ʼ. ‘Claroʼ, me vas a responder sonrojándote. Y cuando el aula esté vacía me voy a sentar sobre una mesa para decirte: ‘me salvaste hoy, Sole, ¿cómo puedo agradecerte?ʼ. ‘No es nadaʼ, me vas a responder, vas a tratar de llegar al bolígrafo que tengo en la mano, pero yo voy a abrir más las piernas para que tengas que acercarte más a mí y te pueda poner los brazos en la cintura y desprenderte un botón de la camisa al decirte: ‘¿Segura? ¿No te gustaría un masaje por lo menos?, tan casada que se te ve, te voy a acariciar los hombros, bajar hacia tus pechos…ʼ”
—“Elena, no estoy de humor, quiero conversar”.
—“Y eso hacemos, ¿o no?”.
—“Ves mucho porno, ¿quién coge en una sala de clases?”.
—“¡Ay, Soledad, qué intensa!”.
Voy a la cocina, quito de la heladera los restos del almuerzo y los caliento en el microondas. En el sofá, Carlos y su novia se ríen juntos, ella le toca el cabello. El microondas emite el pitido para advertirme que mi comida está lista. Busco un plato, pero esta vez no encuentro ninguno limpio.
—“Carlos, ¿cuándo pensás limpiar este quilombo?”.
—“No pude nomás, Sole. Hay visitas ahora, no seas dramática”.
—“¿Dramática yo?”.
—“Estás haciendo un escándalo, lavá nomás un plato y mañana yo voy a limpiar el resto”.
—“Yo voy a ayudarte, Sole, no te preocupes”.
—“¡Claro que me preocupo! Y vos no tenés porqué hacer nada en esta casa, es más, no deberías luego estar acá, en plena cuarentena”.
—“¿Qué te pasa a vos hoy. Sole? Me quería visitar nomás un ratito”.
—“Nada, no me pasa nada. Quiero que se respeten nomás las medidas higiénicas y de distanciamiento social”.
Carlos se levanta del sillón confundido, lo empujo al pasar y me encierro en mi cuarto. Me dan ganas de llorar, pero no lo haré. Deslizo la pantalla del teléfono con historias de Facebook, todos están deprimidos. Busco alguna película para ver en la notebook, todas son sobre algún virus que se esparció en Italia o en algún laboratorio de Tokio que convierte a la gente en zombie. Abro el Decamerón, tomo una pastilla de mamá, reviso el teléfono. No me concentro en la lectura. Creo que debería disculparme con la novia de Carlos, no recuerdo ni su nombre. Igual no tenía porqué venir, todo el mundo está respetando la cuarentena. Reviso el teléfono. Mi jefe pregunta cuánto tiempo nos llevaría desarrollar un sitio de citas. ¿A esta hora? Comparte un artículo sobre Tinder: “Aumentaron la cantidad de mensajes que los usuarios se mandan, la gente quiere hablar”.
Esto no me lo esperaba. Exploro la aplicación. ¿Por qué siento que hablo menos con Elena entonces? No somos novias, pero llevamos saliendo medio año. Le envié una imagen graciosa de un gato a la que me respondió con tan solo una risa, sin ánimo de conversar. Leo una entrevista que dieron los programadores de Tinder sobre sus actualizaciones por distanciamiento social: La base de datos para búsqueda ahora escupe usuarios de todo el mundo. Las interacciones entre estos se basan en más tiempo con mensajes de texto y respuestas inmediatas, mientras las interacciones de Elena parecieran encriptadas para mantener la distancia conmigo hasta en lo virtual, y ya que nuestros sistemas operativos son tan incompatibles, yo también decido cifrar mi código fuente para que no sepa lo decepcionada que estoy y le respondo dándole las buenas noches.
Decido descargar la aplicación. Contacto con una argentina que vive en la Costa. También sufre de insomnio. Me recomienda películas. Me cuenta que vivía del turismo, que extraña ir a la playa y que es casada. Le digo que acá no tenemos playa, que no soporto vivir en esta casa y de mi relación con Elena.
—“Sos muy potra para estar llorando por una wacha”.
—“¿Qué es potra?”.
—“Significa linda en argentino”.
—“Gracias, pero me siento sola”.
—“No hay remedio para eso, nena, yo también me siento sola”.
—“Pero si estás casada”.
—“Peor”.
—“¡Oh, qué tragedia!, tu esposa olvidó lavar los cubiertos”.
—“Ja, ja, subestimas la convivencia; peleamos por plata, bueno, por todo a estas alturas”.
Es sábado y no tengo trabajo. Desperté tarde. Estoy cansada de Elena; hoy voy a dedicarme a mí, y a hacer la torta que dejé pendiente. La cocina está sorprendentemente limpia. Coloco huevos, leche y el polvo en un bol. Mi jefe me pide una respuesta sobre el sitio de citas, lo ignoro. Meto la mezcla al horno y, mientras, me recuesto en la cama. Al rato irrumpe Carlos para decirme que la torta se quemó. Corro a la cocina, noto el humo en el pasillo y encuentro la torta sobre la mesada. Doy un suspiro. Carlos se ríe a carcajadas y saca el teléfono.
—“¿Qué vas a hacer?”.
—“Le voy a mandar una foto a mamá”.
—“¡Pará, Carlos! No es simpático”.
—“Claro que sí, meter en el horno nomás era la instrucción”.
Me encierro en mi cuarto, intento tocar la guitarra, pero no me sale la voz. Conecto los auriculares al amplificador de la guitarra, el sonido es sucio. Me tiro en la cama, reviso el teléfono, mi nueva amiga argentina me pregunta qué tal mi día. Le respondo con la foto de la torta que mandó Carlos al grupo familiar. Observo su forma detenidamente: parece terreno volcánico, tiene una erupción justo en el medio y se endureció así. Me da risa. Hablamos hasta que me quedo dormida. Carlos golpea mi puerta a la tarde. Me pregunta si estoy. Claro que estoy, ¿a dónde me iría? Quiere invitarme a algo. Abro la puerta y me espera con un pedazo de torta. Resoplo. Él trata de ocultar una sonrisa. Llevo el pedazo a la sala y él me sigue con otro. Me acomodo en el sofá, él en el sillón y alza las zapatillas sucias sobre la mesa del centro.
—“Salió rica”.
—“Gracias, Sole, es la primera vez que la hago”.
Lo miro con el ceño fruncido. Él se disculpa entre risas y me contagia a mí también.
—“¿Y tu novia no va a venir hoy?”.
—“No”.
—“¿Es por lo que dije el otro día?”.
—“En realidad le dije que necesitaba mi espacio”.
—“¿Qué espacio?”.
—“Cualquiera. Tener mi intimidad, mantener la magia y todo eso”.
Dejo el plato sobre la mesa y extiendo los brazos en el sofá. Carlos enciende el televisor. Le pido que no ponga las noticias. Deja la final de un mundial de fútbol con Maradona. Aunque el partido es viejo, me abstrae y me entretiene. Carlos me cuenta que también tiene un teclado en su habitación, casi no lo toca, por eso no sé de su existencia. Quito el teléfono y le pregunto a la argentina si le gusta “el Diego”. Responde que no es futbolera.
Por la noche voy al supermercado en busca de comida para las mascotas y algo para la cena. Mamá me llama al regresar; no me cree que las perras están bien. Necesita escuchar sus ladridos. ¿Por qué no una foto? Se niega, eso trae mala suerte. No sé cómo lograr que ladren, justo ahora. Encuentro un palo de escoba y se los lanzo. Angelina se esquiva, pero a Jennifer —que es más traviesa— le da en una pata. Se acerca a mí extrañada. Me lame las manos. Le digo a mamá que se niegan a ladrar. “Una sola cosa podés hacer”. Me alejo del jardín y las perras ladran al advertir mi ausencia. Mi madre las oye y agradece.
Al entrar a la casa escucho unas tímidas notas de piano. Guardo las compras y me lavo las manos. La cocina sigue limpia y la música proviene del cuarto de Carlos, me acerco a su puerta, la encuentro abierta y lo observo tocar. Él advierte mi presencia y se detiene.
—“Hola, Carlos, ¿qué es?”.
—“Macanadas nomás, estoy oxidado. ¿No vas a “bailar descalza” hoy?”.
—“Ja, ja, ja. No creo, no tengo buena voz”.
—“Yo tampoco, pero te acompañaría en el piano si supiera las notas”.
—“Un clásico entonces. Supongo que conoces ‘Dreamsʼ de Fleetwood Mac”.
—“Obvio”.
Busco la guitarra de mi cuarto, me pongo la correa al hombro y vuelvo. Carlos hace la introducción en el piano. Rasgueo las notas Now here you go again, you say you want your freedom. Mi voz sale temblorosa, pero me recompongo para el segundo verso. Al llegar al coro, Carlos se anima a hacer la segunda voz. Se equivoca en la letra y tararea el resto. Nos reímos, pero seguimos tocando.